At Eternity’s Gate: ¿de dónde emerge la originalidad?

El filme que nos ocupa, propone otra causa de su muerte. También concentra su atención, no solo en las experiencias de Van Gogh (Willem Dafoe) en Paris y en Arles, sino en Auvers-sur-Oise, un suburbio al noreste de Paris, donde el pintor de “Girasoles” y de “Noche Estrellada” (entre más de 2000 cuadros), pasó sus últimos días. Escrita por Jean-Claude Carrier, el guionista favorito de Buñuel, con la ayuda de Louise Kugelberg y el director Julian Schnabel, la cinta es una interpretación aguda de lo que mueve al artista hacia su arte, y sobre algunos de los factores incontrolables que ejercen fuerza sobre la originalidad de su obra.
Mucho en el filme emana de la concepción que tiene el director Schnabel del acto creativo. Pintor lo suficientemente destacado para que sus cuadros cuelguen en muchos de los museos más importantes del mundo, y con la seguridad económica que Van Gogh jamás hubiera soñado tener, Schnabel anteriormente ha dirigido lo que hoy día se conoce como “películas de arte.” Destaco dos que enfocan también la creatividad y la originalidad: una, “Basquiat” (1996), sobre el artista homónimo del neo-expresionismo (como Schnabel); la otra “Before Night Falls” (2000) basada en la autobiografía del escritor cubano Reinaldo Arenas. Es importante que el artífice mayor del filme tenga ese interés en el proceso creativo, porque es lo que se presenta en los diálogos entre Van Gogh y Gauguin (Oscar Issac). El deseo impulsivo del holandés de pintar al aire libre, para poder capturar la luz que deseaba reflejar en sus paisajes, se capta en sus discusiones con su colega y nos explican parte de por qué sus cuadros son como son. Sin embargo, la escena más interesante sobre el tema de cómo se adquiere y quién otorga talento y originalidad, se desarrolla entre “el cura” (el siempre interesante Mads Mikklesen) y Van Gogh, en el último asilo en el que estuvo internado el pintor. Tratando de determinar si el hombre está loco, el párroco se da cuenta que la camisa de fuerza que siempre ha vestido su interlocutor ha sido impuesta por su talento. Ese talento se lo ha otorgado “dios” y se manifiesta en cuadros que nadie comprende y que “el cura” (y otros) consideran feos, horribles, “con demasiada pintura”. En otras palabras, demasiado originales para que se entiendan y aprecien rápidamente.
La cinematografía de Benoît Delhomme (su trabajo más reciente es “Free State of Jones”; 2016) reinterpreta algunos de los movimientos pictóricos de la época, particularmente el impresionismo. Es curioso que, en muchas tomas, en particular algunas en que las imágenes están superpuestas o intencionalmente distorsionadas o difusas, el cinematógrafo y el director, nos dan —correctamente— la influencia que han de tener, tanto Van Gogh como Gauguin, sobre el expresionismo, y sobre las modificaciones que eventualmente introdujeron puntillistas, cubistas y surrealistas.
A veces el filme es tan lento que a uno le parece estar detenido ante un cuadro en un museo. Es, por supuesto, la intensión del pintor que dirigió la película. Muchos, tal vez, lo encuentren engorroso. Sin embargo, esa intensidad que se requiere para concentrarse en la imagen en movimiento (a veces lo único que se mueve es la hierba, o el trigo, acariciada por el viento), no es nada cuando se compara con la que hay que invocar para enfrentarse a un cuadro de Van Gogh.
El amor fraternal entre Theo (Rupert Friend) y Vincent es tiernamente representado por los dos actores que los representan con delicadeza y sin sentimentalismos, lo que es un acierto de los guionistas. Uno se pregunta qué hace Willem Dafoe, que tiene 63 años, representando al joven Vincent que tenía 37 cuando murió. Ha sido común que actores jóvenes representen a viejos (con maquillaje). Pero Schnabel, cuya técnica plástica era pintar sobre platos rotos de cerámica, ha subvertido ese orden sin pestañear y, curiosamente, cuando Dafoe está cerca de Gauguin (Issac tiene 39 años) no pensamos en esa diferencia cronológica. Lo que vemos es la actuación maravillosa, y eso, como si fuera en el teatro, donde estamos alejados de la edad del actor mujer u hombre), ajusta cualquier paradoja numérica. La supuesta locura (los diagnósticos imaginados, constituyen una larga lista especulativa) del pintor la presenta el actor como una serie de variantes de expresión que nos dejan la duda del origen de sus males. ¿Son biológicos o psicológicos?, y él nos convencen de que, como era el caso con su arte, Vincent era un paria, fundamentalmente incomprendido.
Una escena magnífica desarrolla la maravilla que resulta, para unos niños que han salido al campo con su maestra, ver a un ¡pintor! Lo dicen como lo diría hoy día un grupo de adolescentes que se topa con un cantante de regatón, o de rap, a quien admiran. Pero las buenas intenciones no siempre desembocan en algo placentero. La escena es una clave, como lo es el final del filme y el supuesto suicidio de Van Gogh, para que se cuestionen parte de sus mitos. En todos estos momentos, Dafoe le infunde a las escenas la ambivalencia que es necesaria para tratar de comenzar a pensar en qué veía, en su cerebro, el hombre que representó “el mundo” como nadie lo había visto antes. El filme es un himno al misterio del talento, la originalidad y la creatividad.