Aniversarios y Trotadoras
Septiembre 2018
Trotadoras
Llevo exactamente 79 días sin encarar una página en blanco. La última vez que lo intenté cerré el documento luego de varios minutos y resentí un poco al computador cuando me preguntó si estaba segura de que quería cerrar el documento sin grabarlo. Sí, estoy segura, pensé. Algo mío no estaba ahí, entre esa maraña de letras arrojadas al vacío. Y me asusté. Desde entonces, he estado inmersa en proyectos que me alejan del teclado: podcasts, producciones locales, talleres de teatro – tengo un corazón teatrero que, cuando encuentra tiempo y espacio, es feliz entre tablas. Pero el caso es que hoy he regresado. Esta mañana no sabía que hoy sería el día. Pero pasó. Me levanté con hambre de llegar aquí, a este lugar. El sábado pasado le dije a una amiga que estaba cansada de estar en tantos lugares, que quería estar en uno solo, a lo que ella me respondió que “llevamos nuestro centro a donde quiera que vayamos”. Sabia. La escuché y sospeché que el regreso estaba cerca. Volver a la página en blanco e irla viendo escribirse es casi lo mismo que sentir el sol luego de un invierno muy cruel. Escribí hace unos años que para una isleña mirar al sol desde el frío es un ritual que reclama calor, y que cuando eso no pasa, se siente una un poco traicionada por esa pelota de luz que, en ese instante, fría, ilumina desde allá arriba. Lo mismo pasa con las páginas en blanco, cuando pasan los minutos y escribe una sin encontrarse ni un poco. Hay algo de la escritura que siempre sirve de espejo por muy rota que una esté. Reconocer eso a veces es el primer paso para reconstruir lo que una misma quebrantó. Entonces celebraré este aniversario, la fecha de mi regreso a este lugar. Aniversario. Esa palabra. Nunca he sintonizado del todo con esa reverencia absurda que se le tiene a las fechas, amarrarse a ellas como si los calendarios a veces lo entendieran todo. Respeto el tema de fijar un punto en el tiempo para celebrar algo que, por equis o ye razón, significa o significó: un nacimiento, una unión, un comienzo, incluso un final.Pero hay una frase que llevo escuchando desde hace unos días y no logro hacer las paces con su cuerpo: el aniversario del huracán María en Puerto Rico. La escucho en emisoras radiales, la leo en periódicos, la escribo en correos electrónicos de trabajo, y se me tuerce la garganta. Se me achica un poco el lagrimal izquierdo y creo que es coraje hecho algo más que gotas, es enojo hecho un noentiendoaunquesíperono tan denso que no logra acabar de desbordarse por la extremidad de mi ojo. Me inunda entonces por dentro, recorre la piel del rostro aguándome los cachetes, la frente, la nariz, se cuela hasta la boca en un sabor amargo y se filtra hasta el pensamiento.
Conmemoramos para recordar. Y no entiendo qué esfuerzo es el que tenemos que gestar para rememorar aquel 20 de septiembre de 2017. Nadie que haya vivido el paso del huracán María en esta isla necesita un evento para “no olvidarlo”. Los que estuvimos aquí, en presencia o en espíritu, tenemos aquella madrugada bien grabada en nuestro imaginario. No suelo generalizar cuando escribo, pero en este caso, me atrevo. La memoria del cuerpo es poderosa. Y acá hasta la tierra aún recuerda cómo nos volcó la fuerza de aquel viento impetuoso. Las plantas ya no crecen igual. Algunos terrenos aún surcan desde su mineralia las rutas a la recuperación de su geografía de siembra. Y a veces pienso que el cielo, cuando suelta gotas con fuerza, recuerda la madrugada que pareció soltar rocas en lugar de gotas. Alguien tendría, además, que registrar la memoria onírica del huracán. ¿Con qué soñamos cuando soñamos con el huracán María? ¿Qué memorias siguen ahí, sin querer marcharse, por muy tóxicas que sean? Pienso la pregunta y me llegan respuestas y las ignoro. Soy intencional. Las agarro con la respiración y las despojo en una exhalación que dice “estoy harta de tanta nostalgia banal y superflua”. Para los aniversarios las bodas; no los huracanes.
El rostro de la abuela que llora porque tiene una condición médica y vive sola, en una casa hecha revoltillo de escombros; la mirada del niño que pinta en un libro de colorear durante horas para distraerse de los cables de electricidad que cuelgan al descubierto en su casa de madera, vulnerables a la lluvia; la mirada de la madre que te abraza en plena entrevista por la sola memoria de los días en los que no supo si, al día siguiente, tendría acceso a la medicina que previene a su hija de sufrir daño cerebral inmediato: nada de esto merece regodeos de nostalgia. Urge, más bien, mucho menos regodeo y tanto más alimento, agua potable limpia, vivienda segura, atención médica, condiciones de vida cónsonas con cualquier noción mínima de dignidad humana.
Llevaba exactamente 79 días sin encarar una página en blanco. La última vez que lo intenté cerré el documento luego de varios minutos y resentí un poco al computador cuando me preguntó si estaba segura de que quería cerrar el documento sin grabarlo. En unos minutos quizá repita la gesta y esta vez quizá también prefiera borrar esto. Escribir a veces es tener a dónde volver, y no sé si quiero regresar a esto. Que la memoria a veces salva, pero tantas veces más, a destiempo, quebranta.
Trotadoras
Un amigo bailarín me dijo hace unas semanas que las trotadoras son crueles. Tanto moverse para comenzar y acabar en un mismo lugar. Lo escuché, y recordé que hay algo con eso de correr en sitio que nunca entendí de chica. Crecí sin prestarle mucha atención al ejercicio. Ejercitaba los ojos leyendo jornadas largas que pronto se traducirían a un primer par de espejuelos, y las manos escribiendo fragmentos que quedarían en alguna libreta que ya no tengo. Lo más cercano a alguna gesta deportiva fue la fatídica idea de anotarme en un equipo de fútbol a los 17. Luego del primer partido, a todos nos quedó claro que el deporte no es mi primer lenguaje – aunque lo admiro y mucho tendríamos que aprender de los atletas y su inteligencia del cuerpo. De aquellos días, las memorias a las que regreso con mayor ternura toman lugar en las prácticas, cuando corríamos bajo la lluvia. Aquellas tardes en Carolina, Puerto Rico, fueron felices – o al menos buenas versiones de la felicidad.Como a eso de los 21 comencé a correr por mi cuenta. Al principio prefería el aire libre. Tengo corazón boscoso, y mi niña interior solía ser feliz mirando las hojas y las flores al borde de la acera mientras trotaba. Van meses desde que eso cambió. Prefiero estos días los espacios cerrados. Las semanas posteriores al aterrizaje del huracán María en Puerto Rico corría a oscuras en una pista. Tanto pasando en el país era abrumador, y sin electricidad ni un teclado a donde llegar, aquella cinta redonda se convirtió en un buen espacio de despojo. A veces me daba la medianoche corriendo, y el espacio quedaba aún más solitario de lo usual y aunque siempre he sido muy solitaria y me siento muy segura y cómoda en la soledad, sí que a veces sentía miedo. Al final me aterraba más la posibilidad de no tener ese despojo, y me quedaba. Corría un poco más. Cuando regresó la electricidad, comencé a preferir las trotadoras.
Me encierro en esa cápsula de tiempo que es una cinta en movimiento sobre la cual pisar, y tanteo la velocidad. Algunos días mi cuerpo necesita correr del mundo, y practico el aislamiento a ritmos acelerados. Otros solo necesito pasear por la humanidad, escuchar una buena canción y sudar como si de eso no dependiera nada. Sea como sea siempre llego, intento llegar. Correr también es acercarse al borde de algunas fisuras. Quizá por eso llego al cintillo con respeto. A veces siente una que, mientras corre, se aproxima a las huellas de un quiebre que ya pasó, pero dejó rastros de huracán. Otras tantas, las fibras energéticas del universo parecieran correr juntas contigo hacia un mejor lugar. Creo que ya he hecho las paces con eso de estar mucho tiempo en un mismo espacio – guión de honestidad: no sé si escribo esto porque ya pasó o porque quisiera que pasara, a veces no escribimos las cosas que nos han sucedido, sino las que quisiéramos que ocurrieran. No lo sé, pero ya casi dan las diez y el cuerpo lo sabe porque un hormiguero comienza por dentro: es hora de correr, y una trotadora -siempre- espera.
*Ambos textos fueron escritos originalmente para ViceVersa Magazine, revista literaria de Nueva York.