Sobre el aislamiento, la soledad y la sociabilidad
El COVID 19 nos ha impuesto a todos, o al menos a una gran mayoría, el padecer el encierro en nuestro propio castillo doméstico. Unos más que otros, soportan el mandato salubrista del aislamiento físico social como modo de contener el avance progresivo del contagio virulento. Este cambio abrupto en nuestros ritmos personales, individuales y colectivos requiere ajustes que sabemos toman su tiempo.
La máquina de la productividad, como la conocemos, el movimiento en las calles, la prisa diaria, el manejo del tiempo entre el adentro y el afuera han sido trastocados para asumir nuevos ritmos, tiempos y espacios para existir, para vincularnos y para responder a las necesidades básicas que sostienen la vida. Todo un cambio paradigmático en cuestión de horas.
El confinamiento en nuestro reducido espacio doméstico no es igual para todos. Para las madres y padres con hijos, les supone un gran reto el determinar cómo organizar su cotidianidad con las múltiples actividades requeridas en una convivencia efectiva y, en lo posible, gratificante. Hay otros que, privados de sus trabajos o ante la pérdida de ingresos, el tiempo discurre entre cómo proteger la salud y cómo producir el capital necesario para preservar la vida y los bienes adquiridos. A otros, les toma la pandemia en un momento en que la crisis de una relación de pareja había despuntado, obligando a encontrarse de frente día tras día a la imposible armonía de los sexos y a la solución de sus conflictos con sus particulares efectos.
Quienes viven solos en su espacio doméstico les queda el confrontar su propia soledad e inventar las maneras de vincularse con los otros más allá de sí mismo. Ante esta nueva realidad, cabe preguntarse si es posible abrir espacios para desconectarnos de las demandas y exigencias cotidianas para conectarnos con nosotros mismos. ¿Es posible aprovechar estas nuevas condiciones para crear tiempos y espacios de encuentros con nuestra mismidad? ¿Es posible detener la marcha acelerada para escucharnos?, ¿para sentir nuestro cuerpo?, ¿para mirarnos internamente e interrogarnos sobre nuestra existencia? ¿Es posible distanciarnos de la demanda exterior para permitirnos pensar y reflexionar en nuestras formas de vida y nuestra satisfacción?
Pensar, sentir, encontrarnos con nosotros mismos en soledad, disfrutar nuestra única presencia sin ningún interés o propósito calculado, sin responder a un pequeño o gran Otro, sin compararse siquiera con nuestros propios ideales, sin otra exigencia que no sea sencillamente estar con este ser y este cuerpo que habitamos. Esto que no parece una ocupación productiva en tiempos de costo eficiencia, en que lo válido es aquello que nos produce ganancia económica y un lugar de éxito ante la mirada de los otros, puede ser la actividad más apremiante, sensata y salubrista en esta oportunidad que nos presenta la pandemia del COVID19.
Por qué no confrontar nuestros propios temores y preguntarnos: ¿qué es la soledad?, ¿por qué está desprestigiada en nuestros tiempos?, ¿por qué hay que huir de ella?, ¿a qué nos confronta?, ¿por qué le tememos? ¿Es acaso una insanidad? ¿Es una señal de fracaso en el mundo social o una patología?
El psicoanálisis es una invitación al encuentro con nosotros mismos, con nuestras luces y nuestras sombras, con nuestra propia historia en un contexto social, con nuestros motivos y deseos más profundos, con nuestras pulsiones, con lo que sabemos de nosotros y aquello que desconocemos, con nuestro inconsciente y todo aquello que constituye nuestra humanidad.
La tradición filosófica de Sócrates, en su aforismo “Conócete a ti mismo”, insiste en la innegable necesidad del autoconocimiento como camino para gobernarse a sí mismo y poner el pensamiento en el centro de mando de nuestra vida. El psicoanálisis descubre en la práctica de escucharse, de encontrarnos con nosotros mismos y con nuestras producciones inconscientes, una vía de acceso a nuestra más íntima realidad, la cual determina nuestra salud y nuestra enfermedad. La oferta de conocer nuestra propia verdad subjetiva, incluyendo aquello que no controlamos ni siquiera con la razón y que permanece siempre vedado, nos posibilita un mayor grado de libertad, de elección, de creación y quizá de mayor felicidad. Por tanto, aprovechemos esta virulenta oportunidad para escuchar en la soledad nuestros ruidos y nuestra música. Quizás esto nos fortalezca con una nueva sabiduría que nos orientará en el eventual encuentro con los otros. A fin de cuentas, la soledad es nuestra verdad más auténtica, la de todos. Nuestra alegría en el encuentro con los otros será más profunda a partir de este entendimiento. Somos soledades que nos abrazamos para bailar, reír, reconocernos, amar, odiar, celebrarnos y acompañarnos mutuamente.
¿Pero en qué medida la experiencia de la soledad se convierte en un dispositivo que nos capacita para una mejor vinculación con los otros? Y más aún, ¿cómo hacer de la soledad una experiencia fértil que potencia la vida y nos acerca a nuestro más íntimo deseo? ¿Cómo pasar de una actividad que podría encerrarnos en un circuito autoerótico cerrado, aliado a la pulsión de muerte, a un movimiento que nos dispara a una salida hacia afuera, al otro y a la creación?
El psicoanálisis nos ha mostrado que para nacer a la vida, hay que ser expulsados del lugar del confort y de la dependencia del gran Otro materno. Existimos gracias al Otro, pero nos constituimos en sujetos deseantes a partir de la lógica de alienación y separación. Algo hay que perder para encontrarnos. La soledad que potencia la vida requiere de un saber separarse y hacer un corte con los enganches afectivos e imaginarios con el otro para escuchar nuestros propios anhelos.
Podemos decir que para nacer a la vida como sujetos sociales y sujetos deseantes, es necesaria la experiencia de la castración. Para el psicoanálisis, la castración, lejos de remitir a un acto que esteriliza, hace referencia al acto de cortar o poner un límite a aquello que no nos permite acceder a nuestro propio deseo y vivir en conformidad con él. La metáfora del jardinero que corta y poda sus rosales para que crezcan con más fuerza y belleza, me acerca a este significado.
El deseo nace de la ausencia, es el resultado del encuentro con el vacío, con la pérdida de algo. Es un corte de vida que permite salir de una posición de objeto del Otro a una posición de sujeto dinámico y agente de su destino. Crecer puede doler, pero la experiencia de ser amados y de amarnos a nosotros mismos, nos provee el sustrato para encaminarnos a la tarea de construirnos y construir nuestra realidad más acorde con nuestras aspiraciones.
El psicoanálisis, sin embargo, no nos invita a un viaje en solitario. La experiencia de la soledad estará acompañada de la propia escucha a sí mismo, de la palabra que cercena los excesos en nuestro cuerpo real y de la posibilidad de otro en posición de analista que quiera acogerla. Simbolizar con palabras nuestras vivencias y nuestras angustias es una experiencia de castración. Para concluir, hago referencia a éstas palabras de Lacan en su escrito Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis (1953): “La palabra es la muerte de la cosa. Es decir, con el símbolo, queda anulado lo indefinido de algo real y luego, con esa muerte de la cosa de la cual la palabra es memoria, aparece el objeto sustituyéndola”.