A un año del huracán María: apuntes sobre un fenómeno milenario
En el Caribe, cada año, particularmente entre junio a noviembre, el azar se apodera del destino. Y es que a decir y parafraseando al poeta Pedro Mir:
hay un país en el mundo
colocado
en el mismo trayecto del Sol.
Del mismo modo podemos decir metafóricamente que nuestras islas caribeñas están no solo en el mismo trayecto del Sol sino también en el de tormentas feroces que llamamos huracanes. Esos meses marcan el inicio y el final de la temporada de ciclones tropicales cuando se presentan las condiciones propicias para la formación y desarrollo de estos destructivos y aún enigmáticos fenómenos de la naturaleza. Los ciclones tropicales son perturbaciones atmosféricas que usualmente nos afectan cuando se forman frente a las costas occidentales de las islas de Cabo Verde en África, aunque también se suelen formar al este y al sur del Caribe, en el Golfo de México y con menos frecuencia al norte del Caribe también. Vale la pena destacar que a los ciclones que alcanzan la categoría de huracán en esas aguas del occidente africano, se les suele llamar huracanes tipo Cabo Verde. Y son éstos los que históricamente resultan ser los más peligrosos y destructivos.
Un ciclón es un fenómeno donde se produce una confluencia de masas de aire con temperaturas y presiones disímiles que al interactuar conforman un vórtice que en el hemisferio norte exhibe una circulación en contra de las manecillas del reloj. De ahí, el denominativo ciclones o simplemente masas de aire en movimiento circular. El combustible principal es el calor, específicamente masas de agua oceánicas cálidas. Su mayor propensión de formación y desarrollo ocurre realmente hacia los meses de agosto y septiembre (el corazón de la temporada) precisamente cuando las temperaturas del aire, de las aguas superficiales y la evaporación alcanzan su pico acumulativo en el verano septentrional. Masas de aire más frío proceden desde el norte, conducidas por los efectos termodinámicos del Anticiclón de las Azores y más generalmente la Oscilación del Atlántico Norte. En realidad éste sistema de oscilación es un mecanismo que transporta calor desde el trópico y frío desde las altas y medianas latitudes templadas hacia el trópico conformando así las fundamentales corrientes de vientos: los Westerlies o vientos occidentales y nuestros conocidos vientos Alisios, que traen aire fresco y humedad a nuestro régimen tórrido.
La ocurrencia de estos fenómenos es milenaria, quizás tan vieja como el tiempo. Aunque son fenómenos naturales, los ciclones tropicales y su máxima expresión –el huracán- están intrínsecamente relacionados con la sociedad, la cultura, la economía, la política y en general con el devenir (pre)histórico del Caribe.
Distintos investigadores, historiadores y cronistas (Colón Torres, J.A., 2009; Fernández Méndez, E., 1959; Salivia, L.A., 1972; Tannenhill, I.R., 1944;) llaman la atención de que el concepto huracán proviene del vocablo de origen indígena Caribe “juracán” y según se cuenta significaba para los habitantes originarios “dios maligno”. Ya para el siglo 18 se encontraba generalizado el uso de este vocablo en informes oficiales según Luis Salivia en su singular libro Historia de los temporales de Puerto Rico y las Antillas. El primer temporal (ciclón) que se hace referencia en la historia colonial de Puerto Rico data precisamente de agosto de 1508 y se le llamó San Roque. Precisamente en ese mes y ese año, específicamente el 12 de agosto de 1508, comenzó la conquista de la isla de Puerto Rico por Juan Ponce de León, 15 años después que Cristóbal Colón se tropezara con ella en su segundo viaje a América en 1493. Así, el azar se encargó de que la naturaleza le diera la bienvenida oficial a la gesta imperial que apenas comenzaba entonces.
Aunque los datos y las clasificaciones son muy imprecisas, fuentes históricas diversas nos indican que durante el siglo 16 impactaron Puerto Rico –o pasaron lo suficientemente cerca para causar daños significativos– 10 ciclones, 4 en siglo 17, 20 en el siglo 18; 40 en el siglo 19 y 68 durante el pasado siglo 20. Ya sabemos que durante este aún joven siglo 21 en Puerto Rico llevamos 2 impactos directos. Posiblemente la espiral ascendente de ocurrencia de ciclones registrados según nos acercamos al presente sea producto de una mayor capacidad de observación y entendimiento científico de estas perturbaciones atmosféricas.
Hay que dejar claro, sin embargo, que a tenor con investigaciones recientes, por los efectos del llamado Cambio Climático podríamos estar atravesando por un momento de aumento en la frecuencia e intensidad en los ciclones como muy bien atestigua la gráfica sobre la formación de huracanes en el Atlántico entre 1851 y 2015 preparada por el investigador y meteorólogo Rafael Méndez Tejeda. Resalta, por ejemplo, en esta gráfica la temporada del año 2005 que ha sido reconocida como la más activa de la historia de los huracanes en el Atlántico y el Caribe, al menos desde 1851. No obstante y, por obra nuevamente del azar, en esa notable temporada Puerto Rico no recibió el embate de ninguno de los numerosos ciclones y huracanes que rondaron la región caribeña.
Fuente: Méndez Tejeda, R. 2017, Fenómenos Climáticos Extremos sus efectos en el Caribe. Ensayo propuesto para publicación en la revista de la Universidad Pedro Henríquez Ureña.
Los huracanes más devastadores que se tenga registro en nuestro país durante el siglo 19 y 20 fueron San Ciriaco y San Felipe, ocurridos el 8 de agosto de 1899 (en pleno comienzo de la dominación estadounidense) y el 13 de septiembre de 1928 (en plena caída estrepitosa de la bolsa de valores en Nueva York y en los albores de la Gran Depresión), respectivamente. En esos eventos tuvimos muertes ascendentes a 3,369 personas en San Ciriaco (el de mayor mortalidad hasta ahora) y 300 personas a causa de San Felipe. Este San Felipe, que por fortuna no causó gran mortandad en Puerto Rico, fue el mismo terriblemente destructivo en la Florida y es allí muy recordado por la significativa cantidad de personas que fallecieron.
San Felipe, que también se le recuerda en la Florida como el huracán Okeechobee, debido a que ocasionó el desbordamiento de ese lago y una asombrosa inundación, que se dice alcanzó sobre 20 pies (6 metros) y dejó bajo agua un área de cientos de miles de kilómetros cuadrados. El huracán Okeechobee en su paso por la Florida ocasionó la muerte de 4,079 personas, muchas de ellas ahogadas. Como cuestión de hecho histórico, San Felipe, sigue siendo, según datos de HURDATA (Data Base) del Hurricane Research Division en el National Hurricane Center (retrieved on march 17 2018) el único huracán categoría 5 en la escala Saffir-Simpson en haber tocado suelo puertorriqueño.
A pesar de la gran cantidad de ciclones que se registraron durante el siglo 20, el azar nos trajo la fortuna de muchas décadas de ausencia de ser azotados directamente por algunos estos fenómenos de terrible fuerza destructiva. Pasado el catastrófico huracán San Felipe de 1928, muchos de los ciclones que se formaban pasaban cerca, pero más allá de sufrir el embate de vientos de tormenta tropical o copiosas lluvias, no tuvimos consecuencias mayores en mucho tiempo. No fue hasta 1989 que un huracán tocó nuevamente suelo borinqueño. Ese año nos impactó el huracán Hugo que atacó por el noreste de la isla con gran violencia. Prácticamente tres generaciones habían pasado sin saber lo que era el embate feroz de uno de nuestros fieles acompañantes históricos.
Prácticamente veinte años pasaron hasta que el 21 de septiembre de 1998 el poderoso huracán Georges, de categoría 3 (vientos entre 111 y 130 mph o 178 a 209 kmph), volvió a recordarnos que esos visitantes inesperados pertenecen a nuestro paisaje natural y que nuestra sociedad, como todas en el Caribe, tienen en la fragilidad y vulnerabilidad dos peligrosos enemigos.
Quizás parezca que el azar gusta de ser muy curioso y entrelaza natura y cultura. A veces observamos cómo estos ciclones gustan escoger momentos muy especiales de nuestra historia para asolarnos, causar destrucción y graves daños en todos los órdenes. Así, como varias generaciones olvidaron vivencialmente lo que eran los azotes inmisericordes de los huracanes por espacio de 61 años del siglo 20, del mismo modo sucedió con nuestra economía, la cual desde 1950 a 1970 mostró un vigor que nos hizo pensar que el camino al mundo industrializado y desarrollado estaba a la vuelta de la esquina. Sin embargo, a partir de la conformación de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) en 1970 y a la espiral de aumentos en los precios del petróleo a partir de 1973, la economía de la isla entró en una alternancia de ciclos de recesiones, estancamientos y de ligeros crecimientos de los cuales nunca se recuperó realmente. En general, se fue creando una cultura de endeudamiento para solventar las crisis y la ausencia de vigor económico. La alteración y finalmente eliminación de reglamentación estadounidense que permitía la concentración de grandes sumas de ganancias de las compañías localizadas en Puerto Rico (sección 936 del Código de rentas internas federal), finalmente concluyó en el año 2005. Desde entonces la economía puertorriqueña va decayendo sin freno. La falta de vigor económico hizo evidente que unos $70,000 millones que se adeudan por diferentes instancias del gobierno colonial sean virtualmente impagables.
Desde el año 2017 el gobierno isleño ha quedado controlado por las disposiciones de una ley estadounidense que establece tratamiento de quiebra para las maltrechas finanzas del país y el control absoluto de una Junta de supervisión fiscal nombrada por el Congreso de los Estados Unidos (PROMESA, acrónimo en inglés para Ley para la supervisión, administración y estabilidad económica de Puerto Rico) con el propósito de garantizar el pago de la deuda en condiciones muy desfavorables para la población en general y, además, sin ninguna directriz para ofrecer nuevas vías de estímulo y crecimiento económico. De hecho, el economista puertorriqueño y pasado vicepresidente de la Reserva Federal en Nueva York, Arturo Estrella, ha comentado que el mecanismo que se articula en la isla para atender la severa crisis fiscal es peor incluso que los paquetes de salvamiento que el Fondo Monetario Internacional (FMI) instrumenta usualmente en muchos países.
Puerto Rico, desde hace más de una década, viene atravesando graves dificultades económicas como nunca antes en mucho tiempo. Desde hace años no hay programas de inversión para contrarrestar el envejecimiento y deterioro de la infraestructura técnica. Así, bajo las condiciones más adversas y quizás el peor momento posible, el azar de la naturaleza vuelve nuevamente a hacernos recordar que el Caribe es tierra de ciclones. En septiembre pasado, con dos semanas de separación, los huracanes Irma y María llegaron a dueto para retar la imaginación de las posibilidades. Irma atacó con furia pero sin entrar a la isla en un episodio que nos recordó la suerte que tuvimos en esos 61 años del siglo 20 durante los cuales no tocó suelo puertorriqueño ninguno de nuestros sorpresivos visitantes. No obstante, pasó lo suficientemente cerca como para padecer el embate de sus vientos de tormenta y ráfagas huracanadas de categoría 1 (74 a 95 mph o 119-153 kmph) que debilitaron la frágil y envejecida infraestructura de distribución de energía eléctrica del país.
El huracán María atravesó la isla con vientos de más 155 mph o 249 kmph (categoría 4 en la escala Saffir-Simpson) pero hay reportes de ráfagas de hasta 190 mph (304 kmph) en puntos costeros del sureste. Su rumbo en Puerto Rico fue entrando por el sureste y saliendo por noroeste devastando todo a su paso y haciendo añicos elementos clave de la red de distribución de energía eléctrica y de comunicaciones creando un colapso económico sin comparación para nosotros quizás desde 1928 cuando atacó San Felipe y a la isla aún se le reservaba el triste calificativo de la Casa pobre de América. Cifras diversas del monto de daños se barajan desde los $95,000 a $105,000 millones, muy lejos de las cifra de $20 millones y $50 millones en daños estimados por San Ciriaco y San Felipe respectivamente en aquellos tiempos pasados.
El deterioro físico y moral del país es de tal naturaleza que, pasado el tiempo, no podemos aún cifrar con precisión las defunciones causadas por el siniestro huracanado que ha marcado el devenir histórico del país como ningún otro antes. La cantidad oficial de defunciones a causa del huracán se cifra hoy en 2,975, muy distante de los primeros datos que fijaban las fatalidades en 64. Hoy tenemos cientos de empresas comerciales y pequeños negocios continúan sin operar por distintas razones, algunos jamás volverán a operar. Realmente para muchos es difícil pensar que la isla volverá a hacer lo que era antes de ese septiembre de 2017, aún más allá de inyecciones cuantiosas de dinero que se prometen en ayudas e inversiones en infraestructura por parte del gobierno de los Estados Unidos.
La verdad parece ser que las ayudas brillan realmente por su ausencia. Se dice que a un año de haber pasado el siniestro, miles, quizás cientos de miles de puertorriqueños han abandonado definitivamente la isla rumbo a los Estados Unidos en general pero hacia el estado de la Florida en particular. Nuevamente natura y cultura se entrelazan con el azar en estas islas en el mismo trayecto del Sol.