A las órdenes del corazón
O palabras de bienvenida a
Pierdencuentra,
la memoria a dos voces de Antonio Martorell
La memoria está siempre
a las órdenes del corazón.
–Conde de Rivarol
Tan febrilmente como su madre aceleraba el pedal de la máquina de coser junto a la cual él se crió, Antonio cose un testimonio apalabrado con todas las telas que caben en su memoria atávica, entrelazadas con encajes del presente por donde se cuelan secretos y luces. Cose a mano, cose sin tregua, y pespunta, y remienda si hace falta. Cose un libro que es una colcha de retazos, de esas multicolores, mullida pero desigual, ordenada, pero partiendo de parchos y que al final es una colchatapiz que cuenta la historia de nuncacabar.
La conforman todas las telas del mundo de sus vivencias: pedazos de sabanitas de cuna de algodón con borde satinado, de fieltro de gorras de tíos que bailaban boleros en las noches tropicales, de tules para mosquiteros y para velos coquetos de sombreritos de tías viajeras, y acaso, de lino, guardado para mortajas de los que se han ido.
Pierdencuentra es un texto terminado, es un proyecto antiguo, es una experiencia del presente. Originalmente iba a ser un libro de las cosas perdidas, nos dice el autor, porque a mitad de vida uno mira hacia atrás y comienza a aquilatar lo que tuvo y a entender de dónde uno viene, pero entonces, cuando el tiempo alcanza a uno y le toca al hombro, uno mira alrededor y se siente conminado a querer eternizar con palabras no solo lo que se fue, sino lo que seguimos encontrando.
Por eso este texto es a dos voces, como una canción de Quique y Tomás: 12 capítulos titulados y numerados narran historias de lo que se perdió, intercalados con 12 estampas en letras itálicas, con título, pero sin número ni letra que las señale, y que cuentan, explican y abundan en la vida y milagros de este hombre pródigo en imágenes, lealtades, recuerdos y afectos.
Como es natural que sucediera, como debimos haberlo sabido desde siempre, pero nadie nos lo había contado, la historia de la vida de este autor comienza en un baile de carnaval. Bajo una lámpara de lágrimas de cristal que acaso presagiaba no solo celebración sino tristezas, se conocieron y bailaron juntos por vez primera su madre y su padre. A punto estaban de estallar guerras en todo el orbe cuando Luisa y Antonio se casaron y montaron casa en ese sector de la Capital llamado Santurce, que hoy claman para hacer sus propias leyendas todos los grupos sociales, étnicos, raciales, económicos, antropológicos y culturales de la posmodernidad puertorriqueña. Porque hoy todo el mundo que se muda a Santurce por la Loíza o va a la plaza del mercado convertida en un pub gigante cree que SU Santurce es EL Santurce. Pero en la década de 1930 Santurce no estaba rota por autopistas sin semáforos, ni habían afeitado en sus márgenes los manglares que le daban sentido y homogeneidad a los bordes de todo el islote que le conforma. Santurce se estaba poblando y edificando aceleradamente y la pareja de los Martorell-Cardona se mudó a la Calle Aldea, una de tantas vías residenciales que bajaban como venitas desde la arterial Avenida Ponce de León hacia las playas del mar del norte, la de cocoteros y tiburones, y comenzó a vivir lo que Tolstoy predijo de las familias infelices y que Toño puso de epígrafe en su escrito, que cada una es infeliz a su manera. Ese capítulo primero, que se titula “De cómo, cuándo y dónde mi madre perdió el amor de su vida” nos da el tono y la razón, nos apunta, como haría la rosa de los vientos, por el rumbo que ha de seguir este testimonio y nos seduce a continuar leyendo, porque comenzar un libro con ese desamparo obliga al lector a ser cómplice, voyeur, y devoto.
La estampa que le sigue toma lugar hace apenas unos años. Cronológicamente ha pasado más de medio siglo entre el primer capítulo y la primera estampa de lo encontrado, pero no importa. Cuando uno hace memoria, no abre un archivo ordenado por letras o años o números, sino un gabinete de curiosidades donde 100 cartapacios se abren a la vez y van dejando salir en desorden tumultuoso recuerdos felices que se encadenan con confesiones de amor que no pasaron labios afuera; cartas en papel cebolla anunciando nacimientos y tarjetas postales que no enviamos a la dirección correcta; fotos que despiertan sentimientos prohibidos o negativos de retratos sepia que nunca podrán ser despegados. Al igual que en la vida de cada uno de nosotros, los recuerdos que Martorell evoca en este libro se van enhebrando porque algún hilo invisible los une. Así, de la pérdida del amor que sufrió su mamá, entroncamos con el amor que la familia ha encontrado en la nieta del autor; de los silencios de una mujer que ante el maltrato tuvo que reordenar su vida, pasamos al silencio de una niña que escoge callar y solo hablará cuando decida usar la palabra para dar órdenes.
Y entonces saltamos de nuevo al Santurce entreguerras, ahora para recordar y conocer al abuelo carpintero y ebanista que está en su taller, como en su casa está la madre o en su tienda la tía Consuelo, todos trabajando sin cesar en sus labores, como Toño ha hecho toda su vida. Parecería que para cada familiar el autor ha creado una vitrina apalabrada, con sus santos, señas y exvotos para ir conociéndolos a todos, unos más protagónicos, otros agónicos y otros simplemente actores de reparto, como en toda historia familiar. Es a partir de los miembros de la familia que se narran los hechos, no a partir de los hechos que vamos conociendo a la familia. Así desfilan ante el lector la tía Lucy y su caldero de gulasch, el tío Ulises y sus zapatos de dos tonos, la tía Irma y su parador, su padre Antonio estrechando la mano de un presidente que nunca estuvo allí.
Todo texto es forma y contenido; en algunos no hay balance, y mengua el contenido u oprime la forma; pero Toño, que dibuja con palabras literal y figurativamente, halla la justa medida en Pierdencuentra de manera que lo que evoca y convoca nos mantiene encaramados, meciéndonos de pie en un sillón para mirar por la ventana, como hacía él en el taller de su abuelo para alcanzar mirar al mundo:
Así (cuenta Toño), me asomo ahora por la ventana de esta página garabateada a una infancia embellecida por el tiempo y la distancia, recuperada para ser transformada por un acto de voluntad…Era en el taller donde su magra anatomía reflejaba su fuerza…Él mismo un leño seco de enjuta algarabía templaba los aceros que aserrarían robles y pinos recortando alfajías, moldeando cornisas, rizando maderos en volutas doradas…
Envuelto en los tules de la nostalgia, lo perdido tiene un encanto que hala mucho, sí, pero es posible que lo encontrado a lo largo de la vida, si uno logra aquilatarlo, sea lo que nos hace un poquito sabios. Y entre las cosas que Antonio Martorell encuentra aparece, varias veces, el mar, el que da al norte, a la playa de la 50 como espacio familiar en la niñez santurcina, el que lame los postes de muelles abandonados en el litoral de la Playa de Ponce por donde camina hoy día cerca de su taller. El mar establece los límites alrededor de la isla toda, mar e isla conformando playas e identidades que son reencontradas metafóricamente en la Diáspora, esa palabra que parece que denota a la vez lugar y conjunto de gente, espacio de los que se fueron, pero oquedad de los que siempre siguen estando ahí. Más que muchos puertorriqueños hacedores de la cultura, y mucho antes que casi todos, Toño se solidarizó con la nación boricua en el exilio estadounidense, comenzando con los de Nueva York, la ciudad de los rascacielos a donde se fueron tantos, afirma, “sin lograr rascar el cielo de sus ilusiones”. El encuentro del artista con ese Puerto Rico, a veces “sin na’, pero sin quebranto”, como dice la canción, ha sido uno de los elementos fortuitos de su vida. Nunca cesa de maravillarse de ese estarcido cultural encontrado en el exilio, donde la música nuestra sigue siendo música nuestra, pero, sobre todo, donde los sabores de la comida puertorriqueña permanecen intactos. Es, afirma, “como si todas nuestras abuelas hubieran emigrado al Bronx”.
Este libro de memorias y desmemorias tiene mucho de todos nosotros porque el constructo familiar de la clase media de mediados del siglo pasado responde a una sociedad más homogénea. Pero, sobre todo, tiene mucho, más de lo que él imagina, de propio autor.
Después que uno lo lee y relee encuentra muchas pistas de lo que Toño ha ido creando a lo largo de su vida pues Pierdencuentra aguanta tantas lecturas como lectores tenga, y, como Rayuela, permite que se lea en el orden que uno escoja, ni siquiera hay que comenzar por la página primera. Los juegos de palabras abundan y así la tía consuelo “pierde el suelo” y Humberto busca su “h” pero recibe en vez un “aché” en este libro impreso en un azul-lila que es color de como si fuera y como si volviera.
En este artista sus obras y su vida y la obra que es su vida están íntimamente conectadas. Cuando Antonio escribe que en un ranchón de madera comenzó el Bazar las Muchachas de la tía Consuelito Cardona, y explica :“comenzó allí con una sola puerta, dos hermanas, tres hijos, amén de mercancía variopinta que reposaba, colgaba o acechaba desde cualquier hendija, clavo o rincón de la diminuta tienda de los milagros y, sobre todo, consuelo, prodigados tanto a visitantes como habitantes” pareciera que está describiendo las que han sido sus propias casas-taller, que siempre asemejan bazares donde objetos variopintos, precisamente, desde máscaras hasta sombreros, desde pinturas y grabados hasta figuras de papel maché y fantasmales pedazos de juguetes que una vez fueron, compiten desde, en y a través de cada rendija, tablilla o mesa de trabajo por la atención de los visitantes, a quienes él prodiga siempre esa camaradería que es su manera de hermanarse con la familia enorme y vital con la que comparte y crea.
Cuando describe el fondo del ranchón de su abuelo en la parada 15 rememora que estaba: “alumbrado por bombillas que colgaban de las vigas, compitiendo con los lunares encendidos en el techo por los boquetes de las planchas de zinc que iluminaban como pequeños focos teatrales el polvo de aserrines y el vapor de las colas humeantes en el caldero desbordante y pegajoso(allí), encontraba uno el estrecho camino a, la pasarela apretada entre mesas de serruchar, troqueladas y sierras colgantes como trapecios filosos y dentados en un circo de madera.
Y en ese pedacito de la memoria íntima uno percibe, de un tirón cómo quizás comenzó a conformarse la teatralidad de Toño Martorell, esa vocación al disfraz y al juego que le lleva desde hace tantos años al mundo del espectáculo junto a Rosa Luisa Márquez y a otros teatreros fundamentales en su vida de artista.
Sorprende también que no hay un dejo de autoconmiseración en esta memoria, ni siquiera cuando los abandonos, el desahucio, el fuego, la vida en una trastienda, las camas en el suelo de un ranchón, el maltrato, las carencias. El niño Antonio aparece acoplado y hasta ceremonioso ante las tragedias de la vida que le tocó. Será que, como dijo Pablo Neruda, “todo es ceremonia en el jardín salvaje de la infancia”.
Cuando hace inventario de todo lo encontrado, este santurcino que conoció desde siempre los humedales y los mangles de su lugar de origen, esos espacios donde se mezclan las aguas frescas con las salobres, frontera de río y mar, aprovecha para contarnos de lo más íntimo de su vida: los secretos de sus oficios, que también son frontera entre imagen y palabra. Estampas como “Del encuentro entra la mano y el pincel”, “Encuentro de la palabra con el pintor” o “De cómo se encontraron en una misma página la palabra y la ilustración” iluminan un poco, aunque, a decir verdad, nunca nos explican del todo, cómo es posible que Antonio Martorell sea a la vez Artista Plástico y Escritor, ambas en mayúsculas. Es que ese binomio no es muy común. Cuando él se incorporó a la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española, le tocó al compañero académico Gervasio García responder al discurso de Antonio. Creo que nadie ha descrito con mayor precisión el secreto de las palabras del autor de Pierdencuentra. “En Martorell!, escribió Gervasio, “una palabra lleva, como un torrente, a otra palabra. Es la palabra que no cesa, que arropa y envuelve, sacudiendo, enamorando, inquietando, desnudando imposturas, despertando nuevos decires que llevan a otras palabras rejuvenecidas por sus giros sorprendentes”. Y tan cierto es que no cesa, que este libro (mentí cuando dije que solo tiene 12 capítulos y doce estampas) tiene un prólogo, y cuando termina, tiene un Epílogo, y luego la Coda y luego El Retorno de las tías y luego…
El Maestro Martorell no quiere callar ahora. Tiene la urgencia de contarlo todo. Sabe que, si se detiene, se apaga, y eso no es posible. El maestro Martorell pinta y dibuja, crea y se recrea, escribe y rescribe, cose y cose, y pasa de este libro a otro, de una serie de grabados a una de collages, de una exposición a otra, nunca hay tregua, no tiene por qué haberla cuando se trabaja en el oficio gustoso.
“A mi tía Carmelín se le ha perdido la memoria”, se llama el capítulo 7. En él, con un extraordinario cariño, Toño cuenta de esta tía y nos dice que fue una gran medio unidad espiritista. Ahora ha entrado al mundo de la memoria y el olvido. Pero desde sus espacios de olvido, la tía reciproca el cariño del sobrino. Un día, terminando su visita, tití Carmelín lo miró y le dijo: “Toñito, en estos momentos estoy viendo unas puertas que se abren para ti, son unas puertas verdes, lustrosas, con persianas coronadas por vidrios esmerilados azules y rojos. Las persianas están entornadas y se filtra algo de lo que debe de ser una gran luz. Toñito”, añadió, “esas puertas son para ti”.
¿Y sabes qué, Toño? Que yo quiero que sea cierto. Que en este mundo de perder y encontrar ojalá que siempre encuentres esas puertas verdes con persianas de vidrios esmerilados, que se abran para ti, por ésta y por tantas memorias de la familia puertorriqueña escritas y grabadas y habladas y pintadas, que nos has dado, que le has dado a tu país, por la memoria que, en tu caso, siempre, siempre ha estado a las órdenes del corazón.