«Stand clear of the closing doors, please»
«Today, as never before: the tramps, the downs-and-outs, the shopping bag ladies, the drifters and drunks. They range from the merely destitute to the wretchedly broken. Wherever you turn, there they are, in good neighborhoods and bad».
–Paul Auster
Hay días en que parece que se ponen todos de acuerdo para entrar por turnos sincopados y precisos al vagón del tren en el que viajo. Otros pasajeros –tal vez más preparados para sortear las trampas de la vida nuyorkina, tal vez simplemente menos interesados en ella– toman medidas preventivas para evitar el contacto y utilizan como escudo sus audífonos, un libro, la tableta electrónica, el periódico, dos agujas y un ovillo o se arman de papel y lápiz para adelantar su tarea mientras llegan a destino. A mí, sin embargo, me agarran por lo general desprevenida.
Son madres de algún crío que cuelga de una teta paupérrima, locos de atar que anuncian teorías disparatadas con ojos saltones o babas en las comisuras, borrachos y adictos que sortean con torpeza los vaivenes del tren, viejas cargadas de bolsas que parecen arrastrar una tonelada de recuerdos, tramposos, traqueteros, ambulantes, desahuciados y mucha gente hambrienta. Pero también artistas callejeros de todo tipo, músicos buenos y malos, fanáticos religiosos, cuenta cuentos y contorsionistas. Todos pululando entre las gentes, los trenes y las ratas, como si cualquier cosa. Si alguien me cuenta que vio en el metro al eslabón perdido, no seré capaz, ni por un instante, de ponerlo en duda. Todo es posible y probable en los túneles de la Autoridad de Transporte Metropolitano de la Gran Manzana. Doy fe.
Es obvio que algunos piden pero se las arreglan para conservar la dignidad y el orgullo mientras exponen su caso, ejecutan un acto o venden sus mercancías de dudosa procedencia. La mayoría de ellos están presentables, se expresan con corrección y explican su situación con elocuencia. Parecen aducir que con las monedas recibidas serán capaces de levantarse de un modo que muy pronto los ubicará justo al lado de nosotros, los pasajeros regulares (otra especie de fauna no menos diversa, de la que a lo mejor hablo otro día). Otros, por el contrario, se ven instalados sin esperanza en su miseria. Esos -los más jodidos, porque no hay otra palabra- se tiran a dormir en algún recodo ajenos al ajetreo, inmunes al ruido, ya ni siquiera piden porque ya ni les importa, a veces hay que insistirles para que acepten un pedazo de pan o un billete, se encuentran tan vencidos que cuesta creer que todavía viven.
Sin embargo, hay veces que aparecen prodigios increíbles, como la señora regordeta que canta unas arias celestiales en una de las estaciones del West Village. En más de una ocasión he dejado que se me vayan los trenes, tres y cuatro veces corridas, porque sería imperdonable hacerle un desplante a la prima donna en pleno performance. O aquella cabaretera venida a menos que se lanzó aquél strip tease fenomenal en pleno tubo del «A» expreso y a toda mecha hacia el aeropuerto, con pompones en los pezones y plumitas en el culo. Esa muchacha se topa cualquier día de éstos con los del Moulin Rouge y se hace millonaria en París, recuerdo que pensé aquél día. Y ni hablar de los break dancers que ponen a volar gorras y zapatillas Nike por todo el vagón atestado, sin pegarle a ninguno de los pasajeros ni perder el ritmo con los frenazos. Pero de entre todos destaca ese señor chino que toca el serrucho cual Stradivarius en Canal street, y que es capaz de conjurar un silencio sacro santo en lo que vienen y van los trenes con su estruendo de chatarra.
Hace muchos años (creo que ya no pasan esas cosas) se subió un viejito en Grand Central y abrió cautelosamente un maletín del cual sacó un monito entrenado para hacer unos saltos muy bien calculados sobre su hombro. Al lado viajaba una madre con un niño pequeño que comía un plátano ante el ojo inquieto del primate. La tensión se podía cortar con una tijera en aquél vagón porque todos, creo, nos imaginamos que el animalito se le iba a lanzar sobre el chico para arrebatarle la comida, pero para nuestra sorpresa, cuando el niño – emocionado ante el acto circense improvisado- le ofreció la fruta como recompenza, éste miró a su amo, esperó la aprobación e hizo una pirueta de agradecimiento antes de aceptar. Ese día hubo una avalancha de bravos y aplausos en plena hora pico.
Pero también están los enojados con el mundo, que empiezan bien pero se prenden de medio maniguetazo. Comienzan contando su historia pero, cuando se percatan de que pocos les colaborarán, se lanzan a pregonar los males de los que vamos a morir todos. «Anybody, from any walk of life, can become a homeless person someday, and it doesn’t mean you are better than me» dijo una veintena de veces ante la cara de todos y cada uno de los que no le dio nada el ex veterano que se subió al F este lunes por la mañana. Y hubo que hacer silencio, porque tenía razón.
Y por cada desplazado del infierno metropolitano hay también un loco, de esos que hablan solos y que deciden despotricar contra el mundo en público sin piedad por nada ni nadie. «Fuck, fuck, FUUUUUUUUUUUUCCCCKKKKKKK«, suelen decir ellos y pensar todos los demás. Esos son capaces de llevar al borde al más cuerdo. ¡Es que dan ganas de tirarse al frente del próximo tren que llegue a la estación para acabar de una vez y por todas con la cruel tortura! «Are you Jesus Christ? Tell me, tell me, are you Jesus Christ? I am looking for our Lord, I need him. Are you Jesus Christ?» preguntaba una vieja hace poco, hasta que alguien le dijo –menos por grima que por la legítima exasperación que provocaba la octogenaria– que se bajara en la próxima estación y caminara hasta el parque, que él lo había visto por allí hacía un rato.
Todos los días millones de personas se desplazan veloces, como hormigas laboriosas por las tripas de la ciudad gótica. Unos viajan hacia algún destino, otros van a ninguna parte.