“Aire en tres tiempos que se engarzan”
Aquí una de las viñetas que componen el libro “Aire en tres tiempos que se engarzan – Memorias II”, del cual el editor y escritor Bernardo López Acevedo ha comentado que “es un relato tan íntimo y tan tierno, que hace llorar. Lo único es que llorar por algo bien escrito es una manera de reír. Hermosos pasajes, hermosamente escritos…”
…sí, una madrastra…
Entro a este segmento, que por muchos años fue la puerta del terror, con el sonido de La flauta mágica. Mozart, aquí en este Aire…, y Verdi en Tarareando…, han sido mis escoltas en lo escrito. Con ese odioso arquetipo de la madrastra que los cuentos de hadas y muñequitos, entre otros, recrean, con ese también me enfrenté, y claro, complicándose aún más la villanización de la madrastra, pues de pequeña sentí amor por la mujer que cuidó de mí algunos años y que cifró en mi crianza, quizás, la consecución de algunos de sus sueños; la dejé de ver a fines de la década de los ’70. La cosa no es tan lineal, pues, resulta que mi madrastra, Alesia García Alvarado, “Nana”, era prima hermana de mi madre, Julieta Leonor Alvarado Lozano, y quien la trajo a Puerto Rico de vacaciones al salir mi madre del Convento de monjas Salesianas donde estudió. Allí, en casa de mi madrastra, heredada de la familia Alvarado, (otrora dueños, los tíos abuelos ingenieros, Arturo y Miguel, de la Cafetería Alvarado, hoy Cafetería La Mallorca en el Viejo San Juan), fue que mi padre conoció a mi madre a quien, me contaron, vio en el jardín (lo bucólico, de nuevo) y parece haber decidido que sería la madre de sus hijos; mi padre rondaba por los 41, mi madre no había llegado a los 20 y ni siquiera sabía todo de cómo nacían los niños. Así las cosas, mi madrastra ayudó a que se produjera la relación y la boda; casaron (pude ver fotos bellísimas de ese día), me concibieron, nací, concibieron a mi hermano, nació, -ambos en el Auxilio Mutuo-, y ya, se acabó lo que quizás nunca fue otra cosa que no fuera un lazo milenario que clamaba por retribuciones en esta existencia. Poco a poco la madrastra comenzó a tener un papel protagónico en el cuido (crianza) de los hijos y yo (no creo que mi hermano) comencé a sentir afecto profundo por ella; lo que de niña sentí de ella fue siempre “buena vibra”, (a pesar de que cuando muy niña la mordí en el cuello mientras me cargaba), lo cual con el paso de los años, y a mi regreso a Puerto Rico, cambió. Fueron 11 años de ausencia y 11 años los cuales mi padre (y ella, imagino) pasó esperando que regresáramos; al regresar a los 18 años, e ir a lo que se designó como mi cuarto, noté que había timbres a la altura de la cama para llamar en caso de cualquier emergencia, cuidados que se le proveen a los niños chicos no a los adolescentes. Mi madrastra fue (quizás hasta hoy que la escribo y me escribo con ella) una de esas grandes lecciones de mi vida, y de la cual, lo sé, todavía no he prensado el caudal de conocimiento, de mí y de todo, que esas instancias produjeron en experiencias de vida, pero sí sé que, poco a poco, he ido tratando de ver desde sus zapatos lo que me ha permitido darme cuenta de lo infeliz que fue al lado de mi padre que no representaba nada de lo que ella quiso en su vida; a mi padre le gustaba el quinteto La trucha de Schubert, lo gozaba; a mi madrastra, no. Pero a ambos les gustaban las flores: a uno, los lirios y las orquídeas; a una, las rosas y las orquídeas. Los intríngulis de la vida y las retribuciones que en ella recibimos y, en algunos casos damos y promovemos como instrumentos, a veces de manera inconsciente, son la orden del día en cada una de las experiencias-recuerdos que guardo de Nana, a quien nunca pude decirle por su nombre a pesar de que lo intenté cuando quería devolver el maltrato arquetípico y las palabras desmerecedoras de mi madre y también de mi padre. Mi lucha era campal (y a veces ni siquiera sabía que estaba luchando, sencillamente no entendía) pues trataba de no sentir el amor que sentía por ella al percatarme de que entre ella y mi madre había, sí, una rivalidad arquetípica (e imagino que ellas mismas sentían entre ellas esa misma lucha campal pues por momentos veía mucho afecto de parte y parte) ; intenté borrar un amor que surgió desde muy pequeña y guardo de ella unas imágenes de, incluso, completa serenidad y solaz y protección, encadenándose estas tres palabras con la conjunción copulativa, para así recalcar el buen manojo: llevando las rosas a la floristería del Caribe Hilton que las compraba; yendo al Colmado Agosto, sita en la carretera vieja de Guaynabo, al Banco Popular de Puerto Rico en uno de los pisos altos del edificio de la institución en el Viejo San Juan; en el carro, camino a las pajama parties en casa de las amiguitas Escuchas (Brownies); en la hora de la cena mirando el jardín por una ventana inmensa, desde donde se avistaba un gigantesco árbol de mangó, debajo del cual había un par de banquitos de cemento; en mi primera comunión en el Colegio de las Madres (de donde ella era egresada, de las Madres en Nueva York: Manhatanville, donde quería que yo estudiase y adonde me llevó a una entrevista, allá por White Plains) y en la sesión fotográfica de ese hito; en las fiestas infantiles adonde me acompañaba, en fin, en las actividades cotidianas de una niña. Tuve y disfruté con mi madrastra un vínculo materno, vínculo que, sabemos, inicia tradicionalmente las relaciones con el otro: he ahí el meollo de lo difícil que fueron esos años: 1966-1970, y luego, hasta fines de la década del ’70 cuando dejé de verla, por pura sobrevivencia; he ahí, en ese vínculo, también, el meollo de muchos dolores y asombros.
Las rabietas más intensas, que revelaban una completa impotencia frente a una situación que no acababa de entender, las escenifiqué con ella, violentas discusiones y ataques, que, claro, me producían, luego, una gran culpa y una confusión aún mayor. Cuando regresé a Puerto Rico a los 18 años, y antes y después de irme al Finishing School, “Miramar”, (idea de ella por la cual siento gratitud) comenzó a surtir efecto lo que después conocí como el doble vínculo de Gregory Bateson: me quería por momentos y por momentos no; me hablaba cosas maravillosas para enseguida decirme lo contrario. ¿Cómo podían cohabitar el amor y el no-amor? Me sentía responsable de tomar en mis manos la venganza ¿de qué?, no lo sabía, pues era difícil adjudicarle a Nana toda la maldad que se le atribuía, pero sí comencé a ver, aunque no lo articulaba, la fuerza de, ahora sé, de su infelicidad y dolor. A la misma vez me daba cuenta de que estaba frente a un ser humano conocedor de cosas que yo desconocía, y no atinaba a ver cuáles eran. Quería de mí algo de lo cual no atinaba a darme cuenta aunque sí sabía que parte de los planes eran casarme con alguien conocido por ella y mi padre, no por quien fue luego mi primer esposo, Noel Colón Santini, matrimonio que tuvieron que aceptar porque no había nada que no fuera bueno en él ni en su familia; un buen hombre, de una familia puertorriqueña de gran valor, a quien no supe querer como se merecía. Vale esta nota que aquí incorporo: no pensaba que en este escrito, en este tejido de mi vida, incluiría un segmento de Nana, y éste ha sido el desvelamiento de este acto creador, como lo fue en Tarareando en clave el son de los ’70- Memorias el descubrimiento de mi madre y mi padre como amigos, en la última viñeta: “Cuando un amigo se va”. Y me produce mucha alegría darme cuenta de las palabras que aquí he incorporado porque me parece que casi completan (al menos en estas etapas) el trabajo de baldear y restregar los resquicios internos, los intersticios en donde se han anidado algunos recuerdos que hoy brotan como memorias que han pasado por el crisol y el tamiz del perdón y del amor. A este otro, -otra- tan arquetípico como villano, lo –la- abrazo hoy, y mirando al mundo de esos años desde sus zapatos me duelen hoy sus dolores, y los que en mi rudeza, y no reconocimiento del prójimo, pude ocasionarle; mas también puedo ver mi dolor y mi desconcierto, así como los dolores de mi madre y de mi padre. Grandes luchas, sí, grandes, fueron las de aquellos tiempos que se extendieron por luengas horas y que hoy redimo exonerando a esa alma de todo lo que la hizo parecer a la Reina de la Noche, es más, sin la Reina de la Noche no estuviera hoy escuchando la dulzura y fuerza de La flauta mágica. Y, sí, ella, a su manera, también fue amiga y asimismo me brindó cosas buenas y bellas para mi vida, y lecciones magistrales que están empezando a dar sus frutos; la quise también, y mucho, y hoy me atrevo a enunciarlo. He abrazado otra de las sombras.
* Proximamente publicaremos la presentación inaugural del libro, versión impresa, por la Dra. Luce López Baralt.