Antípodas
SUPONGO que en todas partes algunos niños sentían el deseo de cavar hoyos en la tierra y escapar por ellos hacia el lado opuesto del mundo. El placer de ensuciarse las uñas hundiéndolas en el suelo no se pierde. Escribiendo estas líneas me di cuenta de que la fascinación infantil de entrar en un mundo otro abriendo túneles con dedos manchados de tierra estaba intacta en mí cuando empecé a escribir, y que algo tiene que ver la escritura con el deseo de replicar esos placeres subterráneos que han sido para mí los libros.
Publiqué mi primer libro en 1994. Era casi de rigor, entonces, relatar la historia de la madre. Aquella novela, Angélica furiosa, aprovechó testimonios directos de ella y de algunos pobladores del lugar de sus memorias. Mi madre nació en 1925, en un campo montañoso del interior de Puerto Rico. Vio, con más capacidad de adaptación que yo, la transformación de una colonia agraria en colonia militarizada e industrializada, incapaz de generar riquezas que impidieran la emigración obligatoria de la mitad de sus habitantes. Casi todos los hermanos y hermanas de mi madre tuvieron que emigrar. Al cabo del tiempo regresaron algunos. Además de despedirlos cuando salían de viaje, ella vivió la muerte de casi todos sus diez hermanos, desaparecidos en Nueva York o Chicago o el South West.
Más acuciosa era la sensación de la impotencia que se respira en un país invadido por poderes aplastantes y la posibilidad de fraguar un universo narrativo que respondiera al horror de un lugar donde nada se controla, la tecnología es ajena y todo parece suceder por obra de magia.
Cuando me propuse narrar las historias del mundo de la infancia de mi madre me enfrenté a un problema: ¿cómo contar, en el umbral del tercer milenio, historias que podían emparentarse con culturas ancestrales, arcaicas, excluidas de la letra o achicadas por el costumbrismo? Por suerte los límites políticos no tienen que respetarse en la literatura. Las historias de mi madre arrastraban los ecos de toda una biblioteca recuperable. En aquella primera novela escribí personajes de un territorio extendido, empatando tradiciones de raíces largas, en particular las esotéricas y ágrafas, transmitidas por vía del aprendizaje eminentemente femenino de la curandería y la magia.
El arte de cartografiar territorios conectados por la imaginación volvió a aflorar en la escritura de la segunda novela. En 1996 el planeta vivía la etapa más pujante de la red integradora propuesta por los poderes de la globalización neoliberal. Países, industrias, oficios, colapsaban o se hundían en la depresión económica. Parecía inexorable e incluso admirable la propuesta, desde el capitalismo global, de una literatura sin marcas de identidad intraducibles y de alcance global. En materia de mercados literarios internacionales, bastaría con veinte autores principales que compendiaran el mundo. En ese torbellino se tachaban regiones y culturas, pero también se fusionaban fértilmente culturas fronterizas.
Puerto Rico es una colonia intervenida militarmente hace siglos. Su cultura letrada se gestó y formó en colonia. Esa gestación ha producido expresiones singulares, más diversas de lo que suele advertirse, y más interesantes. Cuando escribí mis primeros libros no quería volver sobre el problema de la identidad nacional como encerrona irresoluble y agónica. Tampoco me atraía la vacuidad del evangelio del consumo y los mercados, la profundización no solo de pobrezas materiales, sino de la pobreza de los sueños, la erosión de la sensibilidad, el achicamiento de los espacios diversos. Buscaba un espacio narrativo desde el cual poder contar historias radicalmente humanas a lectores de entre siglos. Más acuciosa era la sensación de la impotencia que se respira en un país invadido por poderes aplastantes y la posibilidad de fraguar un universo narrativo que respondiera al horror de un lugar donde nada se controla, la tecnología es ajena y todo parece suceder por obra de magia.
Entonces descubrí o redescubrí la virtud narrativa de los lugares subterráneos, las antípodas imaginarias que algunas niñas persiguen escarbando hoyos en la tierra. Decidí que los aires y la superficie terrestre estaban ocupados hasta el inmovilismo, pero que la tierra tiene un adentro. El dato es comprobable con instrumentos de medición. Leo que en la isla mayor del archipiélago de Puerto Rico, bajo una superficie terrestre que no llega a 10,000 kilómetros cuadrados, se encuentra uno de los sistemas de ríos subterráneos más extensos del mundo; el mayor, se alega, del hemisferio occidental. Todavía no se han explorado todos esos pasajes, se dice. Esa extensión misteriosa que subsiste en la más implacable ocupación de todos los resquicios de un territorio intervenido se puede comparar con los más oscuros procesos mentales: “La imaginación no opera dentro de la tierra del mismo modo que en la superficie de la tierra. Bajo tierra, todo camino es tortuoso. Es una ley de todas las metáforas del caminar subterráneo”.[1]
Buscando cómo prolongar en la escritura la sensación de un universo liberado y reconstruido, descubrí en las figuraciones del subsuelo una imagen constante en diversas culturas. Solo al amparo de la oscuridad que borra el contorno habitual se adiestran los sentidos en la percepción de lo que no solemos distinguir. Aquella segunda novela, El cuarto rey mago, transcurre en una montaña poblada de santos estrafalarios, a la que se accede por pasajes subterráneos. La vía unitiva es el agua. El protagonista llega a las alturas de una montaña hundiéndose en las aguas turbias y burbujeantes de un río legamoso. Tan pronunciado es el descenso que ya no le es posible guiarse por los criterios de arriba, abajo, derecha, izquierda, norte o sur, puesto que donde no hay límites las brújulas revientan. El viaje subacuático por aguas pobladas de monstruos melancólicos equivale a un extravío en la intimidad propia.
La ficción no es sino un pálido fuego nostálgico de las luces que no vemos. Esa ceguera no siempre responde a condiciones biológicas. El prodigio de ciertas personas que sobresalen por su extraordinaria percepción sensorial, imaginación o calidad de pensamiento nos dice que la ceguera apocada del común no se debe solo a las limitaciones de un cuerpo mortal. Sabemos que la socialización acarrea una cierta censura del deseo de explorar, como si al crecer se cumpliera con un contrato automático que reduce el alcance del entendimiento. Sin embargo, más allá de una vida que apenas logre reproducirse biológicamente, algo persiste en nuestra adultez del deseo de ver lo que se supone no podamos ver. Ubicar un espacio distante, en un mundo subterráneo, del otro lado del agua, no es diferente a las condiciones que se perciben como necesarias para tomar la palabra y poder escribir. Proponer ese otro espacio alejado de los cotos habituales forma parte de la posibilidad de construir un proyecto narrativo. Si ese espacio se ocupa a cierta distancia del campamento donde pernoctan las mayorías de la tribu, no se deben esperar la comprensión y el aplauso.
La caverna, las oquedades del cuerpo, los órganos, son también lugares opacos y también de revelaciones.
La fascinación del mundo subterráneo era (quizás sigue siendo) una fantasía infantil común. El mismo Gaston Bachelard, buen guía de viajeros sin prisa, ubica en las grutas subterráneas el lugar propio de la ensoñación, instrumento de la imaginación, y valida sus ideas con pasajes de textos literarios. El lugar de la gruta es un adentro: “Toda materia imaginada, toda materia meditada, es inmediatamente la imagen de una intimidad. Esa sustancialización condensa imágenes numerosas y variadas, nacidas con frecuencia en sensaciones tan alejadas de la realidad presente que parece hubiera todo un universo sensible en potencia dentro de la materia imaginada”.[2] Es entre tinieblas que se ve lo que generalmente permanece invisible, que se huele lo que normalmente no alcanzan nuestras narices. La caverna, las oquedades del cuerpo, los órganos, son también lugares opacos y también de revelaciones.
Entre los escenarios imaginables subsistió el ámbito oscuro, subterráneo, en la ciudad moderna. Un paradigma fue el París del siglo XIX, que se levantó sobre las ruinas de ciudades anteriores. Capital de la modernidad, según Walter Benjamin, símbolo de oposición cultural al imperio del Norte para generaciones de las élites letradas latinoamericanas. Lo que merece no olvidarse es la persistencia del espectro de ciudades antiguas bajo las avenidas y monumentos que expresaban lo que Benjamin describe como “la inclinación de la burguesía a ennoblecer necesidades técnicas haciendo de ellas finalidades artísticas”.[3] Un autor que trazó relaciones entre modernidad y susbsuelo fue Baudelaire: “El París de sus poemas es una ciudad sumergida y más submarina que subterránea. Los elementos ctónicos de la ciudad –su formación topográfica, el viejo y abandonado lecho del Sena han dejado en él huella”. [4] El mismo campo de Marte donde se construyeron las edificaciones de alguna feria exposición universal exaltadora del progreso tecnológico, era un lugar de cuevas habitadas por bandas de rateros. Entre ellos habría más de un sobreviviente de la demolición de los barrios antiguos.
Solo al amparo de la oscuridad que borra el contorno habitual se adiestran los sentidos.
En suma, las entrañas de la tierra, perforadas por túneles y subterráneos, sí pasaron a la literatura de la modernidad a la par con el registro de una primera (o segunda, o tercera) globalización arrasadora. Allí donde existió el ferrocarril retuvo el encanto imaginario de los medios de transporte tirados por caballos. Sus vagones fueron lugares de encuentro estratificados por clases sociales, y la máquina vehículo peligroso e incluso instrumento de suicidas. El simbolismo de las máquinas habrá tenido pocas figuras tan poderosas. Caballo de hierro, oruga que se abre paso por túneles y subterráneos, transporte de las riquezas arrancadas al subsuelo. En la historia de Estados Unidos la expansión territorial fue a la par con la extensión de las vías férreas. Primero los capitalistas especuladores del este adquirían tierras del Estado, mediante escrituras (para validar con la letra el botín de guerra). Aquellos territorios habían pertenecido en uso y comunidad a los pueblos originales y a los animales libres. Luego conectaban con los itinerarios del ferrocarril las inmensas extensiones que adquirían. Las ciudades del este fueron los puntos de partida de esta invasión sin precedentes en cuanto a potencia y rapidez.
Nueva York fue la ciudad por excelencia del capitalismo anti histórico. No tiene aparentes deudas con la cultura previa, pero solo en apariencia. Según Martí allí se alojaban las entrañas del monstruo y en las entrañas hay siempre extrañas formas de vida.
El primer tramo del subway neoyorquino se estrenó en 1904. No encontré una cifra precisa de las estaciones en servicio. Un bibliotecario de Columbia University ha hecho un inventario documental y fotográfico de las estaciones cerradas. Con ese atlas de lo perdido, Joseph Brennan armó el blog Abandoned Stations.[5] En sus fotos, esas cavidades abandonadas se ven tan pavorosas como escenarios de espectrales novelas góticas. Cuando de la ciudad construida para maximizar ganancias escapan espacios inútiles, no puede faltar el salto literario, la crónica de un mundo subterráneo discordante.
En 1993 la periodista Jennifer Toth publicó Mole People: Life in the Tunnels Beneath New York City. Las historias que narra tienen tanto de leyenda urbana como de realidad comprobable. Se le han señalado errores factuales y pasajes irreales (v.g. los numerosos niveles de túneles insondables bajo la estación Grand Central). De todos modos, el libro de Toth le abrió camino a otros libros, artículos y algún documental sobre el tema, y puso en entredicho la solidez vertical de una ciudad edificada sobre rocas firmes. Las vidas que describe son precarias, inestables, pero igualmente horrendo y quizás menos digno puede ser el mundo institucional del afuera para los pobres, los viejos y los enfermos. Entre la vida subterránea y la frialdad de las instituciones creadas para maquillar la pobreza transcurren las vidas de los olvidados desmemoriados del subsuelo. Buena parte del horror consiste en la dura realidad de que lugares tan inhóspitos puedan considerarse refugios.
Uno de los túneles más celebres, el llamado FreedomTunnel, en Riverside Park, fue, además de zona residencial de miserables, una galería subterránea de arte. Los escritores y artistas del gueto bajaron de las avenidas quemadas del Bronx a los túneles. El arte muralista del grafiti debió ser algo más que la expresión de un egocentrismo juvenil que quería hacerse visible. Al cabo del tiempo, y de la historia misma de la ciudad con sus expulsiones de poblaciones pobres y minoritarias, se destaca como expresión política retadora del “gentrification” o blanqueo y aburguesamiento de zonas marginales.
Toth dedicó unas páginas de su libro a los grafiteros George Lee Quiñones y Al Díaz, ambos de ascendencia puertorriqueña. Quiñones y Díaz dejaron huellas en el Freedom Tunnel y en otras zonas vigiladas de la ciudad con sus “bombas”, tags y escritos. Perseguido por la Policía, Quiñones era capaz de pintar un vagón de punta a punta en pocas horas para luego viajar en él y ver el asombro que en los viajeros provocaba aquella indómita explosión de color. Díaz fue compañero de aventuras de Jean Michel Basquiat, puertorriqueño por parte de madre. El apogeo del grafiti pasó antes de que Basquiat fuera inducido al mundo de las movidas opulentas de Warhol y a una rapidez productiva tan vertiginosa, que a los 27 años, la edad de su muerte, ya había dejado miles de obras entre pinturas y dibujos.
La vida callejera y underground generó un arte fugaz, transgresor. La ciudad subterránea crecía a medida que se expulsaban las comunidades pobres. Esa expulsión y la epidémica adicción a sustancias narcóticas y alcohólicas, así como el arte que engendraron formaron un conjunto coherente. ¿Qué pasó con ellos, adónde fue a parar esa población de la intemperie y las tinieblas?
La construcción de una nueva línea del subway en Second Avenue se completó en enero de 2017, casi un siglo después de haberse propuesto. El subterráneo neoyorquino ha sido el escenario de tantas fantasías cinematográficas que su fealdad y obsolescencia han adquirido la pátina seductora de los arquetipos dominantes. Más eficiente que la modernización de la infraestructura estadounidense ha sido la construcción de máquinas simbólicas en el campo de la cultura popular productora de ensueños: el subterráneo claustrofóbico, los vagones en movimiento de las películas de vaqueros, de intrigas, de amor, de aventuras, de espionaje, de guerra.
En el archipiélago colonial de Puerto Rico la historia del tren le da otro perfil a las mitologías del caballo de hierro: la tachadura como modalidad de la desaparición. No puedo asegurarlo, pero me parece que el tren no dejó profundas huellas en la literatura puertorriqueña escrita en la isla, aunque sí en la música popular y en el cine documental. Un tema cantado por Ismael Rivera da cuenta del peligro de una máquina que no se siente antes de arrollar al sordo. Otro número del mismo sonero celebra la zumbona caldera del tren de vapor. Por lo visto el tren estuvo más cerca de la musicalidad de su rastro y la violencia de su recordación que de la crónica.
El ferrocarril insular comenzó a construirse en el siglo XIX. Se propuso desde entonces un proyecto de circunvalación de la isla que quedó a medias. El tren conectaba a la capital, San Juan, con la ciudad sureña de Ponce, tras hacer paradas en los pueblos principales del norte y el oeste. Era un lento tren de vapor que se tardaba casi diez horas de un extremo a otro. Cesó funciones como tren de pasajeros en 1953 ante el arrollador uso del automóvil y la multiplicación de carreteras. Se tacharon con él las vistas pintorescas de pueblos y campos, el tiempo lento, los vendedores ambulantes, la memoria de las despedidas, las aventuras y desventuras del trópico indolente.
Casi medio siglo después del último viaje del tren insular se construyó en el área metropolitana de San Juan un tren urbano con recursos que la isla no tenía, motivado por una propuesta que no cuajó –la celebración de unas olimpiadas en Puerto Rico– en una ruta que quedó incompleta y con una masa insuficiente de usuarios. En el centro de Miami vi un tren parecido, un elevado con vagones desocupados. A pesar de ser relativamente nuevo, visto de lejos, rodando vacío a toda velocidad, arrastraba el aire siniestro de una máquina fantasmal. Quizás el tren urbano nuestro se usa un poco más que el de Miami, cierto, subsidiado con lo poco que queda de un país en quiebra. Lo que no se puede negar es la necesidad de sustituir la ineficiencia contaminante del automóvil. Sigue haciendo falta un medio semejante al tren que se detuvo en 1953, como siguen siendo urgentes otros medios colectivos de transporte. ¿Cómo pensarlos al cabo de tantos fracasos? Quizás la solución comunitaria y ecológica de este y otros enredos que afectan a la gran masa de habitantes no será posible sin proteger los santuarios del pensamiento raro, creador, singular. De otra parte, quizás en estos tiempos el pensamiento será tanto más fértil cuanto más se haga dialogante y disponible mediante accesos compartidos. Quizás habría que seguir pensando la relación entre las gestiones colectivas y la precisa valoración de la diferencia.
¿Qué importancia tendrán la noción del adentro, el ámbito subterráneo de la imaginación, en los debates sociales y políticos? ¿Qué podrá salvarse del desastre ecológico y de la bárbara injusticia que imperan en la isla y el mundo? Alguna fe en la humanidad es más necesaria en los viejos que en los jóvenes. No nos favorece confundir nuestra propia muerte con una muerte más aterradora aún: la desaparición de todo lo que quisimos. Por eso escojo pensar que si bien el juego parece haber concluido y la suerte de la humanidad parece inexorable, todavía es posible recuperar el hilo de lugares opuestos donde crear formas de vida diferentes, como las que soñábamos de niños, sin confiarle el legado de nuestra humanidad milenaria a las máquinas. Algún rastro quedará del deseo de escapar al lado desconocido del mundo para conocernos mejor: “Je voyage pour connaître ma géographie”. (“Viajo para conocer mi geografía”. Nota de un loco. Marcel Réja. L’art chez les fous. Paris. 1907. Citado por Walter Benjamin en El libro de los pasajes.)
En ese espacio clausurado que es el cuerpo, se pueden inventar, imaginar, descubrir, relaciones equitativas entre culturas. Pienso, sobre todo, en la posibilidad de rescatar (desde la precariedad del individualismo vivido en pobreza material y espiritual, pero en comunicación desprendida con otros seres) un adentro, un subsuelo resistente donde los intercambios no se vendan y compren en los templos, ni en las bolsas, ni se reduzcan a cifras en el Dow Jones; donde no seamos imprescindibles, pero tampoco tachables.
(Publicado en Los topos mecánicos, selección antológica de Raquel Abend van Dalen. Ígneo, Caracas, Lima, 2018)
Referencias
[1] GastonBachelard, La tierra y las ensoñaciones del reposo, México, Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 279.
[2] Íbid., p. 14.
[3] Walter Benjamin, Poesía y capitalismo: iluminaciones II, Madrid, Taurus, 1999, p. 187.
[4] Ibíd., p. 185.
[5] http://www.columbia.edu/~brennan/abandoned/index.html