A mis hijos los educo yo
Mi abuelo le prohibió a mi madre montar a caballo porque eso era cosa de hombres. Ella lo hacía de todos modos a espaldas de su padre, pero como la ignorancia es atrevida, se le ocurrió en una ocasión acelerar el paso del caballo sacando el pie derecho del estribo para darle un talonazo en una llaga. Terminó en el suelo, con los huesos de la pierna izquierda dislocados y, nuevamente a escondidas del padre, se arrastró hasta la casa de doña Catana, la curandera del barrio, para que le volviera a colocar el hueso de la pierna izquierda en su sitio.
Su caída y arrastre por el suelo le enseñaron a pisar sobre la tierra. Me lo contaba contorsionándose de dolor, pero el brillo de sus ojos no podía ocultar el placer de haber podido cabalgar con el viento rozándole la cara y los cabellos, abrir o juntar las piernas, apretar con la pierna derecha o la izquierda para darle dirección al caballo, soltar o halar las riendas para sentir que sobrevolaba por los aires o llegaba a su meta a su paso y a su propio tiempo; cuestión de hombres, como le había dicho mi abuelo.
Mi madre nunca supo que a mí también me salvó la curandera. Al parecer, ella había ido a cobrarle los ungüentos del sobo y acomodación de huesos a mi abuelo. Al abuelo le habían enseñado a montar el caballo por la izquierda y bajar del estribo por la derecha con el látigo en la mano, pero no a expresar pesadumbre ni dolor. Nunca supo mi madre que él sabía que ella se había atrevido a montar a caballo, a hacer cosas de hombres, pero al menos no tuvo la insensatez de agarrar el látigo para que en lugar de caminar, mi madre siguiera arrastrándose por el suelo.
Abuelo llegaba del cañaveral Santa Catalina en su brillante caballo, Negro, con su sombrero sudoroso, las botas llenas de fango, el látigo en la mano y un olor que juntaban el caminar del capataz con el del caballo. Después de ducharse se cambiaba de ropa y sombrero. Con el olor al jabón Maja de mi abuela y a escondidas de mi madre, me entregaba a mi el látigo y el sombrero negro para correr a sacar otro caballo de la caballeriza, Blanco, mientras descansaba Negro. Caballo de ojos celeste y largos cabellos blancos, contrastaba con los ojos negros del abuelo y su cabeza calva. Nadie sabía que todos los días mi abuelo sacaba a Blanco un rato para enseñarme a montar: “para que nunca tuviera que arrastrarme con miedo a pedirle a Doña Catana que me recompusiera los huesos”. Era el hombre más mal hablado del mundo y como yo tendría entre tres y cinco años, debe haber creído que no lo escuchaba: “Esta hija de puta si es verdad que va a saber montar a caballo”.
Mi madre siguió contándome su historia para que no me arrastrara por el suelo con dolor en los huesos, y tuviera mis pies bien puestos sobre la tierra. Era entonces tan pequeña que no hubiera podido explicarle que mi abuelo no seguía creyendo que montar a caballo era cosa de hombres. Mi cuarto estaba lleno de Barbies, muñecas de trapo y de papel, cochecito, cocina, cuna y hasta un corralito de bebé para muñecas. Aprendí a coser, bordar, tejer, calar, cocinar y disfrutaba jugar a las mamás desde la mañana hasta el mediodía. Las tardes eran para Blanco, el látigo y el sombrero negro de mi abuelo.
Poco antes de mudarnos a Rolling Hills desapareció Blanco. Abuelo no sabía manejar el puntudo Chrysler de mi padre, así que papi nos tuvo que llevar a atravesar todas las fincas y cañaverales en su bati-móvil azul para investigar quién se había atrevido a robar mi caballo Blanco; para todos los demás, el caballo Blanco de don Bertín. Quedé solo con la opción de jugar en mi casa de muñecas. Las bicicletas, patines y patinetas que rodaban por las calles de la urbanización a la que nos mudamos en el 1967 eran, según mi madre, cosas de hombres. Aprendí a no romperme los huesos con la bicicleta de mis hermanos y mis vecinas. Tenía que hacer turnos entre Georgie, Gami, Vilma y Clarimar para correr en bicicleta, en patines o en patinetas, pero no podía resignarme a pisar exclusivamente sobre la tierra cuando había sentido en mi propia cara la ilusión de sobrevolar por los aires.
No me vine a romper los huesos hasta los años 90, después de mudarme de Nueva York a Pittsburgh. Allí aprendí que sobre curvas montañosas llenas de nieve de nada servía empujar el cochecito del bebé como me enseñó mi madre en las calles planas de una urbanización de Carolina. Había más bien que seguir las lecciones de física aprendidas en mi vida de ciclista y carretera callejera, siempre a espaldas de mi madre. Sobre una montaña y dada la fricción de la nieve, debería arrastrar el coche para lograr llevar a mi hijo a tiempo al Little People Educational Workshop, a seis cuadras de mi casa, y luego caminar 22 cuadras hasta The Cathedral of Learning para subir trece pisos hasta mi oficina, hoy lugar del Borges Center. A veces a pie y cochecito de bebé, a veces ciclista de casco con niño a bordo, a veces en auto o en autobús, transitar de tantas formas por la calle entre Shadyside y Oakland hubiese sido impensable desde la educación limitante que recibió mi madre; porque así y por ahí solo transitan los hombres.
A veces lamento que mi fractura de la pierna derecha no fuese asistida por la curandera Doña Catana. Sobre una lámina de agua congelada imperceptible, con el bebé al hombro, resbalé frente a la puerta de entrada del Little People Educational Workshop. Protegido por su grueso abrigo de bebé y mis brazos, todo el peso cayó sobre mi tobillo derecho. No tuve que arrastrarme a Doña Catana ni arrepentirme por recibir el castigo de sobrevolar la tierra como los hombres. Jaime llevó al bebé a la guardería y antes de seguir camino a Ohio State University, me llevó a la sala de emergencias del Shadyside Hospital donde el médico de turno me enyesó toda la pierna derecha por seis semanas para que el hueso del tobillo volviera al sitio que doña Catana hubiese sabido ajustar de un tirón con un ungüento mágico.
Mi amiga Guenda se encargó de empujar o arrastrar el coche del bebé hasta la guardería por seis semanas, dependiendo del clima, mientras yo llegaba en taxi a la Cathedral of Learning sin poder subir a mi oficina. Lo intenté una vez, pero el ascensor, por alguna razón misteriosa, no paraba en el piso 13. Subir desde el 12 o bajar desde el 14 con una pierna enyesada, mochila y muletas era insoportable, así que por “acomodo razonable”, atendía a mis estudiantes en el sótano de la catedral, adonde podían acceder en ascensor los cuerpos “impedidos” como el mío sin correr el ominoso peligro de intentar subir en ascensor al piso 13. Para peor, me tuve que ausentar al funeral del abuelo, quien murió a los noventa y pico de una caída a la altura de sus propias piernas.
Llamé a mi madre y le pedí que me hiciera el favor de rogarle a la abuela que me guardara el sombrero del abuelo. No podía ir a Puerto Rico hasta mayo del 91, tan pronto me quitaran el yeso y habiendo cumplido con el compromiso de moderar, a fines de abril, un panel sobre «Lenguaje sexual y censura en la literatura y film hispánicos” en la Universidad de Pittsburgh. Llegué a Puerto Rico en mayo, con la pierna derecha más flaca que la izquierda, y le pedí a abuela Rita que me mostrara el sombrero del abuelo. En un oler y cerrar de ojos vi a Doña Catana pasarle el ungüento en la pierna izquierda a mi madre, colocarle los huesos en su sitio, aprender a caminar y empujar con los pies en la tierra como buena madre y al abuelo Bertín entregarme el látigo y sombrero, con olor al jabón Maja de la abuela, diciéndome con seguridad: “Esta hija de puta sabe montar a caballo, patinar y correr sin romperse pies ni dientes sobre la brea, pero seguro que por culpa de la caída del caballo, la boba de su madre se fue a vivir a Nueva York sin aprender a patinar ni a caminar sobre hielo”. Es cuestión de perspectiva: mi madre aprendió a caminar con los pies sobre la tierra empujando el coche, mi abuelo a cabalgar a caballo sin abrir la boca para expresar pesadumbre, angustia, dolor o arrepentimiento. ¿A mis hijos los educo yo? Quién ha dicho que no, se llama educación rompe-huesos.