Rosa Luisa Márquez, Memoria de una teatrera del Caribe
Rosa Luisa:
Siguiendo tu ejemplo, esta vez me pongo el bombín de Chaplin y la nariz de payaso para darle otro tono a mi admiración. Así que me siento actor en el “teatro de los afectos” que exaltas en tus memorias.
Una memoria que es un texto de teatro para profesores, un manual de disciplina y de actuación para estudiantes de drama, un homenaje a los maestros queridos y admirados, y una historia de más de medio siglo de los combates por el teatro popular, que uno lee deslumbrado, con coraje y a carcajadas, es un libro que hay que celebrar. Y estudiar.
Es una prosa para paladear, con gusto y posgusto, una lengua mechada con historia combativa y con humor aleccionador. Aprender entre risas y anécdotas es un privilegio (ver “Marcello”). El recién llegado entiende rápido la maravilla del teatro sembrador de inquietudes primarias y complejas. Es el saber decir con principios firmes y metas que liberan, sin tonos pastosos, sin claroscuros y sin una palabra rebuscada.
El enlace del escrito con las ilustraciones enternece las afirmaciones más rotundas y más polémicas. Los dibujos tiernos y fuertes de Miguel Villafañe, a ras de las emociones más limpias, son de una seducción desarmante. Con unas líneas finas y frágiles, nos remite a una historia poderosa, como sugiere el dibujo de la torre de la UPR, desnuda del ropaje ampuloso de la retórica oficial. O la niña que navega sola, serena y de pie en la yola, mirando al horizonte, firme y despreocupada. Son trazos escuetos pero no inocentes que obligan a repensar la escritura.
Es, también, una invitación a ingresar al gremio, con una pedagogía directa y compleja al alcance del recién llegado. La propuesta es atrevida: “propuse a mis estudiantes un acercamiento práctico a los estudios teatrales y desde ahí descubrir la teoría, estudiar desde la práctica y no al revés.” Me recuerda el “primero aterrizo y después teorizo” de una amiga.
Quizás la clave está en el encuentro de teatreros latinoamericanos en Machurrucutu (1989), un “pueblito” de 800 habitantes a 30 minutos de La Habana. Allí lo social, lo material y lo político se estrellaron con la imaginación delirante del teatro rebelde. Rosa Luisa asegura que pasaron cuatro semanas haciendo todo el quehacer teatral en las condiciones más precarias: el hotel era una antigua residencia de estudiantes de una escuela de medicina clausurada, el jardín de juegos era un pastizal y la comunidad era de memoria corta porque nació sólo veinte años antes.
La puesta en escena se dio en la calle frente a un residencial castigado por el tiempo y en el mentado hotelito. La obra central mostró una boda colectiva bendecida por el gobierno. El matrimonio protagonista aceptó casarse, exhortado por sus trece hijos, porque le prometieron “una fiesta con pastel y tragos.” Y celebraron en el “jardín de infantes”, un espacio triste poblado por “columpios mohosos y sube y bajas rotos”, decorados con papeles amarillos. La novia envejeció y murió tirándose por la chorrera y “una niña la arropó y de sus manos nacieron las estrellas.” Mientras tanto, “el Sol invitó a los espectadores a ver el camino del viento, por donde una guagua alada… se acercaba pisando rosas rojas de papel de seda, tocando bocina e invitando a los espectadores a caminar hasta el Hotel.”
En la hospedería el vestíbulo estaba lleno de “barreras de papel periódico que tenían escritos en todos los idiomas de nuestro taller, las dos frases contradictorias que el hotel dirigía a sus visitantes, a los turistas: “¡Bienvenidos!” y a los cubanos: “¡No entre!”.
Al regresar a Puerto Rico, Rosa Luisa y su grupo supieron que “se había derrumbado el muro de Berlín y nosotros no nos habíamos enterado”. ¿Más teatro del absurdo y más historia cruda y siniestra? En verdad es otra instancia del diálogo de la historia y el teatro (“la magia de ese momento efímero”). Lo que importa es, en palabras de Rosa Luisa, “armonizar la vida y el arte. No es suficiente que el arte sea liberador si no incide en la realidad.”
Al final queda la envidia de poder escribir tan claro, liviano y valiente, con humor inédito que pide, que exige, muchas relecturas entusiasmadas. De la mano de una autora tirada entre “el menos es más” de Gilda Navarra y el “más es mejor” de Antonio Martorell. Repito: son unas páginas para celebrar con brincos y saltos indiscretos.
*Rosa Luisa Márquez, Memoria de una teatrera del Caribe. Conversaciones con Miguel Rubio Zapata. San Juan, Editorial Cuicaloca, 2020.