Un país de escombros
En la historia de los pueblos ocurren ciertos eventos capaces de cambiar el rumbo que lleva su vida colectiva. Circunstancias que conminan a los miembros de una comunidad a poner en duda preceptos dados por ciertos durante décadas. Dificultades que les exigen efectuar un impostergable examen de su conciencia colectiva, para poder salir del atolladero. Emerge entonces el simbolismo de una idea que les abre ventanales a nuevas esperanzas compartidas. O ejemplos de entrega que les iluminan el camino de lo que hasta entonces se les había ocultado. O bien, la reconexión de afectos que energizan el potencial latente de cierta esencia negada de sí mismos.
Se trata de circunstancias que por su profunda huella, no les abandonarán ya nunca, inmortalizándose para siempre como parte de su narrativa colectiva. El paso a esa nueva existencia puede producirse luego de sucesos estimulantes o angustiosos; de bautizos o carimbos. Situaciones que podríamos interpretar como el producto de la suave compasión de un ángel o de la destemplada furia de algún dios. Son eventos que pueden ser esperados o imprevistos, añorados o evadidos, cuidadosamente planificados o brutalmente fortuitos.
Sea como fuere, la vida es la que decide cuándo y dónde alzará telones para permitir que el cotidiano drama tras bastidores de los pueblos pase a ocupar el papel principal en el inédito libreto de su porvenir. Queda de parte de los pueblos la responsabilidad de demostrar entonces la sustancia de la que colectivamente están hechos y aquello que unidos son capaces de afrontar. Ante tales encrucijadas, son los propios pueblos los únicos responsables de trazar cual será el rumbo de su nuevo devenir: el de la superación o el de la perdición.
El Huracán María muy probablemente marcará uno de esos jalones históricos que habrá de definir cuál será el futuro del pueblo puertorriqueño. Ese fenómeno, nacido de la naturaleza pero alimentado por las consecuencias de la glotonería capitalista mundial, azotó nuestro país con agria violencia. María nos atacó despiadadamente en momentos de extrema debilidad. Llevábamos una década de recesión económica y nos encontrábamos a tan solo un año del arribo de otra vehemente tormenta, esta vez de origen congresional, pero igualmente alimentada por la glotonería del capitalismo. El huracán estacionario PROMESA, giraba sobre nosotros con la clara animadversión de cebar con nuestro despojo la escandalosa e irresponsable gula de los buitres. Entonces, como para cerrar el círculo de nuestra perfecta desventura, María convirtió a un pueblo social, política y económicamente devastado, en uno físicamente destruido. Si ya no lo éramos totalmente, luego de María, sin duda, somos un país de escombros.
Los y las boricuas vivimos entre los escombros producidos por un modelo económico colonial fallido dirigido a beneficiar al capital norteamericano, mientras que condena nuestro potencial autóctono al enanismo, el marginalismo y la dependencia. Vivimos entre los añicos del derrumbe de un sistema político de supuesto gobierno propio, que no aguantó el mas mínimo golpe de la demoledora federal, cuando mantener la ficción del auto-gobierno dejó de servir a los intereses de Estados Unidos. Nos desplazamos tratando inútilmente de esquivar las ruinas de una clase política servil, corrupta, incompetente y esencialmente improductiva. Yacemos entre los herrumbres de una sociedad achacosa y desmoronada que desde mediados del siglo pasado padeció la emigración de prácticamente la mitad de sus familias. Subsistimos bajo los vidrios rotos de la mal llamada Vitrina del Caribe, detrás de la cual el imperio exhibía el espejismo de un país encomiable; ocultando con ello para el mundo y para nosotros, nuestra indignidad, confusión y miseria. Y ahora, nos vemos concretamente rodeados del paisaje de escombros dejado tras su paso por María, que demolió gran parte de nuestra ya maltratada infraestructura física.
No hay duda de que nuestra situación de ruina no admite pasividad. Debemos apresurarnos a reconstruir el país, pero, ¿cuál país? ¿El de las instituciones coloniales falaces y quebradizas que nos sumieron entre sus escombros? ¿El que nos imponen desde afuera diseñado para beneficio ajeno y precariedad nuestra? ¿El que se suprime a sí mismo y se desvive por imitar y no por ser? ¿El que promueve el dogma neoliberal de que la vida es una competencia eterna de unos contra otros buscando cada cual su beneficio personal? ¿El de la política como un ejercicio de corrupción y auto-promoción a expensas del pueblo, por políticos coloniales que han hipotecado irresponsablemente nuestro porvenir?
Quizás ahora con María, en vez de continuar copiando modelos externos y de apostar irracionalmente por el auxilio de manos salvadoras foráneas, por una vez seamos capaces de mirar hacia adentro, para encontrar la ruta de ese nuevo país que seremos capaces de edificar sobre los escombros del que hoy padecemos. No tenemos que ir lejos, la respuesta la tenemos delante. Tomemos conciencia de la inconmensurable labor titánica de reconstrucción que han desarrollado cientos de miles de vecinos que voluntaria y desinteresadamente se han encargado de socorrer a los necesitados, de abrir caminos bloqueados por árboles caídos en sus comunidades, de colaborar mano a mano con otros para reparar sus viviendas, de compartir energía, agua, hielo y alimentos, de procurar a los amigos y vecinos, de sacrificarse con esmero al servicio de refugiados y damnificados desconocidos, de quienes mas allá del deber, laboran hasta el agotamiento para restablecer los servicios básicos a la población. Esas actitudes nobles y solidarias, esa capacidad de unidad y colaboración, ese compromiso con los desamparados, ese sentido de amistad y familiaridad comunitaria, esa vocación de servicio desinteresado y esa satisfacción que produce el ser capaces de concretamente ayudar al prójimo; tiempo atrás las ostentábamos como representativas del carácter esencial de las hijas e hijos de esta tierra. Las mismas, hemos visto que siguen todavía aquí, y que florecen espontáneamente cuando, en vez de ser suprimidas, se les da la oportunidad de manifestarse.
Afianzar esas conductas empáticas y los valores en los que se fundamentan debiera ser punto de partida de nuestra reconstrucción como pueblo, la cual necesariamente tendrá que producirse por mano propia. De nuestra capacidad de canalizar, fortalecer y potenciar ese quehacer cooperativo, sacrificado y solidario dependerá el que podamos emerger de entre los escombros.
Pero también tengamos claro que si no reorientamos los rumbos de nuestro derrotero histórico, existe otro país posible y aún mas insufrible que nos espera. También de ese ya hemos visto la manifestación de sus primeros vientos. Ese es el país del desarraigo craso, el de la enfermiza dependencia paralizante, el del quejoso engreimiento infantil, el del impúdico canibalismo social, el del desvergonzado aprovechamiento del esfuerzo ajeno, el de la insensata violencia autodestructiva, el de la antisocial delincuencia institucional y callejera. Por eso, continuar apostando por la dependencia, el individualismo y la supresión de un propósito colectivo que parta de nuestra boricuidad, será nuestra derrota. O aprovechamos las presentes circunstancias para redirigir nuestro rumbo como pueblo, o estaremos condenados a continuar siendo un país de escombros.