Torres Martinó en la Casa del Fuego
Este hombre no reposa, quien reposa es su traje.
Miguel Hernández
[Este texto se leyó justo frente al histórico Parque de Bombas, del Cuerpo de Bomberos de Ponce]
Aquí, en esta casa de puertas abiertas, y tarde en el siglo diecinueve como el imán en Macondo, se citó la luz del conocimiento y la técnica, que entonces se derraman sobre las nacientes industrias, con la llamarada del incendio. Fue la Feria Exhibición celebrada en Ponce en 1882 la que trajo al traspatio de la Iglesia, que por esos ratos también era Estado, esta estructura que se convertiría en 1885 en sede del Cuerpo de Bomberos.
Dos concepciones de mundo mal se acomodan en el mismísimo vergel de las Delicias. Un hecho objetivo es cierto. Este edificio, considerado adefesio y armatoste temporero por algunos, se adueñó para subsumirla, de una vez y para siempre, de la vista posterior del símbolo espiritual del poder español en la colonia. Desde la calle Cristina hacia la Iglesia, la cal y el canto, empalidecidos, enmudecen ante la estridencia visual del rojo y negro ponceño.
La construcción de un espacio ciudadano, como conjetura Quintero Rivera en Patricios y Plebeyos, es condición necesaria para la elaboración de un imaginario nobiliario: Ponce Ciudad Señorial. Esta es una de las incisivas observaciones, en Voz de Varios Registros, que Torres Martinó lega a la introspección ponceña.
Nunca vi, ni antes ni ahora, la reseña cruda del Ponce mulato, pobre y desastrado; una que habría que elaborar desde el miradero de la miserea. (ibid. p. 62)
Es la pugna sorda entre dos mundos. De ahí que Ponce sea fuego por partida doble.
De entrada, y como los Soles del Sur, un fuego primigenio llamea horizontes e ilumina, como el Día, aposentos. Y, antojadizo ante el descuido o la asechanza, arrasa vida y hacienda. Es también elemento definitorio de la cocción del centro de la tierra e intimidación de un Juicio Final que cuenta Dante de la mano de Virgilio.
Pero hay otro fuego que es flamígera pasión y compromiso. Tras él Prometeo se aventuró por la dura senda del martirio y Adán y Eva perdieron la inocencia. Y, aferrado a ese otro recién llegado a la existencia que es el ser humano, moldea personalidad, forja carácter, arrulla cariños. Es la llama que flamea en el pecho de los bomberos de Ponce de cara a la disciplina acusona de la jefatura de bomberos y al que me importa autoritario de los militares estadounidenses aquel 25 de enero.
De esa sustancia buena, sensible y amatoria se nutre este artista y narrador ponceño que nos convoca para un hasta luego en su tránsito por el corazón del pueblo.
Por estas calles anduvo el primero de los fuegos deglutiendo 106 casuchas en febrero de 1820. Regresó en marzo de 1845, para asolar ochenta de cada cien estructuras del poblado Playa de Ponce.
Hubo otro el 25 de enero de 1899. Pero éste, más que fuego primero, fue pasión, heroísmo y compromiso de aquellas dieciséis manos ponceñas hijas del sudor y del trabajo.
Los militares estadounidenses, ejecutores del fuego imperial, llegaron impregnados de pólvora, con sus mulas de Arkansas repletas de dinamitas y, como para El Viaje del Elefante, cargaron con pacas de heno para sus setecientos mulos y doscientos caballos. Irrumpieron con granadas de mano y balas de cañón, quizá para desparasitar con certeros disparos, lo que fotografiaron y describieron, en su embrujo civilizatorio, como un pueblo de mulatejos vagos, esqueléticos y adiposos.
Con sus hierros y celéustica, Wilson y sus bisoños de Wisconsin se acomodaron como pudieron, y sin pedir permiso, en la cuadra formada por las calles Salud y Trujillo y Comercio y Cristina; donde luego otros de los suyos mandarían a construir, como monumento fallido al olvido, la mole que alberga la Ponce High.
Eran las nueve de la noche. Heno, pólvora y dinamita alimentaron la pedestre desidia.
¡Fuego en el Polvorín!
Y ante el fuego, siete bomberos callosos y un civil, desobedecieron la cobardía de los militares invasores que le impidieron el paso y las amenazas de corte marcial por los compinches del patio. Aquellos ochos, además de desalojar municiones, dinamita, pólvora y aguar los festines al heno, cargaron a hombros a los militares idiotizados por el pánico de verse acorralados y delatados por las chismosería de las lenguas del fuego. Ni Juan Seix a la sazón Jefe de Bomberos, ni Pedro Juan Parra a cargo de la Séptima Brigada a la que pertenecían los bomberos héroes, estuvieron en el lugar de los hechos.
La sociedad encumbrada de Ponce, encarnada por sus señoritos mandones, que parecen haber acuñado el aire señorial de la ciudad, como sugiere Toño Torres Martinó, no estuvieron dispuestos a arriesgar su pellejo frente a las insistencias del endemoniado incendio. Fue la negrada y la peonada. Y es de esta gente silente, salida del trabajo, sin nombres, que surgirán los héroes del 25 de Enero y los que el pueblo ponceño reconoce, a pesar de la insistencia de la historiografía del procerato y de la mañosería política de dejarlos sin voces.
Este mismo pueblo, anónimo, es hoy al que se recurre para salvar del moho insidioso y del liquen pardo, amarillento y corrosivo que fagocita los cimentos, forjados bajo la dirección de la buena mano de Rafael Ríos Rey, del mural Héroes de Ponce que desfallece en la pared oeste de lo que fue ayer el Parque de Bombas en la calle Cristina.
Respecto a esa apatía gubernamental y sus consecuencias trágicas sobre el acervo de esta expresión pictórica, advierte Torres Martinó que de su siembra solo se salvó el mural del comedor de la Escuela Julia de Burgos en Carolina.
Así, con su consecuente ejemplo de desprendimiento y su coraje para la correspondiente acción en favor de los demás y lo correcto, este artista de registros surtidos, sin afán de lisonjas, llega a este perímetro del fuego, donde Tavares regó su adiós en 1886, con las manos llenas para todos. No pide, da.
Hoy, con su regreso, este ponceño inmenso sirve de inspiración y requiere formarnos en comisión para dialogar y colaborar con las autoridades ponceñas para acelerar el rescate, de una vez y por todas, de esa alabanza de Ríos Rey a los héroes sin voces.
Hoy Rafael Ríos Rey y los ponceños reciben el abrazo solidario de Torres Martinó para reforzar los magníficos empeños de Néstor Murray-Irizarry y la Casa Paoli.
De esta manera, como sostiene el poeta pastor, muy a pesar del deletéreo franquismo:
No hay muertos. Todo es vida: todo late y avanza.
Muchas gracias.