«Audioeuforia», de Félix Jiménez
Jiménez deja claro que su ruta ontológica se aparta del shengse confucionista y rehúye del silencio infinito donde supuestamente habita el Verbo. En su defecto abre paso a una entelequia que se debe y refiere siempre a un cuerpo contundente al cual, como indica refiriéndonos al boxeo, se le saca el aire para hacerlo sonar. Por eso este Félix no come cordero. Le interesa mucho más el exceso indescifrable de emoción que penetra y guarda las espaldas de un cuerpo político que es por naturaleza pluralista, abierto y tanto más personificado y personificador en la medida en que se le tienta a manifestar su indomable tendencia hacia la ingobernabilidad. Ese es el ruido que el estado publicitario busca ensordecer con su iracundo acotamiento del espacio público. Ese es el supuesto caos que es hoy sinónimo de barbarie para unos tipos muy monos que en defensa de lo correcto buscan reducir y redirigir todo movimiento hacia lo que Jiménez, con mucha cortesía, redefine en un «being otherwise».
No obstante, el ruido va en crescendo, amenazando el tándem fundacional de la religio y la polis o, como Jiménez la llama, de la religiótica puertorriqueña, que ahora se desborona frente a una suerte de oralidad voraz que tiene tanto de pública como de púbica. Por esa acera se tira a pie Félix Jiménez haciendo las escalas más puntuales en lo urbano y lo profano, desde el Paseo de Diego hasta la Calle 13. Perdió la guagua por gusto y ahora se entretiene escuchando el sonsonete de un imperio que define como un gran emporio del menudeo y que encuentra falto de vigor frente a un emporio audioeufórico donde el duo improvisado de Fili-René le saca el aire a un Querido FBI. ¿Hará falta decir más?
Esta no es la historia del ruido sino la del ruido como historia. Jiménez sabe bien que «hay maneras de ver lo que se escucha, y ver cómo se escucha». En el bullicio colectivo que traspasa la palabra hecha discurso para desestimar los credos maniqueos y las fabricaciones racionales, la otrora intocable presencia sónica cobra forma desnudando a la certitud más tangible y descolgando la más rebuscada iconografía. Audioeuforia se coloca así entre los máximos exponentes del pensamiento antillano y caribeño de ayer y de hoy, entrando en la lista de esos tratados de lo intratable que son tanto más inclasificables cuanto mayor proyección alcanzan. Fiel a la tradición, esta felícita obra pasa de hacer ruido a hacer más ruido. Pero también viene con urgencia a colocar un cataplasma efectivo contra la insidia que supuran textos fundacionales como el Contrapunteo de Ortiz y el Insularismo de Pedreira.
A la vez, este gran ensayo rítmico, que más que un canto es una encantación, llega mejor blindado de autoridades y alcanza mayor precisión al triangular sus objetivos que el Discurso antillano de Glissant, el oráculo crepuscular de Walcott, o aquella repetitiva «cierta manera» de Benítez Rojo. Jiménez hace lo que dice, logrando resonificar el espacio discursivo en torno a la clave de una audiocracia urbana y participativa que lleva el sello de «hecho en Puerto Rico» y que pide decantarse a boca de jarro por todas partes. Escuchémosle bien.