Un día nada extraordinario
Diciembre 9 de 2009 fue un día normal y corriente, nada particular. A las 5:00 AM la Milla de Oro, el distrito financiero del área metropolitana de San Juan, estaba todavía tranquilo, pero el olor de los autos que empezaban a acercarse fue suficiente para despertarme en El Monte Sur.
Preparé el desayuno y el almuerzo de Carla al ritmo de más y más autos que se acercaban a nuestro edificio. A las 7:00 AM, Carla, mi hermano y yo tomamos desayuno para unirnos a la corriente de autos y bocinas camino a El Condado, el área turística de San Juan donde está localizada Robinson School. Mientras los padres dejan a sus hijos en la curva del estacionamiento de la parte trasera de la escuela, turistas peatones disfrutan de la vista de la fuente de agua, el jardín del patio frontal de la escuela y acabaditos de despertar, hasta pueden mirar el mar abierto desde las ventanas de la habitación del hotel.
No tenía tiempo suficiente para volver a casa atravesando la Avenida Ashford como hago de costumbre. Así que perdí la oportunidad mañanera de echarle un vistacito a “La ventana al mar”, el único pedacito de Condado donde un hotel o un condominio no limitan el acceso visual al mar abierto. Además, también tuve que saltar la rutina de ejercicios en Gold’s Gym, mi segundo ritual de la mañana. El primero es un rito expansivo que me permite ver el horizonte infinito más allá de mí misma. El segundo es una experiencia introspectiva a través de la modelación, contorsión y castigo masoquista del cuerpo. Siempre que transito por la Ashford intento no perder el instante y espacio preciso para mirar el mar, pero evito todo contacto visual cuando hago ejercicios. Cuando tengo el valor de mirar, tengo la sensación de que frente al gimnasio, los conductores que transitan por la Avenida Muñoz Rivera nos ven como habitantes de un zoológico urbano, un montón de buenos para nada saltando de máquina en máquina como los monos.
Ayer no pude jugar al escondite de mirar y taparme los ojos; acompañé a mi hermano a recoger el gato de mis padres en la oficina del veterinario a las 8:30 AM. Congo arañó la pierna derecha de mi mamá y como es muy peligroso para una diabética, tuvimos que llevar al gato al veterinario para que le sacara las uñas y pudiera seguir viviendo adentro de la casa. Ese viaje a la Avenida Roberto Clemente y Rolling Hills fue un raro intercambio. Les devolvimos el gato a nuestros padres mientras también se despedían de mi hermano que regresaba también a su propia jungla en Boston. A las 11:00 AM volví a mi casa en El Monte Sur. Le deseé a Gamaliel un feliz viaje de vuelta a Boston y Jaime nos llevó a Danilo y a mí a la universidad a las 11:20 AM. Mi hijo se fue a su clase. Yo paré en la torre para participar por un ratito de una manifestación pacífica contra la violencia organizada por los estudiantes de Administración de Empresas.
Me vestí con una falda y camiseta blanca como todos los asistentes; una expresión dramática contra la oscuridad de la violencia creada por nuestra propia maldad institucionalizada: la injusticia, la avaricia y la alienación que no permite mirar más allá de uno mismo. Estuve un rato frente a la torre Teodoro Roosevelt, una construcción del “Spanish Revival” (renacimiento español) que tiene un círculo de cobre con todos los emblemas de los países latinoamericanos en el vestíbulo, el águila americana en el centro superior de la entrada frontal, y los emblemas de la universidad más antigua de América del Sur (Universidad de San Marcos), la universidad más antigua de Estados Unidos (Harvard) y el de la Universidad de Puerto Rico. Las esculturas de un hombre con un libro en la mano y una mujer con un diploma representan la promesa de la educación. La Señora Justicia está en la base de una de las cuatro columnas de la entrada frontal de la torre, acompañada de otras tres esculturas alegóricas: Arte, Ciencia, Educación y Farmacia.
El sueño de la modernidad se mantiene firme y petrificado en este minarete hispanoamericano, mientras la demostración pacífica que se llevaba a cabo afuera es un grito de esperanza por un futuro mejor en el cual una mujer o estudiante puedan caminar libres más allá de las paredes de la universidad sin cruzarse con balas perdidas o tiroteos de vendedores de droga que abandonaron la escuela intermedia para jugar con armas. La Señora Justicia, Educación, Arte y Ciencia no son competencia para Miss Farmacia. Harvard, UPR y la Universidad de San Marcos no son nada para esos niños que solo ven fármaco-‘blimblines’ al final del túnel. Somos todos perdedores en este mundo con tantos ojos que miran y son bien mirados mientras tantos otros caminan en la sombra. A veces me pregunto si esos nenes que juegan con fuego han tenido siquiera la oportunidad de mirar más allá de los muros que rodean la universidad, tal como yo forcejeo para atisbar el mar interrumpido por condominios, casinos, hoteles, cada cual más alto y luminoso que el otro gracias al poder de la energía eléctrica. La torre Teodoro Roosevelt de la Universidad de Puerto Rico con dos estatuas cargando un libro y un diploma son pálidos íconos, difíciles de vender en Disney o en Las Vegas.
Entre 1:00 y 7:00 PM enseñé tres clases mientras Jaime llevó a mi hermano al aeropuerto y recogió a Carla en Robinson School. Fue la última clase del semestre y discutimos Candide de Voltaire. Dediqué un tiempo a analizar las relaciones entre distintas narraciones, desde el Génesis, la Edad de Oro, El Dorado y Trapalanda, hasta el mito de la modernidad. No tengo que decir que las aventuras de Candide fueron disfrutadas por mis alumnos, precisamente porque les provoca la risa en un distanciamiento de ese y este mundo perverso que les ha tocado vivir.
A las 7:00 PM Jaime nos recogió en la UPR a Danilo y a mí y nos llevó a El Monte Sur. Ellos se quedaron en casa y yo agarré el volante para llegar a Punta las Marías para la última reunión del 2009 del Consejo de la Union Church of San Juan. Todos los documentos de mi comité fueron aprobados y manejé de vuelta a El Monte Sur a eso de las 10:30 PM. Estaba lloviendo a chorros y decidí no regresar a casa atravesando Ocean Park, mi última oportunidad de echarle un vistazo al mar abierto. Regresé a casa por el Puente Teodoro Moscoso. Estaba tan oscuro y nublado que ni se veía la Laguna San José. De vuelta a casa, entré a Facebook y me enteré que Jaime y Carla estaban celebrando con “pisco sauer” chileno mi segundo año de supervivencia del cáncer. Hace dos años había estado inconsciente durante seis horas. Debo de admitir que aunque nunca pueda rescatar esa página en blanco de la memoria, he recuperado la capacidad de vivir, apreciar y recordar cada detalle de un día cualquiera. ¡Qué memoria más corta! ¡Nada extraordinario!
Rabell, Carmen. Crónicas para matar el cáncer. San Juan: La Secta de los Perros, 2012. 139-144.