¿Violencia qué? ¿Violencia quién?
Los vídeos de El Nuevo Día-en línea demostraron escenas de un reciente episodio de la serie de ataques policíacos contra estudiantes huelguistas de la Universidad de Puerto Rico efectuados a lo largo de los últimos meses. Que este breve episodio involucre acciones de desobediencia pacífica no lo hace menos perturbador que las imágenes de las numerosas agresiones cometidas por la Policía contra estudiantes manifestantes durante el tiempo que lleva la huelga, incluyendo las agresiones sexuales contra mujeres estudiantes también mostradas en los vídeos de El Nuevo Día.
La secuencia a la que me refiero muestra la interacción entre huelguistas sentados en actitud no-violenta, admirablemente disciplinada y los policías encargados de suprimirlos. Los huelguistas actúan por el libro, permaneciendo inmóviles, evitando hacer el más mínimo gesto posible de interpretarse como “agresivo” o “amenazante”. Y los policías, al menos en esa escena, también actúan, a todas luces, según el manual que indudablemente sirvió para adiestrarlos, es decir, se ve que siguen un “procedimiento”. Y eso es lo monstruoso de la interacción exhibida. Encierra más violencia que las palizas y los ataques sexuales recibidos por los estudiantes de parte de la Policía. Vemos a ambos bandos, manifestantes y represores, involucrarse en un procedimiento convertido en técnica de no-violencia, donde el choque de los cuerpos y las armas, susceptible de politizarse como pasaje al acto en que el opresor ataca y el oprimido responde, es sustituido por el procedimiento de anulación de los cuerpos acorde a rutinas burocráticas que imposibilitan el acto, convirtiéndolo en trámite.
Y la pena es que el oprimido colabora con los procedimientos que anulan su propia potencia de pasaje al acto y lo absorben dentro de la ley burocrática. El oprimido colabora así con el procedimiento que lo convierte en un problema técnico, de cómo manejar, neutralizar y disponer según convenientes criterios fisiológicos, legales y “éticos” de ese exceso irreductible que constituye un cuerpo rebelde, en resistencia. El opresor no deja de usar su dispositivo de fuerza en tanto y en cuanto mantiene sus armas como amenaza real y presente y como garantía de su monopolio de la violencia, mientras aplica unos procedimientos supuestamente terapéuticos para disponer de los cuerpos de los manifestantes pacíficos. Esos procedimientos en verdad constituyen una extensión del monopolio estatal de la violencia y al mismo tiempo una pantalla técnica que despoja el exceso político del pasaje al acto por parte del sujeto antisistema. Vemos en el vídeo cómo los policías aplican técnicas de reducción del cuerpo del protestante que comportan, precisamente por su carácter metódico, una pérfida cooptación del cuerpo-en-resistencia como cuerpo-manejable y maleable a las técnicas del biopoder, con lo que se cancela su exceso, su fuera de lugar con respecto al espacio estatal. Vemos cómo los policías sujetan las cabezas, cuellos y brazos de los manifestantes, aplicándoles agarres de presión anatómicamente calculados para someterlos mediante el dolor, sin necesidad de propinarles golpes causantes de heridas o hematomas. Mediante movimientos que paralizan a la víctima debido al dolor, se procede a esposarlos y transportarlos al centro de detención donde serán “legalmente” procesados. La víctima se pliega a este proceso y se deja hacer, cumpliendo su cometido de protestar mediante el gesto de no abandonar voluntariamente su protesta aunque sí acepta ser removida involuntariamente. El gesto del manifestante es digno, pero la manera en que su inmovilidad se conforma a fin de cuentas al dispositivo de seguridad del Estado, sumada a la manera en que éste también escenifica su gestión represiva como mera técnica de disposición de cuerpos que obstaculizan su funcionamiento, causa perturbación. Perturba que el acto de ocupar la calle, tan determinante para el imaginario político y contestatario moderno, se reduzca a un problema operacional de manejo de cuerpos y espacios al cual el Estado responde higiénicamente.
Todo ello nos lleva a pensar que la no-violencia como táctica exclusiva de lucha, aunque puede tener gran efectividad en ciertos momentos, también permanece dentro de los límites de la violencia estatal y se somete a ella, alimentando, de hecho, sus expansión deletérea como procedimiento falsamente ético y no violento. El Estado de antes, en las épocas de Gandhi y de Luther King les caía a palos y a balazos a los pacifistas. El Estado desnudaba así su brutalidad, lo que a veces comportaba su desgaste político a largo plazo. Ahora se utilizan procedimientos que reducen al sujeto que protesta a cosa tramitable y procesable, sin necesariamente incurrir en el desmadre abiertamente abusivo de antaño. Claro, se trata de una tendencia, que de hecho no ha predominado en el curso de los sucesos huelgarios de la Universidad de Puerto Rico, pero para muestra con un botón basta; la escena a que nos referimos despliega en unos segundos los límites de la desobediencia pacífica asumida como táctica exclusiva y convertida en método y procedimiento.
¿Entonces qué? ¿Significa esto que toca optar por la violencia? De ninguna manera. Significa más bien que no sirve la oposición binaria violencia/no-violencia, que vale la pena más bien preguntarse si tal oposición es o no parte de la ideología que sustenta al Estado capitalista-colonial. Significa también que vale la pena pensar la violencia más allá de la “ética”, más allá de un menú de conductas malas y buenas, éticas y antiéticas que estuvieran a la libre disposición del individuo. La violencia es mucho más que un tipo de acción definible a partir de ciertos rasgos y consecuencias (que conlleva fuerza destructiva, etc.). La violencia es un conjunto de condiciones relacionadas con la opresión de unos seres por otros. En ese sentido, la violencia es el Estado, entendido el estado no como gobierno, sino como conjunto de relaciones de poder institucionalizado en las que se sustenta la opresión de unos seres por otros (propiedad privada, iglesia, familia, escuela, cultura, cuerpos armados, leyes, clases sociales, razas, géneros sexuales, etc.). El Estado no es el aparato estatal o gubernamental en sí, sino la institucionalidad expropiadora y excluyente que lo sostiene. Cabe incluso pensar que a veces ciertos gobiernos populares y progresistas son más anti-estatales en su praxis que ciertas entidades reaccionarias de la supuesta sociedad civil que sabotean gobiernos progresistas. Tal es, posiblemente, el caso de Bolivia en la actualidad, donde el gobierno de Evo Morales enfrenta a los políticos y propietarios racistas de la Media Luna. Violentas son, entonces, las prácticas y actos que apuntalan, alimentan, sostienen la violencia que es el Estado. Usa la violencia y es violento quien contribuye a sustentar la violencia que es el estado mismo de desigualdad y exclusión social. Desde este principio básico lo que tiene sentido a la hora de preguntarse si ciertas tácticas de lucha o ciertas acciones de resistencia son apropiadas o no, es considerar en qué manera contribuyen o no a sustentar la violencia que es el orden existente. No es pertinente, desde esta perspectiva juzgar una acción por el supuesto grado de violencia que conlleve o deje de conllevar. Lo pertinente es si tal proceder es o no efectivo, si suma apoyo político popular o no. Resultan entonces repudiables las acciones que sean contraproducentes, autodestructivas, que en fin, redunden en retroalimentar la violencia del mundo tal cual existe.
Establecido ese principio, si en determinadas condiciones y momentos se impone la preponderancia de la llamada no-violencia, se determina así, no porque ello sea ni más ni menos ético, sino porque resulta ser lo más viable y productivo para las fuerzas populares. Igual sería el caso contrario, de una preponderancia de las acciones supuestamente violentas. Digo “llamada” y “supuestamente” porque a fin de cuentas, la violencia es la exclusión social misma y violento es quien contribuye a ella. Es incómodo nombrar o adjetivar de violentas las acciones o las entidades que luchan contra la violencia establecida oponiéndole a ésta todo los medios que tengan a su alcance. Aunque resulta incómodo, no existe otra manera más sencilla de nombrar o calificar las respuestas no-pacifistas a la violencia del poder. Lo importante entonces es evitar en lo posible la oposición binaria violencia/no-violencia y visualizar el espectro de acciones y formas de resistencia disponibles en determinado momento como un conjunto de vías complementarias que pueden y deben coexistir. Ni la violencia ni la no-violencia deben plantearse como medios exclusivos, tampoco se deben jerarquizar. Son parte de un espectro fluido del actuar humano en que la atracción y la repulsión, la actividad y la pasividad, el amor y el odio, el bien y el mal, la vida y la muerte, el triunfo y el fracaso, no sólo coexisten y se complementan, sino que se necesitan mutuamente. No hay higiene ni salubridad ni ética ni doctrina de salvación o de seguridad que cambie eso, como lo han demostrado todos los proyectos modernos inclinados en un momento u otro a controlar el exceso del cuerpo humano (incluidos entre ellos, tanto el neoliberalismo como el “socialismo real”, es decir, occidentalista).
En suma, ¿violencia qué? ¿violencia quién? son preguntas para meditar ante la proliferación en estos días de juicios oficiales, piadosos, moralistas sobre la supuesta violencia de quienes dan un ejemplo de resistencia y lucha por la igualdad social y política ante el cual lo que cabe es disponerse a escuchar, aprender, revisar lo que uno cree que sabe, y quizá no tanto juzgar a partir de ñoñerías bienpensantes.