Andrea tiene que ser escuchada
El asunto es viejo. Viejísimo. Una y otra vez la secretividad nos juega en contra a las mujeres. Carmen Luisa Justiniano, una jíbara de Maricao que nació en 1918, en su maravilloso libro Con valor y a como dé lugar describió con brillantez varios pasajes de cruda violencia machista. “La primera vez que vi a Papá golpear a Mamá fue mientras vivíamos en la Siete Cuerdas” –era 1925– “una noche cuando ella ya estaba en los siete meses de embarazo de la niña Cándida, después de la medianoche se escucharon los pasos del caballo. Ella, que no dormía cuando él salía de noche, al escuchar que llegaba salió en puntillas. Así a oscuras y sin poder caminar a causa del peso de la barriga, se arrastró por debajo de la cerca, produciéndosele una herida en la espalda con las púas del alambre. En su nerviosismo tomó por dentro de la finca al compás de la cerca con miles trabajos hasta que llegó a la casa de los Collazo, donde pidió refugio. Pobre Mamá, a esas horas de la noche, fatigada y asustada y con su carga de barriga, sus ropas desgarradas y su espalda sangrando. Papá fue a parar a la casa del vecino y aunque Mamá le rogó a don Collazo que la dejara pasar la noche en un rincón, el anciano no estuvo de acuerdo y la hizo salir y se la entregó a Papá que la llevó a rastras dándole de bofetadas y empujones por todo el resbaloso camino. Yo me estaba muriendo del miedo y de la pena por la pobre Mamá. Al día siguiente le curé su espalda mientras ambas llorábamos nuestra desgracia”.
Ni Carmen Luisa ni su mamá tuvieron una ley que las protegiera, ni acceso a la justicia y mucho menos salas especializadas en este tipo de violencia dentro de los tribunales. Pero, el desenlace hubiera sido el mismo si quienes están a cargo de esas protecciones operan como don Collazo. Si los responsables de hacer cumplir las leyes creen que estos asuntos son problemas entre marido y mujer que pertenecen a la “intimidad” de las parejas, si creen que el depredador tiene título de propiedad sobre la mujer, si creen que las mujeres somos culpables de la violencia de otros, si creen que las mujeres queremos que nos protejan no del depredador sino de una vergüenza pública. Vergüenza que existe solo en la mente de quien no ve su vida en peligro.
En la Resolución en la que el Tribunal Supremo decide equivocadamente mantener en secreto la forma en que fue tratada Andrea Cristina Ruiz Costas cuando denunció a su agresor, el juez Kolthoff Caraballo se preguntaba, “si concedemos lo que solicita, ¿qué efecto tendría eso sobre las víctimas de este terrible mal social que tuvieran la necesidad de acudir en un futuro a nuestras salas..? ¿tendrían razón de mostrarse cautelosas ante el temor de que la grabación de lo que se vierta en ese delicado proceso pueda ser solicitada para luego ser divulgada al público en general? Intento responderle al juez desde mi propia feminidad. A lo que temo (y mucho) no es a que se divulgue detalle alguno de las acciones de un agresor. Lo que de verdad me aterra es que mi denuncia no sea escuchada, que mi derecho a vivir mi vida como me dé la gana no sea vindicado, que mi agresor salga por la puerta de un cuartel de la policía o de un tribunal con hojas de laureles. Yo, que como cualquier otra mujer vivo en cautela constante, le digo que ojalá. Ojalá que todas las veces que una mujer pida ayuda ese grito se haga público y ojalá que de los próximos se entere el país entero. Estoy segura, segurísima, que esas valientes mujeres tendrán tras de sí a un ejército de hermanas mayores listas para la batalla. Estoy segura que después de un grito público, sin vergüenza, sin culpa, sin delicadeces, el rastro de sangre no va a llegar hasta sus cuerpos calcinados y abandonados.
Si los jueces y juezas escuchan a la propia Andrea. Si la escuchan sin permitir interferencias de sus propios prejuicios, tendrán la respuesta a sus preguntas de forma muy clara. “Que sea lo que Dios quiera”, le decía resignada a una amiga, “que esto me sirva de lección”, “de esta pues aprendo”. Ya hubiera querido yo poder escucharla mientras aún vivía para decirle que ninguna mujer tiene que aprender esa lección, que en situaciones como las que ella vivió no hay nada que negociar ni nada que aprender, que la culpa y la vergüenza le pertenecen en exclusividad al depredador. Pero no lo pude hacer porque el sistema, como don Collazo, le cerró la puerta en la cara y la dejó salir de allí sola e indefensa junto al agresor. Las juezas que la atendieron, la fiscal y ahora el Tribunal Supremo mantuvieron y mantienen el grito de auxilio de Andrea en secreto, dentro de un “proceso delicado”, en privado, en la oscuridad. Tan oscuro, solitario y denigrante como el paraje en que fue encontrado su cuerpo asesinado y mutilado.