1917, después como antes

Cuando se celebró el 50 aniversario de la Revolución de 1917, en octubre de 1967, el historiador británico E. H. Carr publicó un conjunto de ensayos sobre la experiencia bolchevique titulado “1917. Antes y después”, en el que establecía lo que entonces parecía ser un punto y aparte en el proceso histórico de emancipación de los pueblos. Por ello, me parece hoy oportuno titular estas reflexiones como un suma y sigue de la historia en el que el después es, exactamente, como el antes. El siglo XXI recuerda al XIX, el imperialismo de las grandes potencias está al orden del día, el capitalismo prusiano ha sido sustituido por el manchesteriano, el peligro de guerra se incrementa, los pueblos del tercer mundo retornan al neocolonialismo cuando no al colonialismo, el terrorismo anarquista ha sido reemplazado por el yihadista, la crisis de 2007 es peor que la de 1929 y la democracia ha sido vaciada de contenido. El destino de los bolcheviques parece una tragedia de Shakespeare: su aguda conciencia del peligro no les salvó de perecer; ni tampoco su rechazo ante el fenómeno de la corrupción política les impidió padecerla.
Ninguna clase obrera en cualquier parte del mundo, intervino con la inteligencia política, la capacidad de organización y la energía con la que los obreros rusos actuaron hace cien años en Petrogrado. La circunstancia de que su núcleo principal, alrededor de tres millones de trabajadores industriales, se concentrara en la vieja capital rusa y Moscú, les permitió concentrar toda su ofensiva contra el gobierno de Kerensky, incapaz de resistir los ataques contrarrevolucionarios del general zarista Kornilov. La revolución socialista contó con el apoyo de la clase obrera urbana; algo más de veinte millones de personas abandonaron a los mencheviques, a quienes habían seguido en febrero de1917, porque sostenían que Rusia no estaba madura para un proceso revolucionario. Seis meses después, los bolcheviques alcanzaban la mayoría en los Soviets justo con los votos de todos esos trabajadores e iniciaban una nueva experiencia histórica en condiciones especialmente adversas. Tan difíciles que el propio Lenin bailó en el patio nevado del Kremlin, existen imágenes grabadas, cuando el nuevo Gobierno obrero y campesino superó en un día los noventa que duró la Comuna de París de 1871.
Los bolcheviques, como partido revolucionario no tuvieron ninguna alternativa, a menos que hubieran optado por abdicar y ceder el poder a los enemigos que les combatían, sostenidos por la cruzada de las catorce naciones, en expresión de Churchill, que invadieron Rusia por los cuatro puntos cardinales. Los santos o los tontos, como decía Isaac Deutscher, habrían cedido, pero Lenin no era santo ni tonto. El sistema unipartidista se convirtió, malgre lui, en una necesidad ineludible. No era premeditado e iba a contrapelo de sus inclinaciones, de su lógica y de sus ideas. Pero la dialéctica de la lucha de clases pasó por encima de sus escrúpulos y el recurso provisional se convirtió en la norma. La rebelión de Kronstad, acaecida en X Congreso del Partido Comunista, terminó con la democracia interna, respetada hasta entonces, como había terminado con la democracia externa. El sistema unipartidista adquirió permanencia e impulso propios. Por un proceso de selección natural, después de la muerte de Lenin, halló su jefe en Stalin, quien, debido a su notable capacidad, a su carácter despótico y a su ausencia de escrúpulos, se convirtió en el más idóneo para ejercer el monopolio del poder. La totalidad de los dirigentes, con excepción de Trotsky, votó por su elección en el Politburó.
En realidad, lo que marcó el destino del nuevo poder revolucionario fue el fracaso de la revolución en Occidente, que tantas esperanzas había suscitado entre los bolcheviques. La derrota de Rosa Luxemburgo, asesinada, y el de Gramsci, encarcelado hasta su muerte, impidió que Rusia pudiera unirse a una soñada comunidad socialista europea en la que Francia, Alemania o la Gran Bretaña asumieran la dirección y ayudaran a Rusia a avanzar hacia el socialismo de forma racional y civilizada. Pero no sucedió así. La revolución fue derrotada en Berlín, Viena, Munich, Budapest y Varsovia, desmintiendo el pronóstico optimista que hiciera Engels en 1890: “ la alianza de las tres grandes naciones occidentales– Alemania, Francia e Inglaterra– es bking el requisito primordial para la emancipación política y social de toda Europa. Tengo la esperanza de llegar a ver esta alianza realizada por los proletarios de estas tres naciones”. Tras la tesis de un socialismo ruso autosuficiente se hallaba la aceptación implícita de que las perspectivas revolucionarias en Occidente se habían desvanecido definitivamente. En palabras del gran economista Eugenio Varga, se aplicó “una doctrina de consolación”.
El fracaso de Rosa Luxemburgo y de Antonio Gramsci, los dos teóricos críticos con el leninismo, determinó la derrota de lo que más tarde Walter Benjamin describiría como una anomalía histórica, al calificar a la URSS como un pez cornudo. Lenin no pudo verlo, pero sí intuirlo; Trotsky y Stalin, por el contrario, pudieron captarlo aunque no lo vieron. De la herencia de la revolución bolchevique solo sobrevive el legado de Bujarin. Sus tesis, desarrolladas exponencialmente, se mantienen hoy en la práctica económica y política de todo el viejo campo socialista. Una economía de mercado regulada por la intervención del Estado, algo así como una NEP ilimitada, es la seña de identidad tanto de China como de Rusia y los restantes países del llamado socialismo real. Ni el socialismo en un solo país de Stalin, ni la revolución permanente de Trotsky; únicamente una Nueva Política Económica del último Bujarin elevada al cubo, en aquel entonces combatida firmemente por los estalinistas y los trotskistas. Apoyar al campesino rico, sostenían, puede dar muy bien sus frutos capitalistas que en un futuro no muy lejano “conducirían al hundimiento político del poder soviético”. Así ha sido, aunque el poder político se mantiene todavía, al menos por el momento, en manos de estos bujarinistas del siglo XXI ubicados hoy, esencialmente, en Pekin.
Fue, precisamente, la necesidad de eludir este riesgo el que llevó a los bolcheviques a lo que los historiadores ya denominan como la II Revolución, que inició la colectivización de la tierra y la inmediata industrialización. Preobrajenski la teorizó, Trostky la formuló políticamente y Stalin la aplicó a rajatabla. Era cuestión de vida o muerte para el nuevo poder soviético. O la industria estatal lograba subordinar la agricultura privada, o la propiedad privada agraria empujaría a la NEP hacia la economía de mercado. La cuestión era clara: o se socializaba el campo o se privatizaba la ciudad. La denominada declaración de los 83, cuadros bolcheviques, de mayo de 1927, afines a Trotsky, advertía sobre el verdadero peligro del kulak. La socialización de 23 millones de propiedades agrícolas, agrupadas en koljoses o sovjoses, se realizó drásticamente como muy bien describe Mijail Cholojov, Premio Nobel, en su novela Tierras Roturadas. Esta revolución, sostenida por la mayoría de los dirigentes trotskistas que veían entonces concretadas sus propuestas bajo la dirección estalinista, permitió la acumulación primitiva socialista sin la cual la URSS no se hubiese transformado en una potencia industrial y militar.
Las consecuencias sociológicas de esta II Revolución de 1929, que venía a completar la inconclusa de 1917, se evidenciaron en el espectacular crecimiento de la burocracia que ya preocupaba a Lenin justo antes de su muerte en enero de 1924. Sus notas críticas sobre el funcionamiento de la Inspección Obrera y Campesina, entonces dirigida por Stalin, anticipaban lo que ya en la década de los treinta fue un problema constante de la URSS hasta su implosión de 1991. El número y peso específico de los administradores, especialistas e intelectuales aumentó enormemente y se convirtieron, rápidamente, en un sector social con sus propios intereses que no siempre coincidían con la naturaleza obrera del aparato estatal que dirigían. Sin poseer medios de producción, ni tierras, ni poder ahorrar, invertir o acumular riqueza en forma duradera, ni tampoco legar riquezas a sus descendientes, no podían perpetuarse socialmente; pero sus ingresos derivaban en parte de la plusvalía generada por los trabajadores soviéticos y ejercían un poder excepcional en lo económico, político y cultural. Necesario pero inquietante para los bolcheviques siempre conscientes de los peligros del poder en la sociedad post-capitalista.
Es bastante sintomático que dos personas tan diametralmente opuestas como Stalin y Trotsky, tanto que el primero ordenó el asesinato del segundo, coincidieran en afrontar esta amenaza con análisis y, por supuesto, metodologías muy diferentes para combatirla. La denuncia sobre el Termidor soviético fue una constante en la reflexión trotskista, al tiempo que las purgas estalinistas, en opinión del historiador trotskista Isaac Deutscher, contribuyeron bastante a reducir dicha amenaza en la misma medida que impedían que la burocracia pudiera perfilarse como clase social. Porque esta cadena periódica de ejecuciones no sólo afectó a las corrientes bolcheviques contrarias a la de Stalin sino que muchos dirigentes estalinistas fueron también víctimas de los célebres procesos de Moscú. Trotsky vaticinó en más de una ocasión que la burocracia lucharía por el derecho de legar sus bienes a sus hijos y trataría de expropiar al Estado y convertirse en propietaria accionista de empresas y trusts. Incluso el propio Stalin, en su ultimo libro, Problemas económicos del socialismo, expresaba preocupación análoga al insistir en el peligro de la agudización de la lucha de clases en la sociedad soviética más de treinta años después de dictadura soviética
La II Guerra Mundial consolidó este proceso burocrático. La necesidad de hacer frente a la invasión alemana detuvo esta lucha interna en aras de concentrar todas las energías de la nación rusa contra los nazis. La Gran Guerra Patria, tal y como fue denominada por el propio Stalin, acentuó los perfiles rusos para movilizar todo el patriotismo contra Adolf Hitler. La centralización, inherente a toda estrategia militar, incrementó el poder de la burocracia y, por consiguiente, disminuyó la vigilancia sobre los muchos vicios burocráticos. La Internacional Comunista fue disuelta, “la revolución armada” fue impuesta por Moscú en Europa Oriental, a la vez que Washington impuso “la revolución desarmada” en Europa Occidental e Inglaterra bañó en sangre la revolución griega. Justo cuando Stalin preparaba una nueva purga política, tras el final de la contienda, su muerte evitó la de los jerarcas que lo sustituyeron. Empieza entonces la edad de oro de la burocracia, de 1953 a 1983, que precede a la desintegración de la Unión Soviética que se inicia con las reformas de Gorbachov que abren el camino definitivamente a ese Termidor tan denunciado durante la década de los treinta.
Con anterioridad, la revolución china reeditaba espectacularmente las tensiones de la revolución soviética desmintiendo el pronóstico voluntarista de Trotsky que calificaba la burocracia soviética como “una recaída episódica”. Su pregunta sobre si la preponderancia burocrática era inherente o no a toda revolución socialista, quedaba afirmativamente contestada con la llamada revolución cultural, iniciada en China en 1966. La denuncia de Lin Piao contra Teng Hsiao Ping, artífice de la China actual, iba paralela a la advertencia sobre la restauración capitalista que encarnaba como principal burócrata interesado en terminar con la propiedad socialista. A diferencia de la controversia de Moscú de los años veinte, la de Pekin de los sesenta se apoyó en una amplia movilización de masas, acompañada de violencia e intimidaciones contra los llamados derechistas. Precisamente, en el mismo momento en que la existencia de dos poderes revolucionarios, en Moscú y en Pekin, parecía favorable para la gestación de una comunidad económica socialista que se extendiera desde el Mar de China hasta el Elba, es cuando surge el enfrentamiento entre chinos y soviéticos. El horizonte de una tercera parte de la humanidad planificando conjuntamente su desarrollo económico y social, sobre la base de una amplia división del trabajo y de un intercambio comercial, se perdía para siempre. Nada se había interpuesto en ese objetivo, salvo la aplastante autosuficiencia nacional de la arrogante burocracia.
A finales del siglo XX ambas burocracias, la soviética y la china, que habían nacido del impulso revolucionario que buscaba cómo pasar del capitalismo al socialismo, pugnaban sobre cómo pasar de la economía planificada a la economía de mercado. Para Gorbachov primero había que cambiar la política, en cambio para Teng Hsiao Ping el primer cambio era el económico, aunque ambos coincidían en privatizar ampliamente la propiedad estatal salvo sectores estratégicos de la economía. El sistema de privatización que se organizó en ambos países concedía prácticamente la propiedad de los sectores públicos al sector privado. Paradójicamente, todo este gran salto hacia la economía capitalista se ha efectuado bajo la sombra de la momias de Lenin y Mao Tse Tung en los mausoleos de Moscú y Pekin; y para redondear la paradoja, en China las ideas de Mao Tse Tung también se utilizaron para lo contrario, denunciar el capitalismo, por parte de los Guardias Rojos de Lin Piao. Así culminaba el viaje de ida y vuelta, iniciado en el famoso tren blindado con el que Lenin llegó a la estación de Finlandia en Petrogrado, con sus famosas tesis de Abril.
El socialismo realmente existente, tal y como se autodefinía todo el campo socialista, encabezado por la Unión Soviética, ha terminado como finalizó el comunismo primitivo que antecedió a la aparición de la propiedad privada. Los gestores de lo público, ayer como hoy, fueron los primeros propietarios apropiándose, valga la redundancia, de lo acumulado por la colectividad. Cabe entenderlo en la sociedad primitiva, no en una sociedad desarrollada. No tanto porque la revolución bolchevique fuera la precursora de un nuevo sistema de explotación, lo que hubiera tenido una cierta lógica dentro de la dialéctica histórica marxista, sino porque, finalmente, volvía tras un largo viaje de setenta años al viejo sistema de explotación que había intentado inútilmente superar. Tal vez por ello, el viejo Trotsky reflexionaba que “si el programa marxista resultara impracticable, se necesitaría un nuevo programa mínimo para defender los intereses de los esclavos del sistema”.
Se equivocan, sin embargo, los que se apresuran a concluir que esta experiencia, nacida en 1917, ha refutado el análisis marxista tal y como hoy está de moda académica teorizar, tal y como hicieron, a finales del siglo XIX, Eduard Bernstein y demás teóricos revisionistas después del fracaso de La Comuna. Apenas unos años más tarde, los bolcheviques convulsionaban el orden capitalista tras la crisis de la Guerra Mundial de 1914 y volvían a erosionarlo después de la crisis de 1929, únicamente superada por la espantosa carnicería de la II Guerra Mundial. Precisamente, porque la derecha impone hoy su política a sangre y fuego, mientras pretende convencernos de su inexistencia, resurge una nueva izquierda potente en el sur de una Europa que es el eslabón débil de esa cadena imperial de un norte de Europa revuelto y brutal. No es casual que los intelectuales orgánicos del sistema nieguen simultáneamente la existencia de la derecha e izquierda en aras de superar una lucha de clases que les supera. Porque nuevas generaciones retoman hoy las banderas de 1917 como los bolcheviques retomaron las de la Comuna de 1871.
*Publicado originalmente el 29/09/2017 en Debate sobre la Revolución de 1917.