Sobre el valor de las palabras
Me encamino por senderos imprecisos hacia una gigantesca escena de teatro; la del mundo, aquella que nadie como Shakespeare supo traducir en palabras. El mundo es un teatro y cada hombre representa su papel. Atrapados, pues, vivimos en la representación de la representación, que no es otra cosa que el mundo del comercio de las ideas, de las palabras y de los espíritus. Sumidos estamos en eso que solemos llamar la realidad, en virtud del poder de las palabras. Crear mundos… de eso sabe la literatura y por supuesto el teatro; lugar en el que todos somos mercaderes porque formamos parte de una red de intercambios con el otro, pero en particular por medio de ese gran otro, que es el lenguaje.
Una de las escenas que más me conmueven del vasto teatro shakespeareano se encuentra en El mercader de Venecia. Habla un personaje femenino, travestido de hombre. Habla Portia en el momento crucial de la obra, cuando hay que decidir entre cortar una libra de carne del cuerpo de Antonio, el mercader, para honrar el trato firmado, o pedirle a su enemigo acérrimo, Shylock, el judío, que le perdone. En ese preciso momento, la palabra de una mujer, camuflada con el vestido y la sabiduría de un abogado letrado, invoca algo insustancial: «mercy». En boca pues de una mujer algo que el lenguaje y la letra de la ley no contienen; nos da a pensar la obra. Algo desborda lo escrito, el cuerpo de la ley, y que no obstante se dice y se nombra. Para poder definirlo, hay que describirlo. Aunque no se ve, parece ser un atuendo del soberano, y mejor aún de la justicia soberana. Portia le explica al judío.
(¿Por qué Shakespeare le pide al judío lo que nunca nadie se ha planteado dar al judío? Es una larga historia, o si queremos, la historia misma de Occidente).
Pero escuchemos las palabras de Portia que, ante los ojos de todos, es un hombre llamado Balthazar. «Mercy» es pues la palabra de una mujer, la palabra de una mujer que interpreta la justicia, y a través de ella se nos explica a nosotros, todas y todos los espectadores de ese gran teatro, qué es lo que se juega en la escena de la justicia. No perdamos de vista que de lo que se trata en esta escena sublime, –no hay escena más sublime que la de la justicia, como lo saben todos los condenados de la tierra– es de aquello que “sazona la justicia”: «mercy seasons justice», dice Portia-Balthazar. Habremos entendido que estamos tratando de definir algo que está más allá del derecho. La justicia no es justicia si no viene acompañada de eso que esa mujer travestida en hombre llama: «mercy». La escena se abre y entra Portia. La escena por supuesto ocurrió hace cinco siglos, pero no pierde su pertinencia. Esta escena ocurre todos los días, es tan cotidiana en nuestros medios noticiosos, en nuestra Legislatura, en nuestros desacreditados tribunales, en la calle donde la gente es maltratada por pedir «justicia» o más aún «mercy». Cada vez que entra una voz pidiendo algún derecho, derecho a trabajar, derecho a estudiar, derecho a una educación pública de excelencia, derecho a vivir en paz y a pensar diferente, en realidad está pidiendo aquello que hace posible lo imposible: la justicia, y en ella aquello que desborda el cuerpo de lo escrito, por lo que el reclamo siempre, en nombre de la letra escrita, es declarado ilegal. Portia no invoca la ley. Pues ella sabe que la ley prohíbe, propone límites y concede compensaciones. Eso es lo que pasa al final de la obra de Shakespeare. No. Portia invoca pues eso… «mercy». Escuchémosla:
The quality of mercy is not strain’d It droppeth as the gentle rain from heaven Upon the place beneath. It is twice blest: It blesseth him that gives and him that takes. ‘Tis mightiest in the mightiest, it becomes The throned monarch better than his crown. His scepter shows the force of temporal power, The attribute to awe and majesty, Wherein doth sit the dread and fear of kings; But mercy is above this sceptred sway, It is enthroned in the hearts of kings, It is an attribute to God himself; And earthly power doth then show likest God’s When mercy seasons justice.(The Merchant of Venice, IV, i, Portia)
¿Qué cualidades le atribuye Portia-Balthazar a eso que llama «mercy»? Siendo muy renacentistas vamos del cielo a la tierra. Cierto. Pero ese no es el único trayecto de esa lluvia que cae, que no es forzada… que, en otras palabras, se da. El trayecto que me interesa es el que lleva al corazón, como aquel órgano con músculos, lugar tangible en el cuerpo a donde hay que ir a buscar lo justo: «It is enthroned in the hearts of kings». Yo traduciría, si tuviera que traducir «mercy», por «corazón». En el corazón, dice Portia, dice Shakespeare, en medio de un juicio que convoca a toda la ciudad de Venecia, pues opone a los hombres de negocios de la ciudad que representan precisamente el mercantilismo. Entre mercantilismo y cristianismo se debate el teatro shakespeareano. Al corazón entonces hay que ir a buscar aquello que sazona la justicia. El cetro o la macana son la representación temporal de la fuerza. Esa, a todas luces, para Portia no tiene ninguna grandeza. El cetro lo puede tener cualquiera, cualquiera puede vestirse de rey, cualquiera puede vestirse de abogado, cualquiera puede vestirse de oveja… En ello consiste el teatro, en el poder del vestido y de la representación que le es concomitante. Aunque como saben los buenos actores, no basta con vestirse. No obstante, Portia invoca y dibuja con su descripción algo sin lo cual la representación del poder y de la administración de la justicia no son. Es decir, Portia apunta a los límites de la representación, al déficit del que confunde el vestido con el cuerpo del rey.
Cuando digo y repito que, tantas veces, durante meses, he escuchado gente pidiendo eso… justicia, «mercy», «corazón»…, nunca he visto entrar en escena, en la escena política de nuestra maltrecha hasta los huesos democracia, un solo político que luzca como atuendo eso que Portia llama «mercy». Para los que leemos mucha literatura, las escenas siempre están plagadas de fantasmas, de estructuras libidinales que se pasean sin escuchar ni mirar su inconsciente.
Recreo ahora el teatro fantasmáticamente, el teatro de nuestra realidad, que se encuentra plagado de eso… de políticos que se visten de políticos y que confunden el vestido con la cosa como aquel que confunde las palabras con las cosas. Los escuchamos y vemos armados de un discurso espiritualista, del tipo, no muy original, «crisis de valores». Esa fue la expresión que usara el señor Gobernador, Luis A. Fortuño, para explicar el incremento en las cifras del crimen y asesinatos del país. ¿Qué debemos entender cuando se atribuye tal incremento a «la crisis de valores», deslizándonos así del discurso –también muy trillado– de la crisis económica a la crisis moral? No me interesa apuntar ni volver a señalar que «los valores» parecen ser el baluarte espiritual de las derechas conservadoras que inmediatamente nos quieren enviar a la iglesia para hacer recular el mal en el mundo. Aunque algo de eso sugiere Luis A. Fortuño al hablar de «valores». Alguien que no parece poseer eso que adorna el cetro, o la macana, «mercy», pero que de momento delega todas sus obligaciones de gobernador, entre ellas la de la seguridad de la población, a los «valores». A partir de ahí, se dice el que escucha, la tarea se presenta como insalvable, ¿pues quien puede meterse en el terreno de los «valores morales» de cada cual? ¿Cómo se hace para tener «valores»? ¿Cómo y cuándo una persona pierde eso que él llama «valores»? ¿Hay algún culpable de eso? ¿Adonde podemos ir a reclamar «valores? ¿En qué bolsa de «valores» venden esos «valores» que permitirían que ese perdido y excluido de la sociedad que es el que delinque pueda adquirirlos? ¿A qué precio? ¿Cuánto valen los «valores»? Y es que todo tiene un precio en el mercado de los negocios humanos. ¿A ver, señor Gobernador, nos puede decir cuánto está dispuesto a pagar su gobierno para que la gente pueda tener acceso a mejores servicios de salud, a mejor educación (PÚBLICA), a un tratamiento más humano de la delincuencia, de la criminalidad y de las drogas? Que quede claro, con los valores no se nace, los valores se aprenden, señor Gobernador.
¿Valor o valores? He aquí otra palabra de moneda corriente como «crisis», cuyas sutilezas se nos escapan en la vorágine de los periódicos y noticiarios que sólo conocen el consumo de la noticia y no el sosiego de la reflexión. ¿Nos podemos escapar del espacio del valor, del mercado de los valores, de los materiales o de los espirituales? Si le creemos a Marx, quien teorizó las relaciones económicas y para quien el sujeto se encuentra fundamentalmente determinado por el intercambio y la producción de bienes, si le creemos a Nietzsche, quien puso al desnudo el trastoque de valores que el cristianismo operó en detrimento de la vida plena, si le creemos a Freud, quien pensó la psiquis humana como un entramado de energías pulsionales, es decir, económicas, los humanos somos mercaderes porque estamos involucrados en una multiplicidad de operaciones de intercambio: intercambio de ideas, de pasiones, de afectos y de cosas. Todo el tiempo estamos intentado dar y recibir, obtener algo a cambio, valorando, evaluando, dispuestos a pagar un precio concreto o imaginario por nuestro deseo. Con Marx aprendimos lo que era la plusvalía, esa producción de una fuerza apropiable para el usufructo de otro y que ha determinado la historia del trabajo y del capitalismo. El hombre vende su fuerza de trabajo para producir bienes que adquieren un valor de cambio en el mercado. El mundo de los objetos, ese que Marx describe y que ve casi bailar detrás de la mesa del capital, produce a su vez explotación y por lo tanto injusticia y sufrimiento. Los objetos no sufren, sufrimos nosotros los humanos. He ahí el meollo de esta escena de teatro donde se enfrentan el valor y los valores. La diferencia siempre la hace «el corazón», con todas las operaciones de fetiche que el deseo pone en juego.
En 1939, el poeta simbolista francés Paul Valéry escribió una conferencia que tituló La libertad del espíritu. Una reflexión que le da continuidad a otros textos publicados muy temprano como La crisis del espíritu (1918), y que tan hermosamente analiza Jacques Derrida en Espectros de Marx. En 1939, como en 1918, Valéry sostiene que toda crisis económica es ante todo una crisis del espíritu. En el contexto convulso de la Segunda Guerra Mundial, prolonga ese argumento pero lo complica cuando se da a la tarea de definir el espíritu como espíritu de la libertad. Su ensayo es una radiografía de la merma de la actividad del espíritu. La fragilidad del espíritu se debe a su necesidad de libertad, un ejercicio que Valéry no adscribe al lenguaje del derecho. La libertad, que requiere de libertad política, «es difícilmente compatible con la idea de orden; y a veces con la idea de justicia», dice él. ¿Por qué? El espíritu necesita libertad para pensar, pero depende de un movimiento negativo que provoca desorden y desorganización. En ese movimiento negativo radica su fuerza y su fragilidad. ¿Pero, qué es el espíritu? El espíritu es un valor. Con el propósito de deshacerse de una concepción espiritualizante del «espíritu», Valéry recurre a una retórica económica anotando de paso la coincidencia entre el valor y los valores, el hecho de que nos valemos de la misma palabra para nombrar tanto el valor material como el valor espiritual. ¿Se trata de una casualidad, o debemos interpretar lo que la lengua dice y hace? Valéry no escribe pensando en el valor del espíritu, sino en el «valor espíritu»: «Así pues dije «valor» y dije que hay un valor llamado «espíritu», como hay un valor petróleo, trigo u oro. Dije valor, porque hay evaluación, juicio de importancia y hay también discusión sobre el precio que se está dispuesto a pagar por este valor: el espíritu.» Precisa:
No crean que me complazco aquí en realizar una simple comparación, más o menos poética y que, de la idea de la economía material, paso por simples artificios retóricos a la economía espiritual o intelectual. En realidad, si quisiéramos reflexionar sería todo lo contrario. Es el espíritu el que ha comenzado, y no podría ser de otro modo. Necesariamente es el comercio de los espíritus el primer comercio del mundo, el primero, el que ha comenzado, el que necesariamente es el inicial, pues antes de trocar las cosas, es necesario que se troquen los signos, y por consiguiente es necesario que se instituyan los signos.
No hay mercado, no hay intercambio sin lenguaje; el primer instrumento de todo tráfico es el lenguaje, se puede decir aquí dándole un sentido convenientemente alterado) el célebre enunciado: Al comienzo fue el Verbo. Fue necesario que el Verbo precediera al acto mismo del comercio. (La libertad del espíritu, Paul Valéry, 1939)
No me propongo entrar en las innumerables minucias argumentativas que tendría que desplegar aquí para situar en la modernidad el espíritu, la palabra y su legado cristiano. Tendríamos que comenzar con Descartes y, pasando por Hegel, detenernos en Heidegger. En el caso de Paul Valéry, el espíritu es de cierta forma cartesiano. Pero no del todo. Ahora bien, si algo tiene valor a los ojos de Valéry, es la actividad del espíritu, es decir, el lenguaje y todas sus fabricaciones. El desprecio del espíritu, por el contrario, concurre a la merma de lo que él llama «el capital de la civilización». El espíritu es el lenguaje. La actividad del espíritu es un comercio en el sentido de un intercambio en el que hay que realizar operaciones de valor.
¿Con qué pues tiene que ver «la crisis de valores»? ¿Habré seguido aquí un trayecto que por ciertas vías subversivas va del oído al corazón, para decir que la diferencia la hace el oído-corazón? Los poetas saben mucho de eso, y algunos han dicho que la poesía mora en la memoria del corazón. Vamos así del oído al corazón o del corazón a la memoria.
Sólo quiero solicitar en nuestra escena la entrada de esa justicia, aquella que desborda la letra y que nos paga no sólo una retribución que es simbólica, sino que también se hace majestuosa al dar lo que sólo se puede dar pues no se puede forzar: «mercy». En un país con un gobierno que le ha apostado tanto a la economía en su sentido más chato –entiéndase el lenguaje de los presupuestos, de los números y las cifras– como si un presupuesto no fuera también un texto interpretable, como si las cifras no fueran maleables y hablaran por sí solas –resulta que el Gobernador que nos ha convertido en ese otro que es “un bolsillo, en el que él va a poner dinero para [que] tú lo gastes”,– la retórica de los valores, es decir, ese apelar al espíritu, suena bastante hueco. Para quien le ha apostado tanto a los números sin el dolor de los cuerpos singulares «los valores» suenan como monedas falsas.
Epílogo
Al final, Shylock se niega, por supuesto, a concederle «mercy» a su enemigo. Es su respuesta a Portia, la cual le ofrece dinero, tres veces de hecho el valor de la deuda. Pero Shylock no lo quiere. Sólo quiere cortar una libra de carne a su enemigo, sólo ese gesto puede saciar su deseo de venganza. Durante toda la obra, Shylock es asociado a los bienes materiales, a las monedas y a la usura. Demonización del judío con la que Shakespeare paga los prejuicios racistas del público de su época. Le dejo a Shakespeare sus prejuicios, y me detengo en esto: Shylock ya no quiere ducados, quiere una libra de carne, es decir, una retribución simbólica: venganza. Y Portia nos propone lo que determina la justicia, lo que hace la diferencia entre la administración de la justicia y la justicia misma. Todo esto habrá sido un duelo entre «mercy» y venganza. Suma y resta de la cual derivamos una diferencia: el espíritu de la justicia.