Thank God You Are Not Black: El racismo en Minneapolis
A mis amigos, Juan Franco y Miguel Zenón
por la historia y la dignidad que llevan en la piel.
“Es el sol de hierro que arde en Tombuctú.
Es la danza negra de Fernando Poo.
El alma africana que vibrando está
en el ritmo gordo del mariyandá.”
(Luis Palés Matos, “Danza negra”)
En su libro titulado Racismo y odio del otro, Albert Memmi definió el racismo como algo social y general, además de trágicamente efectivo. El racismo, apunta el escritor norteafricano, es una patología social, una enfermedad cultural que prevalece porque permite que un segmento de la sociedad asuma un gran poder y control a expensas de otro sector desventajado. El racismo, al tener una una vida institucional, requiere de una respuesta institucional, es decir política. Una respuesta que transforme el sistema social y político americano.
El asesinato de Floyd me llevó a recordar el breve año que viví en Minneapolis, Minnesota. Llegué a esta ciudad del Midwest en junio de 2008, recién graduada del doctorado, en una época de crisis fiscal en los Estados Unidos, porque había conseguido un puesto en la Universidad de Minnesota como profesora visitante. Vivíamos en el norte de la ciudad, justo en el barrio que circunda el lago Calhoun. No tuvo que pasar mucho tiempo desde que nos instalamos en la que iba a ser nuestra casa por un año para darnos cuenta no sólo de que éramos los únicos hispanos en muchas cuadras del vecindario, sino además de que no éramos realmente bienvenidos a éste. Una de mis vecinas, muy cándidamente y hasta en un tono que buscaba complicidad conmigo tocó a nuestra puerta para regalarnos una botella de vino de bienvenida al mismo tiempo que me decía “Thank God your are not black.” Aún en mi indignación, y estado de schock, pude decirle “Well, we are Puerto Ricans, do you have a problem with that?” Nuestros vecinos jamás nos volvieron hablar. En nuestra calle, y las aledañas, siempre nos observaban con sospecha.
Éramos “lo desconocido,” los hispanos potencialmente peligrosos, éramos brown people de la que había que cuidarse. Una mañana de otoño, que en Minneapolis solían ser muy cortos ya que comenzaba a nevar en octubre, mi pareja salió a dar un paseo por el lago. Al llegar a la esquina de la cuadra de nuestra casa, saluda a una niña de unos cuatro años que jugaba en el patio delantero de la suya. Muy acorde con el discurso racista sobre los hispanos en Estados Unidos, la madre de la niña inmediatamente saltó del sillón de su balcón y le pidió a mi pareja que no volviera a saludar a su hija. ¿Qué habrá pensado esta mujer? Nos preguntamos. ¿Habrá visto a un pedófilo o a un violador? Al llegar junio de 2009, los vecinos de nuestra calle celebraban el famoso coockout del verano, quienes invitaron a mi pareja al evento recomendándole que saliera a la calle para que otros vecinos vieran que él, en efecto, era un residente de la urbanización y no un ladrón.
Ya integrada en la universidad, me sorprendió de manera negativa darme cuenta de que en Cornell, donde hice mi doctorado, había más diversidad racial que en la Universidad de Minnesota que es una institución académica pública. Durante el año que dicté cursos de literatura y cultura hispánica, en total cinco cursos, sólo tuve un alumno negro y una alumna de origen hispano. En mis cursos no había absolutamente nada de diversidad, lo cual representó para mí algunos retos en la enseñanza. Entre ellos que mis alumnos se reusaban a leer cualquier tipo de literatura que hablara sobre el sufrimiento del otro. Aquello fue un gran indicador de la cultura académica de esa institución.
Fuera de la universidad, nuestra vida transcurrió en Minneapolis explicando que no necesitábamos una Green Card para vivir allí y acostumbrándonos a que siempre nos siguieran cuando entrábamos a una tienda de ropa, zapatos o joyería para vigilar si estábamos robando. También hicimos amigos: Costarricenses, argentinos, negros americanos, y canadienses. No es una casualidad que compartiéramos historias similares sobre cómo bregar el día a día en Minneapolis; una ciudad tremendamente racista y racializada. Al norte de la ciudad, en los barrios afluentes, viven los “inmortales”. Al sur, en los sectores más pobres y olvidados, viven los negros, los mexicanos y los inmigrantes senegaleses, quienes día a día salen a las calles con miedo porque son catalogados como los parias de la ciudad y viven con el miedo de ser asesinados por la policía. Los hombres como George Floyd salen aterrados a las calles de Minneapolis porque conocen de cerca el legado de racismo de los Estados Unidos, la degradación y la humillación.
En Estados Unidos, el racismo es criticado por la mayoría de los políticos; está condenado por la ley y repudiado por los valores de igualdad, equidad y democracia. Sin embargo, los vemos todos los días en los barrios segregados y pobres, en las condiciones materiales indignas en las que viven muchos de los negros americanos, entre ellas las penosas condiciones de las escuelas, la falta de recursos para el cuidado de la salud y sobre todo en el sistema de justicia. En una entrevista en CNN el pasado 28 de mayo, Cornell West afirmó que Estados Unidos es un gran experimento social fallido en el que los negros americanos llevan sufriendo más de dos centurias. Se trata, en las palabras de West, de un sistema capitalista, militarista, materialista y racista de múltiples maneras que históricamente ha sido incapaz de garantizar y proveer una vida digna para los negros americanos.
El sistema social y político estadounidense es incapaz de transformarse. Ha habido en posiciones de poder negros americanos como Barack Obama y Condoleeza Rice, que se acomodaron al capitalismo y al militarismo, nos recuerda West. Asimismo, no debemos olvidar que durante la gobernación de Obama, en el año 2014, también fue asesinado por la policía de Ferguson, Missouri el joven de 18 años Michael Brown. ¿Hasta cuándo se va a seguir usando el miedo a la diferencia racial para justificar violencia, agresión, asesinatos y privilegios? Parecería ser, en definitiva, que el pasado 25 de mayo volvimos a ver una terrible verdad: Estados Unidos está trágicamente atado a lo que Martin Luther King, Jr. llamó “the startless midnight of racism”.