Afidávit
El sábado 7 de marzo de 1979, a eso de las once de la mañana, Edmundo “Mundo” López Tejera, mayor de edad y vecino de Santurce, salió con su hija Kamini, portadora de la misma circunstancia residencial y de cinco años recién cumplidos, a comprar un alicate en la ferretería Merino. La sentó en el counter y le dijo que lo esperara. Ella lo desobedeció, y se fue corriendo al pasillo donde mejor se olía el metal nuevo y la promesa de óxido. Éste es un Phillips, éste es de estrella, se recitaba mientras tocaba cada herramienta. Le habían enseñado a recitar las cosas que más le gustaran, a memorizar ritos alegres. Y es que activar la memoria de lo feliz era algo que había aprendido Mundo en su único viaje a la India, viaje que había disfrutado muchísimo y donde había perdido el dedo meñique de la mano derecha al caérsele encima el vidrio de una ventana que estaba ayudando a montar. De ahí también había sacado el nombre de su hija, que ya a esta tierna edad sentía el gusto de saberse de memoria el Padrenuestro y “Fumando espero”, y de declamarlos a quien se lo pidiese.
–Cómprate un chicle en lo que termino aquí –le dijo a la nena, que cogió la ficha de diez y salió corriendo de nuevo. Domingo Domínguez salía del radio a toda voz y los zapatitos que le apretaban hacían topitopitopi en las losetas del pasillo. Mientras Kamini traqueteaba con la llavecita de la máquina de dulces, Mundo volvía a la caja registradora. El hombre de la caja le extendía una bolsa de papel, sonriendo, y a Kamini se le ocurría que sería bonito tener un retrato de eso y guardarlo en una cartera como su mamá guardaba las fotos en la suya. A veces a Kamini le gustaba sacar las cosas de la cartera de su mamá y ver las fotos. Las sacaba y miraba las fechas que su mamá había escrito al dorso en pluma roja o verde con una letra linda que ella no alcanzaba imitar. En la cartera también había mentas y cigarrillos suaves que olían a bondad.
Antes de salir de la tienda respiró hondo, como siempre que acompañaba a su papá a la ferretería. Afuera le esperaba el aserrín, el calor, el fuetazo de sol al vinilo blanco del carro, la bolita de azul duro y acanelado que mascaría con recelo. El calendario raído del counter se veía demasiado viejo para tres meses, pero mostraba claramente la fecha, con lunita sonriente y nombre de santo, un día antes del domingo en rojo. Por eso es que Kamini se grabó en la mente que todo esto había ocurrido el sábado 7 de marzo de 1979. Aquí un recuerdo puro de la alegría a los cinco años, alegría redonda que de tanto alegrar empacha, la alegría de acompañar al padre, los sábados, a la ferretería.
Comparecen, de otra parte, Ricardo Sarpi, de 40 años mal llevados y vecino ocasional de San Juan, junto a su esposa Brenda Collor, de 37 y morada en transición. Por lo que vemos que la estampa feliz ya se hace acto, y no tanto: se complica el retablo cuando llegan dos, o tres. Ricardo abre la puerta del establecimiento con dedos quisquillosos y enseguida hace un mohín con los labios, porque el aire acondicionado de Merino está puesto tan fuerte que choca, y él sabe que no le cae bien el aire frío cuando está sudadito. Ricardo suelta la puerta y unos segundos después entra su mujer, seguida de una nena en tutú. Al hombre de la caja registradora le dan ganas de corcovar, de salir corriendo por la puerta de atrás. Y es que el hombre de la caja registradora es muy perceptivo y sabe qué clientes le van a traer problemas, y éste que está aquí, de cuerpo mullido y cara apretá, no inspira confianza.
–Se me dañó el aire del carro –le espeta, sin siquiera dar los buenos días, y se le para frente al counter, sudando.
El hombre de la caja registradora parpadea. –Aquí no se arregla eso. ¿Lo llevó al mecánico?
No. Necesito que me arreglen el aire ahora. –Ricardo le echa un vistazo al calendario raído y respira profundamente. Mañana es día de San Casimiro y el aire huele a plástico. –Y también me abre la caja y me da todo el dinero, que tengo prisa.
Mientras tanto, en el estacionamiento, Kamini miraba con añoranza hacia la entrada de su templo sabatino. Hubiese querido quedarse un rato más, porque al ver a la nena en tutú le habían dado ganas de entablar conversación, de recitarle algo que la hiciera bailar. Ella también tomaba clases de ballet, pero no le gustaban. En la clase la maestra les pedía a las niñas que se acostaran boca arriba en el piso y que imaginaran que una soga invisible les salía del pecho y las halaba hacia arriba, para así acabar en posición sentada sin usar las manos para impulsarse. Kamini nunca lograba sentarse sin empujarse con las manos, y esto la frustraba muchísimo, porque adivinaba que le estaban mintiendo, igual que la enfermera del laboratorio le mentía cuando le aseguraba que sacarle sangre se iba a sentir como la picada de un mosquito. “Pero si las picadas de mosquito no se sienten, y esto sí”, protestaba Kamini. Y luego pensaba que por eso es que los mosquitos se salen con la suya, porque uno no se da cuenta que lo han picado hasta después, cuando se rasca. Pero a alguna gente no le importa la verdad, y no vale la pena discutir con ellos.
Kamini pensaba en esto mientras consideraba su próxima movida. El carro no había arrancado todavía. ¿No podría bajarse rapidito, entrar en la ferretería, y presentársele a la nena en tutú? Sí podía. Su abuelo le acababa de regalar un libro maravilloso, en el que una niña llamada Jossette va de compras con su niñera Jacqueline y conoce a otra niña llamada Jacqueline, y Jossette, acostumbrada a que su papá le haga cuentos maravillosos en lo que nada tiene sentido, empieza a repetir las locuras que ha oído esa mañana, y anuncia que todos –la niña, sus hermanos, los tíos, los vecinos, el perro, la sombrilla– se llaman Jacqueline también. A Kamini le daba mucha risa. Tenía ganas de recitar estas alegrías sin sentido.
Así que abrió la puerta del carro con mucho esfuerzo y regresó a la ferretería, topitopitopi en el concreto, y entonces abrió la otra puerta decididamente, con tanta fuerza que el vidrio vibró. Mundo ni siquiera tuvo tiempo de apagar el carro.
No hizo sino lanzarse de vuelta a la tienda para agarrar a su hija cuando vio retazos de un retrato mal tomado: el brazo del hombre de la caja, los cinco dedos sobre el calendario, los otros cinco dedos, los de Ricardo (dedos regordetes pero ahusados, que terminaban en piquitos), abrazados a la pistola. Vio a Brenda, que también miraba, cariñosa y solidaria, vio a la nena en tutú, impávida, y a Kamini, cuyos ojos se querían quedar con el lugar, mascando su chicle, tan chiquitita ella, y sacó fuerzas de donde no las tenía desde que había regresado de la India en aquel viaje alegre que le había valido una pérdida digital.
Testigos oculares, cuatro, con circunstancias extenuantes. Por lo que predecimos una sentencia no favorable para el acusado, por los dos cargos de asesinato de retratos: el de un hombre y el de un recuerdo feliz.
Esta historia es parte de Neural, libro de cuentos que la autora publica próximamente con la Editorial Secta de los Perros.