Vidas desperdiciadas
Los inmigrantes, y sobre todo los recién llegados exhalan ese leve olor a vertedero de basuras que, con sus muchos disfraces, ronda las noches de las víctimas potenciales de la creciente vulnerabilidad. Para quienes les odian y detractan, los inmigrantes encarnan —de manera visible, tangible, corporal— el inarticulado, aunque hiriente y doloroso, presentimiento de su propia desechabilidad. –Zygmunt Bauman. 2005. Vidas desperdiciadas: La modernidad y sus parias. Barcelona, Paidos.
Maribel fue a buscar a sus hijos en la casa de su suegra, quien los cuida durante el día mientras ella y Julito trabajan. Linda, la mayor, se pone el cinturón de seguridad en el asiento trasero del vehículo, para estar al lado de su hermanito de apenas un año, quien va amarradito en su asiento de seguridad. Como es de suponer, Maribel mira constantemente por el espejo retrovisor para velar a las dos criaturas y asegurarse de que todo marcha bien.
Son las 6:30 de la tarde y el tráfico en la carretera número dos de Mayagüez a Hormigueros se mueve a una velocidad mediana, entre treinta y cuarenta millas por hora. Por enésima vez, Maribel mira por una fracción de segundo la escena de los dos hermanitos desde el retrovisor. Ahora sólo recuerda escuchar un ruido sordo y ver como se quebraba el cristal del parabrisas para mostrarle la ensangrentada cabeza de un hombre cuyo cuerpo torcido fue lanzado al pavimento por la acción del golpe, el rebote y el frenazo. Varios conductores salieron al auxilio de Maribel quien no paraba de gritar desesperadamente y de hamaquear a los niños para cerciorarse de que estaban bien. Otros transeúntes trataron de asistir al infortunado, pero era evidente que nada se podía hacer por él. Alguien tomó una camiseta vieja del baúl de su auto y se la lanzó en la cabeza para taparlo.
Me he inventado los nombres, pero es un evento que, lamentablemente, sucede con cierta frecuencia, aunque desconozco el dato preciso. Le sucedió a ella ese día, como me pudo haber pasado a mí. De hecho, he contado unas cinco veces en las que he estado cerca de encontrarme en la situación de Maribel, e incontables otras en las que he observado a otros conductores maniobrar desesperadamente para que no les sucediera.
Ellos son personas que cruzan las carreteras del país con la desfachatez de quienes ya no les importa nada, gente convencida de que sus vidas están desperdiciadas y sólo son redimibles con una muerte violenta. Los temerarios, usualmente en pequeñas bicicletas, intentan esquivar vehículos en medio del tráfico. Los apostadores, a su fin, juegan a una extraña ruleta rusa donde salen disparados a cruzar la calle sin reconocer la dirección del tráfico y el color de los semáforos. Los apáticos cruzan la carretera con una mezcla letal de sopor, arrebato, desidia y rabia, enfrentándose a cada auto sin importarles nada. Los desesperados corren arriesgadamente de un extremo de la infamia al otro para darse un cantazo o inyectarse con heroína, con la “tecata”; y así obtener un gramo de locura y envolverse en un instante de éxtasis. La urgencia de su condición los lleva a atravesar el río rápido de autos que devora carretera y gente. Alguno de ellos, cae en las fauces de uno de esos vehículos… era de esperarse. Desde los residenciales públicos, las zonas de pobreza y los pastizales que esconden hospitalillos de toxicómanos, se mueve una masa de gente que apuesta a la muerte todos los días. No hay otra manera de explicar el flujo errático de estos seres, cuya temeridad parece decir: “A ver, pásame por encima, arróllame, mátame.”
¿Quiénes son? No lo sé con certeza. Esa es la historia que invento en ausencia de una mirada etnográfica precisa. Zygmunt Bauman parece tener la respuesta en su libro Vidas desperdiciadas: La modernidad y sus parias (2005, Paidos, Barcelona). Es un texto que debemos releer en estos días aciagos de la crisis mundial y el colapso de sectores tradicionales del capitalismo del siglo veinte, los cuales se han desbordado en los albores del nuevo siglo. Se trata de una sociedad que produce cosas inútiles, o lo que es peor, personas inutilizadas que son desechadas: seres humanos residuales. Son seres superfluos a los que el estado debe mantener por medio de dádivas para que no desaparezcan, para mantenerlos justo ahí.
Las vidas desperdiciadas son un precio a pagar por tener el estilo de vida que tenemos. Bauman, casi sugiere que, para que exista el nivel de vida de las clases medias, el proceso de producción capitalista tiene que sacar a los residuos, que son a su vez un sobrante del proceso de producción. Es con esa perspectiva que uno tendría que mirar a la diáspora, como hicieron hace algún tiempo Manuel Maldonado Denis, Ricardo Campos y otros. La construcción y producción –material, humana e ideológica– de la clase media puertorriqueña necesitó sacar a los “residuos”, e inclusive, crearlos y enviarlos a los Estados Unidos.
La modernidad y la migración son dos caras de la misma moneda, pues el proceso de modernización requiere del éxodo de grandes masas del mundo rural al urbano, y de los países de la periferia a los del centro. A muchos de los que se quedaron en sus territorios, en distintas partes del globo, se les sometió a vejaciones y al exterminio. Los espacios fueron y son reestructurados demográficamente con prácticas de dispersión, expulsión y eliminación de los residuos del sistema en las unidades estatales-nacionales. Es una historia triste y difícil.
Bauman, también pincela en su libro los rasgos más tristes de la emigración. La diáspora, sobre todo la de los primeros días, produce una pobreza extraordinaria y envía más desechos al vertedero, es decir, a los márgenes del orden, que en ocasiones está en las afueras de la ciudad. Es en la frustración de las afueras –por ejemplo, en los banlieues de París– donde se cuece la violencia y la rabia. Es allí donde el estado se fortalece con su mano dura, para mantener a los pobres a raya, para que no pasen para el lado de acá, al mundo del orden, de las comunidades con control de acceso, de las urbanizaciones caras. Es allí, donde se libra la guerra contra las drogas. Es el mundo que, en el imaginario cinematográfico de la película Banlieue 13, hay que hacer estallar en pedazos. Sin embargo, por todo el globo, el ejército de mal llamados “viciosos,” anda por todas partes, incluyendo las urbanizaciones donde vive la clase media y la clase alta. En fin, ellos no son residuos. Papá y mamá siempre los han tratado de acomodar en el sector de los servicios con algún amigo o colega que los librará de la letra escarlata D, de desechos.
Humanos y materiales, son homólogos en la dimensión de los residuos. La sociedad industrial ha construido su capacidad para producir ganancias por medio del diseño y producción de aparatos desechables a corto y mediano plazo. Teléfonos móviles, procesadores, máquinas para reproducir música y videos, y televisores son ejemplos de aparatos de corta duración, determinada por su utilidad y por su vigencia técnica. En dos años habrá mejores artefactos, más pequeños y más rápidos que harán de los que tenemos, adminículos obsoletos. Lo que permanece obsoleto no sirve ni se puede rehusar como tal, a menos que se devuelva a sus formas originales: plástico, sílice, metales, cristales y humanos sin trabajo. Los humanos que no han sido incorporados a los procesos de trabajo del capitalismo industrial y posindustrial, a veces suelen vivir de sus desperdicios, rescatando los retazos y residuos, procesando basura. Es de ahí de donde viene el vocablo alemán lumpen, que significa retazos. Karl Marx, quien tenía una admiración intelectual profunda por la fuerza tecnológica y productiva del capitalismo, despreciaba a los desechos y a los sectores sociales que representaban el desperdicio, es decir, la vida no productiva. Es por ello que desarrolló la categoría social del lumpenproletariado, para identificar a quienes se mantenían con el trabajo no productivo, con faenas al margen de la legalidad, y en la vida licenciosa.
Por otro lado, los residuos son “consumidores fallidos” que cuando son separados de sus salarios, no aportan a un mundo dominado por el consumo. El estado benefactor, además de mantener a los residuos, le transfiere a ellos la capacidad de consumir para su sostén, pero también para pasearlos por los pasillos del consumo y transferir esos dineros a las empresas, en el campo de la circulación de mercancías.
Tal vez, la reflexión más importante de Bauman se refiere a la naturaleza del capital, o sea, de su necesidad de subsistir usufructuando el tejido de las sociedades no capitalistas. Una tesis vieja, tan vieja y tan vigente, a mi entender, como la obra de Rosa Luxemburgo, quien advertía, en 1921, que el capitalismo vivía de esas formaciones sociales diferentes; pero sobre todo de su ruina, de lo que se extraía, dejando tras de sí escoria, desperdicios y desechos. De esa manera, era posible la acumulación de capital a escala global. Para ser felices con nuestros teléfonos móviles, para aumentar nuestra capacidad de hablar por largo tiempo sin cargar sus baterías, es necesario abrir la tierra, expoliarla, envenenarla; esclavizar y explotar a la mano de obra, satisfacerla con prostitutas; desechar a los sidosos y vender coltán en los mercados locales y globales, para que finalmente en la China ensamblen nuestro teléfono. El coltán es la combinación de los minerales columbita y tantalio que se usa en la construcción de condensadores electrolíticos los cuales facilitan la carga de electricidad en dispositivos de uso común, como teléfonos, reproductores de música, GPS y otros. Si usamos la lógica de Bauman, podemos argüir que nuestro patrón de consumo crea desechos materiales en regiones distantes como el Congo, tal y como debe ser, lejos de los hogares de la clase media y la clase alta. La producción de coltán es un eslabón de una larga cadena de residuos humanos en el Congo y en Ruanda: los cadáveres de lo que se conoce como la Segunda Guerra del Congo. Tal vez la lucha es por recursos minerales, como el coltán, pero tal vez son viejas rencillas tribales que van creando otro recurso importante: espacio para vivir. La práctica de ciertos conflictos armados (sobre todo en luchas étnicas) en varias regiones del mundo y África Central consisten en el genocidio y la expulsión de la gente al otro lado de la frontera. Cuando no, la gente misma se convierte en bazofia de la política internacional, es decir, en refugiados albergados en campos de concentración bajo las condiciones más paupérrimas. Como una barcaza de desperdicios tóxicos, nadie los quiere en su puerto. No hay gente más marginal, en todo el sentido de la palabra, que los refugiados, que son a su vez producto y subproducto. Según Bauman, la industria más próspera de los países de los márgenes consiste en producir refugiados.
En las sociedades del capitalismo avanzado, la condición de las vidas desperdiciadas adquiere otra dimensión. En un principio les llamamos “una reserva de mano de obra” que el capitalismo guardaba ahí, para usarla en su momento. Un recurso de mano de obra barata que el estado mantiene para que no se desborone la capacidad de la industria para obtener plusvalía. Bauman usa una crítica certera para subrayar que estos residuos, los que ya están adentro, no tienen sitio a donde ir, no pueden ser deportados, no pueden emigrar a otra parte. Es por ello que la sociedad no tiene otra alternativa que albergarlos en lugares donde esos residuos puedan disponerse. Es allí, en lo que el sociólogo Loic Wacquant llama los hiperguetos, donde son almacenados. Los hiperguetos, según Wacquant, no son albergues de mano de obra, sino vertederos, pues esta gente ya no tiene valor político ni económico para las clases medias y las dominantes. Los hiperguetos se construyen con modelos carcelarios, como casas de arresto, con un “perímetro férreamente vigilado por patrullas de seguridad y controles autoritarios.” La discusión de Bauman, así como la de Wacquant, la podemos usar para hacer una descripción detallada de los residenciales públicos y la política del estado en Puerto Rico, con su intervencionismo, su ojo panóptico y su guerra armada. Si somos una sociedad donde prima el consumo, hay que proteger entonces a esa relación de compra venta donde el comprador es la figura central. Es por ello que la guerra contra las drogas, la televisada, es una guerra contra los que venden, no contra los que compran. Sólo se levanta la voz quebrada de Papo Cristian, líder de los residenciales públicos y de los pobres que los habitan, reclamando que se vayan a las urbanizaciones de las clases acomodadas a intervenir con los que capean (compran) droga en los puntos.
La sociedad se ha dedicado, arguye Bauman, a construir contenedores herméticos donde se guardan a los refugiados del capital: unos son los hiperguetos (por ejemplo, los residenciales públicos en Puerto Rico) y los otros son las prisiones. Es por ello que, las condenas son para los condenados, para quienes no pueden negociar, los que no tienen representación legal decente, los residuos sin el capital educativo ni cultural para moverse fuera del perímetro de la pobreza, o de la prisión. El perfil social de quienes ingresan a las prisiones los identifica como productos de los hiperguetos y de las comunidades marginales donde el nivel educativo y económico los remite a esos encierros. Reinciden, vuelven, permanecen en las instituciones penales, las cuales están diseñadas, según Bauman, no para retener a los desperdicios, sino para destruirlos, física y espiritualmente.
Pienso en las frases que he escuchado en la calle, en los barrios, en las parcelas, en el hipergueto, que para muchos sólo queda, la prisión y la muerte. Eso es lo que pienso cuando los veo cruzar y transitar erráticamente por la carretera número 2, cuando estoy casi seguro que de alguna manera quieren disponer de sus vidas en un accidente. Los he esquivado varias veces, sobre todo a los que desesperadamente van en busca de la “tecata,” esos que transitan obnubilados por el deseo y la urgencia. Me preocupan los otros, los que cruzan con amargura y rabia, los que saben que ya no hay nada que los apacigüe. Los que de alguna manera saben que nuestra sociedad los ha convertido en vidas desperdiciadas.