Víspera de Reyes
(crónica veraz de un suceso)
Tres casas a la izquierda de mi residencia vive un viejo de raras manías. Respalda el alcoholismo de un deambulante cantor que pasa todos los días frente a mi hogar, arrastrando su carrito de supermercado, para luego dormirse -frente al hogar del señor cuyo nombre no quiero saber -utilizando un coche de bebé como su cama.
Este extraño viejo, regordete, bajo de estatura y de calva abuelística, también tiene amantes osadas. Una de ellas acude de cuando en vez a su casa para reclamarle a grito abierto que «salgas de la putatecata esa que te está robando los chavos».
La voceadora tiene el cabello rubio teñido, siempre anda armada de un teléfono celular y lo amenaza constantemente de «llamar a la Policía para que saque a la putatecata esa de mi casa», mientras agita sus brazos llenos de pulseras doradas, con manos ensortijadas al hastío.
«Después de tanto esfuerzo que me tomó todo esto, tú metes a ese cuero en tu casa, so cabrón y me dejaste en la calle», le reclama siempre a gritos la peliteñida.
Pero hoy, la reacción de la putatecata, quien es mucho más joven que la peliteñida, viste mahones ajustados a su nalgaje fiero no obstante decadente y pendular, no se hizo esperar. Salió con las manos engarrotadas, cuales uñas de buitre, para «llenarte la cara esa de uñas, ¡viejapendeja!».
«¿A que no te atreves a brincar la verja esa?…¡putatecata, puñeta, que me quitaste todo lo que tenía!», increpa la rubia desaforada.
Envalentonada por la presencia inmediata de su viejo amante -que jamás interfiere en las riñas de amor entre sus queridas- la putatecata intentó saltar la verja para agredir a su rival. Sin embargo, la viejapendeja, con gran habilidad estibadora, logró devolver a su lugar de origen, y sin razguño alguno, como si fuera un saco de papas ligero y desechable, a la iracunda atacante.
«¡Esto lo voy a resolver un día de estos! ¡Puñeta! ¡Si no lo hago yo, lo hace la Policía! ¡Contigo voy a acabar putatecata bicha!», gritaba caminando calle abajo la peliteñida, ensimismada a su bejuco móvil de la suerte.
«¡Aló, aló!», escuchaba desde mi balcón esa voz que desaparecía con la silueta de la peliteñida, hasta que ya no fue más.
Apenas podía ver la escena a plenitud: la horizontalidad macabra de este cajón prefabricado en el que me toca vivir sólo me deja efectuar un tiro. Mis perras ladraban como en Año Nuevo.
Entonces el chirrido enmohecido de una verja anunció el escape de la putatecata, quien de la mano de su viejo eterno y acompañada de su maleta negra, desapareció. Quedó triste y vacía la casa de amor, con sus portones y verjas abiertas a la demencia y la desidia.