Publicado: 29 de mayo de 2020
Los pies de los niños se escurren entre las algas,
pisan
el suelo de una isla a merced del calor,
suspendida en el refulgir de la luz sobre las hojas más viejas de las palmas,
en el azul que ondula en el viento
y el ardor.
Caen los residuos de la tarde:
el mar se vuelve gris y solo resta la larga incandescencia de la luz.
Tu cuerpo y el mío:
panes de islas infinitas,
vulnerables a las sombras de la tierra,
a las corrientes vastas del océano.
Después de tanto aguantar los golpes inacabables de las olas,
nuestros dedos se aferran a la terquedad frágil de las piedras,
a la fuerza de los montículos de algas,
al remanente oscuro de la piel.
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