Un karaoke rockero y juvenil en la ciudad universitaria
Venías con Herminio, el fotógrafo, de pasar un sofocón cocolo y burdo en el patio de la barra El Boricua con estudiantes y guardias encubiertos que escuchaban en vivo la orquesta El Macabeo.
Escapando de aquello, más alante, esquivaste un show de Spoken Word bien heavy y rabioso en Mondo Bizarro, y así fue como caíste en un extraño karaoke en las entrañas under del Club 77; la guarida de los rockeros de Río Piedras.
No cantaste de inmediato porque no te sabías la letra y no entendías bien la movida. Primero te tenías que acomodar a la atmósfera, que era fría, con baches oscuros que iluminaban intermitentemente, en aquel cajón rectangular negro, los rayos láser de colores rojo, azul y verde, levemente solidificados por el viejo truco de la máquina que lanza humos discotequeros.
En vez de darle rienda suelta al galillo desafinado y ya, te pusiste a descifrar a los kareokeros durante varias semanas de los meses de mayo y junio, en los desahogos que se dieron después de las asambleas de la huelga estudiantil.
Ellos iban allí a dejarlo todo frente al escenario vacío, cantando de espaldas al público los éxitos rockeros de sus adolescencias, cuyas letras bajaban contra el telón de la pared del fondo. Llegaban a bailar, a contarse historias entre la música alta, a beber y a joder el parto, pero como protagonistas de un ritual artístico popcomunitario; una ceremonia no oficial de los corillos y las corillas que avivaba la experimentación plena de una libertad juvenil y noctámbula a través de la música, el jangueo y la danza bajo el lema: “Cualquiera canta”.
Cuando te diste cuenta de eso, y empezaste a mangar los múltiples significados de aquella movida más o menos autorganizada y cuasiespontánea, suspendiste toda reflexión de la complejidad social de la noche riopedrense en medio de una huelga universitaria y pediste un tequilazo. Para bregar con aquello había que salirse de los cabales y alterarse los sentidos, o se escribiría otro recuento de clichés inofensivos. El fotógrafo, loco por que te soltaras la trenza, al fin, después de haberte quitado gabán y corbata, invitó ese primer palo.
Súbitamente lubricado por himnos rebeldes duros como “Sabotage”, de Beasty Boys, así como por la dulzura engañosa por “Valerie”, de Amy Winehouse, y por el shot de tequila reposada que te sirvió el bartender, buscaste a Herminio para tratar de hablar del estricto orden de la historia que se contaba, pero él ya andaba por otro lado cazando kareokeros jóvenes en pleno éxtasis tras casi 60 días de reivindicaciones políticas y ocupación de las trincheras del Recinto.
El bellaqueo conceptual que te envolvió de repente ante el vértigo de la ausencia de plan editorial fue lo que te provocó el verdadero hundimiento en aquel charquero semanal de despojo masivo.
El junte estaba específicamente diseñado para que cada cual soltase su canción favorita solo, a dúo o a trío, sin importar cuán ridículos podían verse performeando clásicos de desobediencia, insurrección, duda existencial, amor con locura y miedo en un simulacro un tanto charro que los acercaba como fans a los pies de las estrellas, a los talones de los grandes ídolos del género como Queen, Rage Against The Machine, Cerati y David Bowie, entre otros, como si ese toque los elevara de la categoría espectadores comunes a la de divas especiales –y con causa– por algunos segundos.
El escurridizo fotógrafo apareció sentado de lo más tranquilo en un taburete de la barra y tú aun nervioso. Con una camarita bien discreta, prácticamente invisible, fue tirando con calma el shooting del público disfrazado de farándula, sin el afán de equipo de anuario de la high school con el que los kareokeros retrataban sus bonches, sus grupitos de amistades, en acción divertida porque, –como ellos eran panas unidos por las ganas de rockear–, pues parte del fun y del tripeo de kareokear también era parar las interacciones por segundos para escoger y subir a las redes las mejores fotos que los delataban cantando y bailando, orgullosos de su babilla como performeros de un instante, según la legendaria profecía del maestro Andy Warhol.
El “Vuela Vuela”, del grupo mexicano Magneto, te voló la cabeza, porque los machitos entraron en los manerismos y los aspavientos sin miedo al qué dirán, y las nenas fomentaban que las voces subieran de tono hacia una posición de juego y manipulación de los dos polos heteromasculinos-femeninos en revuelo mariposil, así que finalmente te perdiste en los detalles de aquel fiestón mezclado, a la vez estréit y queer, en el que las voces y los cuerpos fingían muequitas de desafío, movimientos reminiscentes del relativismo ochentoide tipo “nothing really matters”, y se tiraban grititos bien diabólicos y metálicos que en el próximo verso pasaban a ser bien inocentones y angelicales, alternando ambos registros en la misma pieza que desvanecían en estrofas lindoxidadas entre chismecitos, risitas, grajeos y consignas como “no me llames Iupi, llámame candela”.
La adrenalina inyectada por el recuerdo televisivo del programa Objetivo Fama y tus escapadas a las barras decadentes del nacionalismo noventoso pre Fiel a la Vega se entrecruzaron con el rush de un disco party de niños burgueses bien arregladitos en la sala de una casa vacía de Hato Rey con losetas criollas en los acordes de “Sweet Dreams” de Eurythmics.
Pero la melancolía de los chiquillos inteligentes sin futuro que no querían ser iguales al montón de autómatas triunfantes rápidamente se apoderó del espacio, atravesando toda mente-cuerpo, todo cuerpo-alma, en medio de la nada de una ciudad condenada porque está “vacía” y un país quebrado “sin remedio”. ¿Qué mejor contexto para declararse allí mismo rockero, ponko y Sex Pistol?
Menos mal que Gibrán, el organizador del karaoke y la página de Facebook @TuEscena.tv, documentalista de los conciertos de las bandas locales independientes, sabía cómo manejar con intervención mínima tus altos y bajos sentimentales de los intérpretes. Era todo un veterano.
Además de operar con un teclado inalámbrico el proyector que lanzaba la imagen de las líricas contra el telón de fondo como si aquello se hiciese solo, Gibrán se encargó de tapar los baches y los momentos “awkward” de aquellas noches, como cuando se tiró un solo pagano de “Vamos a la Playa” de Righeira para encender los ánimos caídos, cuando bregó con los loquillos que tacharon varios títulos de canciones en la lista para colarse y cuando puso una segunda voz en “What Is Love”, de Haddaway, para acompañar a un chico.
Esos pequeños detalles del maestro de ceremonias sostuvieron la pesadez de los temas interpretados con bastante licencia poética por los muchachos, que entre coros torcidos y fábulas de gente jodida parecían cargar los pedazos de la isla rota sobre sus hombros, aunque se les volvían a caer sin que pudiesen recogerlos.
Sumido en al menos la mitad de la depre del “Jeremy” de Pearl Jam y una cuarta parte del pujilato interno de “Smells Like Teen Spirit” de Nirvana, te fuiste para el patio exterior a tratar de “chilear”, comerte algo sin gluten que te ofreció desde la ventanilla de la cocina la chef del restaurante Filo, y escuchar a los muchachos darles nota y “quemar” a los que terminaban de hacer sus “papelones”, según decían.
El regreso del patio fue bien fuerte porque una amiga te pidió que la acompañases en un dúo y te tocó entrar en el papel del que se deja llevar por una propuesta insensata, –porque tú no cantabas ni cumpleaños–, pero con valentía, pa’ lante, porque ella estaba bien triste, y se miró en tu espejo de aparente reflejo estoico para armarse de valor y pasar cuatro minutos vocalizando un tema como “Zombie”, de The Cranberries, que la transportase fuera de este mundo ridículo, pero anclada aquí, porque no hay salida tan fácil de esta prisión injusta, así que te pusiste sin queja pal qué vamos a cantar, amiga, escoge tú.
Desde que entré estoy pensando en esa, dijo. Ok, dale, esa misma es. Vamo a meterle, y las interioridades de los dolores de cada cual, y los placeres secretos de ambos, y el deber de hacer aquel acompañamiento en la forma más natural y sincera, como si fuese eso posible, te acabaron de relajar lo poquito que te faltaba por ablandarte y te entregaste con ella full para torturar el sufrimiento aullando hasta hacerlo sufrir a él, por hijo de puta, por torturador.
Durante ese acompañamiento, te fijaste bien en los kareokeros que tenías detrás y al lado, que se cantaban entre ellos la misma canción al oído, suavecito, unos a otros, o se acomodaban en forma coral para sacársela de los pechos en un alboroto que no igualaba a la vocalista de The Cranberries ni pal carajo, y bailando desenfrenadamente, poniendo las manos como si golpearan la guitarra eléctrica o los palos de la batería, hasta hacerlas sangrar, vomitando un reguero de rabia anestesiada, porque no hay quien la soporte sin atontarse un poco en un karaoke como aquel, perdido en la ciudad y olvidado por la normal mayoría entre lo más intrascendente:
It’s the same old theme since nineteen-sixteen
In your head,
In your head they’re still fightin’
With their tanks and their bombs
And their bombs and their guns
In your head, in your head they are dyin’
In your head, in your head
Zombie, zombie, zombie
Hey, hey
What’s in your head, in your head
Zombie, zombie, zombie
Hey, hey, hey
Oh, oh, oh, oh, oh, oh, oh
Hey, oh, ya, ya-a
Pero lo bueno de aquellas sesiones kareokiles con Gibrán era que se fundamentaban en la famosa máxima terapéutica roquera: “The Show Must Go On, y lo demás es parking”.
Tan pronto se acabó la canción que los había hecho mierda, pero que también les había arreglado las entrañas angustiadas, llegó otra que los restableció en la farsa del fandango cotidiano. Y, gracias a los amigos auspiciadores y el fotógrafo, dos tequilazos adicionales.
Con la épica de “Bohemian Rhapsody” se impuso el clímax de las paradojas.
El pronunciamiento público de que vivías como muerto en vida, hecho un zombie, marioneta del poder y rey sólo de lo abyecto oculto, marchando en una parada negra entre entornos clasemedieros y universitarios como héroe sacrificial de la revuelta apocalíptica por mandato del padre vengador, te sirvió de embocadura para soltar por la garganta la cruda realidad fantasmagórica en un arrebato coral a lo Freddie Mercury, nada menos, qué osadía, qué cojones, con desafinamientos, pero con arreglos muy hermosos y burlescos que le sirvieron al británico como andamiaje para narrar la desgraciada historia de un asesino por accidente que hizo un pacto con el maligno.
Travestido en joven de provecho y luchador con cuatro puntos en sociales y en humanidades, ciudadano magna cum laude del Estado Libre Asociado, pero jangueador en tugurios subterráneos y en plena resistencia feliz y nostálgica al orden establecido, te sentiste como un niño malo y nihilista por unos segundos; todo un temita de karaoke.
Imaginaste que pertenecías a una horda de justificadores de lo grotesco más injustificable, de los horrores más terribles, como Amy, protagonista de “Rehab”, pero con una sonrisa fresca y trágica que te cruzaba la cara, justo en el momento de recogerte a buen vivir porque al otro día abrirías la oficina y regresarías al trabajo.
Playlist
Nota de la Editora: Esta crónica se publicó originalmente en Puerto Rico Indie.com. El playlist fue trabajado en Spotify por Alfredo Richner.