Calló su guitarra

Leonardo Egúrbida, fallecido Profesor Emérito del Conservatrorio de Música de Puerto Rico.
Aquella vez, y mientras comentaba un recital de la guitarrista puertorriqueña Ana María Rosado, se me ocurrió de cómo la guitarra es el más noble de los instrumentos. Tiene ese aire de familiaridad con las manos del “homo faber”, el animal que fabrica. Los diez dedos son sus irreductibles ejecutores. A diferencia de los instrumentos de viento, que dependen del aire de nuestros pulmones y el esfuerzo de las entrañas –lo mismo que la voz en el canto–, o las cuerdas del piano manipuladas por teclas y pedales, y también a diferencia de las cuerdas vibradas por un arco, la guitarra es el instrumento que incita a una meditación musical con las meras manos, así, sin más. Esa pureza trascendental, de reflexión casi ensimismada, está intervenida por ser también uno de los instrumentos básicos de la música latinoamericana y nuestra sociabilidad, los tríos quejumbrosos lo mismo que las parrandas navideñas. Me crié escuchando al trío Los Panchos, alguna que otra vez nos llevaron parranda al campo, al son de guitarras, cuatros y bordonúa.
Recupero esa visión del instrumento en la muerte del querido amigo y maestro de la guitarra, nuestro amable Leonardo Egúrbida. La muerte, cuando es culminación de una vida ejemplar, es capaz de ennoblecer, con su aura, nuestras vidas inmediatas, a veces pedestres. Nos llena de serenidad la experiencia de haber testimoniado una vida superior. Así fue la vida de Leonardo Egúrbida. Ha muerto el gran maestro de la guitarra clásica en nuestro país. Era un hombre discreto y humilde, nacido en Camuy en junio de 1945. Mostraba cierta timidez que salvaba su inclinación al silencio mediante esa máxima elocuencia que es la música. Su simpatía campechana afloraba en la sonrisa, a veces insinuándose cierta picardía irónica.
Era un hombre bueno en la búsqueda de la perfección. Una que otra vez indagué con él sobre la dificultad de su instrumento. Asentía en esto sin abundar, siempre intuí que se le hacía difícil la severidad necesaria para la enseñanza de destrezas tan difíciles. Según testimonio de sus propios alumnos, sólo desahució como guitarristas a dos estudiantes, esto durante su larga carrera como maestro de guitarra en el Conservatorio de Música de Puerto Rico. Sólo de vez en cuando era capaz de ser mordaz: “Me has provocado lágrimas, tan mal has tocado”.
Graduado del Real Conservatorio de Madrid, formado bajo la docencia del gran maestro Regino Sáinz de la Maza, a comienzos de los años setenta se perfilaba como gran concertista internacional de la guitarra. Su debut en el Carnegie Hall le valió elogiosas críticas de la prensa niuyorkina. Renunció a esa posible fama con tal de lograr una tradición para la guitarra clásica en Puerto Rico. Formó guitarristas de la talla internacional de Iván Rijos –a quien en una ocasión le escuché un Concierto de Aranjuez perfecto–, Luis Enrique Juliá, Carlos Quirós, Arturo Castro. Logró hacer valiosísimas transcripciones para guitarra de las danzas de Tavárez y Juan Morel Campos, reputadas entre los guitarristas como ejercicios de difícil ejecución, sólo para virtuosos. También fue notable compositor. Su música fue rescatada del olvido por el C.D. Obra Integral, que reúne todas sus composiciones para guitarra desde los años setenta. Producido por su solidario colega José Antonio López, también incluye todas sus canciones de arte para sopranos y mezzo-sopranos. Privilegio del sepelio fue escuchar la danza “Margarita” de Tavárez, transcrita por Egúrbida y tocada a dúo por Iván Rijos y el cuatrista Orlando Laureano. Como vemos, el llamado de la fama no lo sedujo tanto como la entrega a cultivar para la juventud puertorriqueña nuestra mejor tradición musical.
Cuando indagué en el velorio por tres hermosas guitarras que calladas custodiaban el féretro, Carlos Quirós, uno de sus queridos discípulos, me informó que eran guitarras diseñadas y fabricadas por el maestro Egúrbida. También era dedicado “lutier”, fabricante de guitarras; la especificidad y concreción de su arte no terminaba con la ejecución musical. También había emprendido la búsqueda del instrumento perfecto. Las calladas guitarras eran dos de madera de cedro y la otra de una variedad de pino. Redescubro esa devoción de los grandes instrumentistas por los materiales capaces de crear hermosos sonidos. Como algunas voces oscuras se identifican con los cantantes de raza negra, algunos timbres de la guitarra se identifican con el cedro, los del cuatro con el guaraguao o el yagrumo.
Leonardo Egúrbida, gran maestro de la guitarra clásica.
Esa irreductible compenetración entre las manos y la guitarra crea una especie de aprecio, casi maniático, por el buen sonido del instrumento y su capacidad para el virtuosismo. Es proverbial cómo los guitarristas siempre buscan enmendar o corregir, en medio de un concierto o recital, la afinación del instrumento. El maestro Egúrbida no sólo fue un gran guitarrista clásico –su búsqueda de la afinación perfecta y la ejecución precisa pude comprobarla en tantas ocasiones en que acompañó a mi esposa, la mezzo-soprano Ilca López– sino que también comprobé su afición a la tradición de grandes “requintos” puertorriqueños, como Miguelito Alcaide, otros grandes guitarristas de la época dorada de los tríos de boleros en que él y yo nos criamos. Egúrbida me sorprendió con el aprecio de esa música en una “bohemia” celebrada en su casa, donde tuve el privilegio de escucharlo tocando música popular junto a los virtuosos Iván Rijos y Carlos Barbosa Lima.
Como todo instrumento musical, la guitarra promueve filosofías de ejecución, se entablan campos adversativos con sus respectivos partidarios. La guitarra requiere atención máxima del público. Uno de las limitaciones de la guitarra es su proyección sonora, de ahí el esfuerzo por fabricar el instrumento perfecto para crear, con suficiente intensidad, sus múltiples valores musicales a partir de las notas. Es un instrumento de sonido frágil y delicado. Andrés Segovia sabía esto, jamás abandonó la pureza del sonido clásico de la guitarra, que por definición es pequeño. En el velorio, Iván Rijos me asegura que idealmente tocaría para doscientas o trescientas personas, porque más allá de eso sólo él puede disfrutar las sutilezas de su propio instrumento. Hay algo de ensimismamiento en los grandes guitarristas. El sonido de Narciso Yépes, los instrumentos y cuerdas que favorecía, sí aumentarían la proyección sonora, pero el beneficio acústico posiblemente se pagaría cuando la mayor riqueza de “armónicos” –la durabilidad de las vibraciones en el aire–afectara la nitidez y belleza del sonido. Escuchar a Rijos explicar esto mitigaba un poco la tristeza de perder al amigo. Más adelante en el sepelio, Rijos explicaría el ideal del maestro Egúrbida: El ideal era tocar “bonito”, es decir, con precisión, belleza y emoción. Es fácil advertir que ambos grandes guitarristas, Egúrbida y Rijos, maestro y discípulo, siempre pertenecerían a la escuela de Segovia.
En el acto de recordación, celebrado en el teatro del Conservatorio de Música, el virtuoso cuatrista Orlando Laureano interpretó la transcripción del concierto en la menor de Bach en un cuatro fabricado por el maestro Ladí. Fue una epifanía musical escuchar cómo el barroco de Bach un poco fue restituido, mediante el timbre metálico del cuatro, a sus orígenes en el clavecín. El memorioso cruce de ese contrapunteo de voces que es el barroco europeo con las ingenuas resonancias campesinas que el Monge cuatrista llevaba en parranda a mi casa, llegó a emocionarme.
Ilca López interpretó, acompañada por el guitarrista Alberto Rodríguez, el Cantar Marinero de Egúrbida, ello con una emoción casi imposible de sobrellevar y que hizo todavía más palpable su gran musicalidad como cantante. El maestro Egúrbida la compuso especialmente para su voz; con letra de Julia de Burgos, esta canción de arte vino a resumir lo más noble de nuestra vocación poética, musical y artística.
La muerte siempre asombra, a veces sorprende; cuando es serena ennoblece sus alrededores. Quizás sea la música el más preciado consuelo otorgado a nuestra mortalidad.