Verano
I
No sé por qué pensé que se llamaba Quintessentially London. Puede que me confundiera el que la sede original de este servicio internacional de concierges está en Londres, la ciudad que antes del Brexit albergaba más billonarios que ninguna otra y la única en la que la contemporaneidad más estridente convive junto a la pomposidad más cursi. En cualquier caso, fue en diciembre del 2015 que Quintessentially abrió una pequeña oficina en el Condado. Las Navidades en las que plantaron bandera en Puerto Rico terminaron con las Fiestas de la Calle San Sebastián más concurridas de su historia. Con ese bullicio, también de clase mundial, más de alguno debió expresar la angustia inconsciente de lo que se nos venía encima. Hasta las cartas de la flemática Junta eran aún cordiales.La oficina de Quintessentially está ubicada cerca del Hotel Vanderbilt, uno de los dos hoteles adquiridos en el 2014 por John Paulson, el mismo que ocupa el escalafón 170 entre los billonarios del mundo y quién sirvió de asesor económico al presidente Donald Trump durante su campaña. Paulson dice que ha invertido 1,500 millones de dólares en bienes raíces en Puerto Rico. Alberga la esperanza de que muchos mega ricos quieran venir a vivir la vida que Quintessentially les sugiere y las Leyes 20 y 22 fomentan. El exclusivo servicio de concierges no llegó rápido a San Juan. Tras quince años de servicio habían abierto sesenta sucursales en todo el mundo antes de considerar a Puerto Rico un destino digno. Dice la compañía que están a la disposición de sus socios en sitios tan disímiles como Angola, Mongolia o Ucrania; es decir, en cualquier sitio donde alguien inimaginablemente rico pueda interesarle pasar un par de noches. Cada oficina atiende un número fijo de clientes y cada cliente puede contar con un mayordomo dispuesto a cumplir con las exigencias que impone el mantener un nivel de vida inimaginable para el resto. No estamos hablando de hazañas rutinarias como conseguir un par de taquillas para un concierto agotado o una reservación en un restaurante al que no le quedan mesas, sino de tener 24/7 a alguien que lo mismo puede servir de agente de bienes raíces, que conseguir un jet privado, organizar un evento, redecorar cualquier espacio o mandar a construir un batimóvil. No es una exageración: lo del batimóvil lo leí en una de sus reseñas.
El portal de la oficina local es bastante más modesto. Ofrece una membresía limitada de tres meses para quienes les interese conocer a Puerto Rico de un modo que todos nosotros desconoceríamos profundamente. Por ejemplo, esta buena gente de Quintessentially se ofrece a recogerle en un helicóptero y llevarle a dar una vueltita por el Cañón de San Cristóbal, allá entre Barranquitas y Aibonito. Luego de varias piruetas por la Cordillera Central a lo Avatar, le sacan en un dos por tres al suroeste, para que pueda ver cómo los farallones rosados de Cabo Rojo cambian de color con los destellos de la tarde. A tiempo para la puesta de sol lo dejan en Isabela en manos de un chef que le tendrá lista una cena de cinco platos con las cantidades de vino correspondientes. Si los acantilados y los atardeceres no es lo suyo, le tientan con la alternativa de una excursión a Culebra en una avioneta privada o de llevarle a La Mina en El Yunque por lo que imagino será también un camino privado. Eso sí, el almuerzo incluido en cada aventura lo prometen sin privación alguna. Aquí la idea es estar o ir, pero sin mezclarse con la gente. Y, si se puede, ver las cosas desde arriba o al menos desde lejos. Esto es: la vida como si fuera un cuadro impresionista con guía incluido. Si al caer el sol alguien sigue con ánimo para la aventura, ofrecen una visita a la bahía bioluminiscente de Fajardo en un kayak con fondo de cristal, ya de por sí muy refulgente. Otra vez, el guía local debidamente cualificado en todo tipo de flora y fauna es parte de la oferta.
Seguramente todas estas vueltitas servirán para que el mayordomo asignado le conteste todas las preguntas sobre las beneméritas Leyes 20 y 22 a las que alguien acaba de rebautizar en Twitter como el Puerto Rico Mojito Arrangement (PRMA). Seguramente le dirán que Sotheby’s, fundada también en Londres en 1744, tiene ya dos oficinas en Puerto Rico. Por supuesto, que si se hace socio de Quintessentially no tiene porque contactarlos. Ellos mismos le buscan alguna casita con yate y todo, y hasta quién se la rediseñe y redecore, como la mismísima baticueva si ese fuera su estilo o como la guarida de Alíbaba y los cuarenta ladrones. Si decide regresar y recomenzar su vida aquí, volando por encima de nosotros seis meses al año, seguramente aterrizará en el discreto aeropuerto de Isla Grande y permanecerá felizmente ajeno a las escaleras mecánicas que están siempre fuera de servicio en el Aeropuerto Luis Muñoz Marín. Tampoco verá el tumulto de gente que se arremolina a despedir a los que se van. No verá a los que arrastran las maletas y cargan los ositos de peluche de sus hijos. Nadie le contará que intentan escapar una vida en donde todo les cuesta demasiado y en la cual nos van dejando con demasiado poco.
II
Si lo abarcas de un golpe con la mirada parecería que te vas adentrando en un asentamiento provisional, a un colorido campamento de refugiados con gente que se tira sobre alguna sábana vieja o cocina en una esquina en algo que hace las veces de un BBQ. Mientras una busca su espacio entre la algarabía, puede ir reconociendo los núcleos de afinidad por la manera en que las sillas se juntan bajo el más mínimo pretexto de sombra. Entre grupo y grupo hay también enclaves unicelulares que delimitan sus escasos tres pies de arena con alguna toalla, un bolso grande o una silla plegable. La ocupan o la atisban desde el agua. Nadie osaría moverla de sitio.
El mar al que peregrinamos en esta época es un pretexto para juntarnos sin necesidad de interactuar demasiado. Vamos como íbamos de niños a la casa de una abuela compartida entre muchos primos, con la esperanza de encontrar un rincón tranquilo donde escabullirnos. Realmente es más fácil ir al mar que visitar a cualquier abuela. No hay necesidad de vestirse. No hay que tener la agilidad de esquivar amablemente la misma pregunta impertinente. No tenemos que asegurarle a nadie que la comida estaba muy rica aunque no repitamos. Ni siquiera tenemos que mirarnos de frente, como resulta inevitable cuando estamos sentados en una mesa. Frente al mar todos miramos al mismo sitio, a algún punto distante en el horizonte más allá de los toldos y las sombrillas, de los intentos de conversación, de los niños que flotan en un patito de hule gigante y de los cuerpos que momentáneamente se atraviesan.
En el otro lado del mundo y para estas mismas épocas, los japoneses organizan excursiones de domingo para ir a apreciar el musgo. Los pobrecitos deben estar cansados de las vistas magníficas al Monte Fuji, de los paseos en primavera bajo cientos de cerezos florecidos, y de las aguas termales de Jigokudani en las que los ya célebres macacos se refugian en invierno cubiertos de nieve. Por esto es que los japoneses caminan juntos por algún bosque hasta encontrar un claro cubierto por alfombras naturales de distintos tonos y texturas. Se arrodillan a examinarlas con el mismo espíritu reverencial con el que parecen hacerlo todo. Se miran admirándose y se sientan a escuchar al musgo. Nosotros solo podemos venir vez tras vez al mismo mar que todos escuchamos. Al mar que es solo agua cálida y paisaje turquesa, que no se parece en nada al límite azul de los mapas y que no es capaz de imponer entre nosotros frontera alguna. Al sumergirnos junto a los demás, lo único que perdemos es la sensación del peso con el que la gravedad nos castiga a todos. Estos días de playa y compañía nos dejan recalentados y reconvencidos que el mar no es dulce, como tampoco lo son los vecinos; solo que a ratos parecen ser incapaces de fiereza alguna.
En la arena de alguna playa nuestra comunión con la naturaleza abraza el estruendo de cientos de voces acalladas por el ruido de las motoras acuáticas, por algún ladrido sofocado, por las canciones de moda, por el cantarino rozar de las fichas sobre alguna mesa de domino, por las risas de los niños, los rítmicos golpes de una pelotita sobre las paletas y las campanillas del vendedor de helados. Ahora el trance colectivo de una contemplación que alcanzamos solo través del aturdimiento es interrumpida por un sonido nuevo. A lo lejos alguien apunta a un helicóptero.