Avital Ronell y el rush del pensar (1)
Hace 20 años varios oficiales de la policía de Los Angeles apalearon a Rodney King casi hasta matarlo. El incidente de brutalidad policiaca, capturado casualmente por un vecino que grababa desde su balcón con una camarita portátil, cobró una visibilidad inusitada en los medios. La imposibilidad de una resolución popularmente aceptable en las cortes californianas desató el año siguiente –tras un jucio en que fueron absueltos los cuatro policías– los históricos motines raciales de Los Angeles del 1992.
A raíz del incidente de Rodney King, Avital Ronell escribió el ensayo titulado Trauma TV, muy discutido en esos años tanto por lo que pasaba en Los Angeles durante aquel momento decisivo de desgaste y fractura del drama de la consolación multicultural, así también como por los efectos de lectura que generó la estrategia deconstructora de Ronell ante el registro testimonial de la violencia policiaca producido por las nuevas videotecnologías.
Visitamos a Avital Ronell en la Universidad de Nueva York (NYU) el jueves 23 de marzo de este año. El recuerdo de Rodney King y de Trauma TV nos permitió conversar sobre la relación entre las tecnologías, la guerra, la adicción, la experimentación sensorial y la transmisión del saber y otros temas recurrentes en la extraordinaria obra teórica de Ronell.
Hoy día se cumplen exactamente 20 años del incidente de brutalidad policiaca contra Rodney King en Los Angeles. Permíteme comenzar nuestra conversación refiriendo al ensayo que escribiste a principios de los 90s sobre aquel episodio, Trauma TV.1
Recuerdo que señalabas cómo el episodio de violencia compulsiva desplazadamente revelaba algo que los medios oficiales habían censurado durante la (primera) Guerra del Golfo. ¿Cómo ves ese trabajo tuyo hoy día?
—Lo que señalaba en aquel momento era que durante el ataque militar, ocurrido un par de meses antes de la golpiza de Rodney King, no pudimos ver casi nada de la violencia que se mostraba luego, en la golpiza, como una acción policial: una metonimia de la guerra que no podíamos ver, y que esa acción policial se repetía compulsivamente, como acabas de decir. Eso es lo que veíamos: una metonimia de la acción policial americana, cuerpo a cuerpo. Eso era lo que sucedía en la pantalla mayor del Golfo, pero no podía ser mostrado. Aun el Jefe de Policía de Los Angeles declaró que se le daba más importancia a este acontecimiento que a la misma guerra en Irak. Así que algo estaba apareciendo, aun cuando no fuera un golpe militar directo, sino una acción policial sobre un cuerpo marcado como minoría que se mostraba y se exhibía de un modo muy compulsivo.
En el preciso momento en que necesitábamos una imagen o una apropiación periodística o un discurso sobre la guerra, la televisión se mantuvo en silencio o se redujo a ser una especie de radio, pues apenas llegábamos a oír ciertas cosas. Escuchábamos ciertas cosas, pero había tanta censura, que me interesó sobre todo la incapacidad de filmar, es decir, lo que ocurre cuando la imagen falla ante un momento histórico crucial. Porque aún cuando empíricamente se filma siempre hay algo que no puede transmitirse. Entonces observé el brillo neutral de lo que se mostraba como una amenaza que se hace realidad, o como la rápida apropiación de eso que amenaza mediante algo reconocible. Eso era lo que quería mostrar: que de algún modo la TV, sin importar cuán conservadora, predecible, lamentable y aburrida, a veces ofrece filtraciones a pesar de sí misma. Ahí hay algo que me interesa particularmente entender: cómo la tecnología se filtra o se manifiesta a pesar de sí misma y de sus sistemas de censura, cómo atraviesa sus propias capacidades restrictivas para mostrar algo. Otra cosa que me interesa es el modo en que la tecnología –de nuevo: a pesar de sí misma, a pesar de su centro vacío, de su no-intención, a pesar de todo- puede sin embargo funcionar como un espacio de publicidad o exhibición de los códigos éticos. A pesar de todo, la tecnología puede exhibir un código ético y convocarnos a ver una atrocidad; incluso si no puede mostrarla se estará mostrando a sí misma no mostrándola. En este sentido, intentaba leer un ensayo de Heidegger en Ser y tiempo que se llama “La llamada de la conciencia”. Cuando llega la llamada de la conciencia, resulta no ser una cuestión de sujetos o “agencias” o algo que puede ser controlado o comprendido o incluso anticipado. A pesar de todo, algo irrumpe y habla, hay algo que intento señalar aun cuando no puedo mostrarlo, algo que exigirá una respuesta ética, que es una respuesta ética a pesar de todo.
De modo que el análisis de lo que se muestra, en el caso de Rodney King, depende todavía de una operación a contrapelo de la censura y el silenciamiento. Hay otros momentos, como el caso de las rebeliones contemporáneas durante la llamada Primavera de 2011, cuando vemos demasiado, como sucede a nivel meramente tecnológico con el papel heroico que se le adjudica a Facebook, el relato que circulan los medios más comerciales y hasta independientes. ¿Cómo cambia esta proliferación la pregunta de la tecnología, la problemática de la revelación y el ocultamiento implicada en la cuestión de la tecnología?
—No creo que nada cambie en términos fundamentales. Creo que la tecnología es convocada para revelar su ética, como diría Heidegger. Así que podría hablarse de algo así como un exceso de exhibición, de puesta en imagen, de relato y de visión que es muy enceguecedor, en el sentido de que una tormenta de hiper-información se acerca a una relación de doble alucinación, una relación de alucinación en la que no puedes ver lo que se te presenta. En este sentido, creo que la tecnología forcejea con los límites de lo mostrable, de lo que puede ser mostrado, de lo que puede ser visto, incluso si eso está ahí mismo, para decirlo de algún modo, delante de tu propia cara. Es algo que va a estar ahí mismo, delante de ti, pero eso no significa que sea algo que podemos ver o reconocer o comprender, y la dificultad ahora es que hay una suerte de oleada de comportamientos democráticos, que son reducidos a algo que creemos comprender o a algo que deberíamos temer. Desde entonces, estamos mostrando o exhibiendo algo que no podemos mirar o comprender, como si no tuviera un agarre hermenéutico desde el que hacerlo reconocible
La gente habla hoy de un nuevo sujeto en conexión con estas tecnologías que operan aparentemente fuera del ámbito del control y de la censura estatal, como si fueran el dispositivo de una oleada democrática. Por supuesto, todavía son los poderes militares los que deciden qué sucede, pero creo que estamos ante un escenario diferente al del vídeo de Rodney King…
—Siempre trato de reconducir un cierto aspecto de la lectura heideggeriana de la tecnología. Heidegger la llamaba: “La mayor infección del ser como revelación”. Las perspectivas críticas sobre la tecnología la ven como una corrupción del ser, o como una destrucción de sus fuentes, y siempre pensé que ése es un predicamento que no debería ser apresuradamente evaluado, o adscripto solamente a movimientos políticos perniciosos. El estado nazi, por ejemplo, fue el estado más tecnológicamente constelado, y al utilizar la tecnología de punta instaló las máquinas de muerte más primitivas. Pero en sí mismo era un estado completamente volcado a la tecnología. Pero al mismo tiempo, tengo que imaginar que las tecnologías pueden servirle a otros experimentos políticos y permitirle a la gente romper con su aislamiento carcelario y establecer ciertas clases de conectividad, aun cuando no lo vea en los mismos términos de apreciación maníaca de mucha gente. Y nunca estuve completamente convencida de que las nuevas tecnologías necesariamente constelaran nuevas subjetividades. Pienso a las tecnologías más bien como apoyo lo que ya existe, o acaso como aceleración de lo que ya existe.
¿Y qué sucede con la tecnología de guerra? ¿Hay algo específico en ella o la consideras equivalente a la tecnología en general?
—Creo que la mayor parte de las tecnologías se caracteriza por el hecho de que será testeada. Por eso quería trabajar sobre la pulsión de prueba, porque una de las razones por las que nos metimos en la Guerra del Golfo fue porque los militares temían quedarse atrás con un montón de tecnología que nunca había sido testeada y que ya estaba quedando obsoleta. Así que cuando se trata de tecnología hay algo que se inicia y se pone en funcionamiento más allá de toda agencia, y en este punto no hay remisión, no hay modo de apagar la maquinaria. Cuando Bush declaró que empezaba la segunda fase de la Guerra del Golfo y que iba a atrapar a Saddam Hussein, se señaló en público que no había armas de destrucción masiva y que la operación debía ser cancelada. Entonces él respondió que no podía cancelarse, y yo creo que es así, porque había algo tecnológico, una especie de máquina que no podía detenerse. De modo que hay algo imparable e irremisible en la tecnología que siempre me ha interesado, y que en última instancia decide que tipo de daño, destinación y destrucción causará.
En relación con la tecnología y los problemas de la prueba o del testeo, recuerdo los escritos de Benjamin sobre el hashish publicados póstumamente. Pienso que en cierto sentido la pulsión de prueba de la que hablas ha sido internalizada, incorporada, como una suerte de búsqueda de la verdad final a través de la sensación. ¿Dirías que en este tipo de experimentación, y en el sujeto que explora y testea, también estamos ante una guerra? ¿Qué tipo de guerra? ¿Te parece que las drogas piden ser pensadas como la tecnología, que de ahí surge, al menos en parte, la “guerra contra las drogas”?
—La tecnología de las drogas siempre suscitó mi interés. Y una se pregunta si hay receptores en el cuerpo, o si el cuerpo ya está preparado para pedir drogas… Podemos darle a estos receptores toda clase de nombres pero no creo que haya un fundamento no polemológico para la cultura en el cuerpo o en la mente. Todo lo que es vibrante y vital está en guerra, es parte de una energía de tipo conflictivo. En este punto debemos recurrir al Freud de “Más allá del principio del placer” para ver si nos dirigimos hacia una cesación de las sensaciones, al principio del Nirvana, o algo así. En verdad, uno de los impulsos o uno de los momentos o modalidades del deseo, la voluntad y otros esfuerzos metafísicos tiene que ver con los impulsos, con las ansias, con el ciego ir detrás de las cosas, como diría Heidegger. Una tiene deseos y tiene falta, el deseo es la falta y es movimiento, y en consecuencia nunca hay reposo para el cuerpo o el espíritu o para los cuerpos o los espíritus. No voy a sustancializar o metafisicalizar hablando de un solo cuerpo. Los muchos cuerpos, digamos, están siempre tratando de rechazar, defenderse, atacar, guardarse, encontrar un modo de disfrutar de su propia paz y prosperidad, gobernarse, controlarse, auto-vigilarse, para no mencionar todas las topologías y tropologías freudianas en funcionamiento. Así que una siempre está bajo la supervisión o el juicio de algún tupo de instancia que ha sido instalada y que Freud ha llamado superyo. Y ese es un problema: ¿Cuándo estamos en paz? Y sabemos que el maravilloso ensayo sobre la paz perpetua quedó inconcluso, nunca lo terminó, ¿podría haberlo terminado? Irónicamente, comenzaba preguntándose por el significado de la paz perpetua: decir “paz perpetua”, ¿no te pone en el cementerio? ¿Hay algún otro lugar en el que hayamos conocido la paz, en el que tengamos una figura o una historia o una paz verdadera? Ha habido épocas prósperas y relativamente pacíficas, sin duda. ¿Pero puede imaginarse una paz verdadera que no sea la paz del final? Así que ésta es siempre una pregunta. En tanto haya vida, siempre habrá combate, lucha, conflictos y siempre habrá un modo de dirigir o encausar esa energía para que no sea destructiva. Pero al mismo tiempo lo que me ha interesado particularmente es la jouissance destructiva, que es una de las grandes promotoras de la vida de algún modo. Por supuesto, se echa al suelo y se golpea contra las paredes de los seres finitos. Pienso que es una negociación constante y muy seria con la euforia, porque en los momentos de paz extrema aparece también espacio para la depresión y la no actividad. Así que no hay respuesta simple sobre las drogas y sobre la “guerra” que implican las drogas. Es una cuestión contradictoria e imposible, pero si no fuera imposible no nos interesaría. Estamos forcejeando, y “forcejear” es ya un término bélico, con lo imposible.
En cierto sentido ese imposible ha sido moralizado por los discursos sobre la adicción en tanto fallo o fracaso de la autonomía del sujeto. En cierto sentido la guerra contra las drogas está filosóficamente basada en la cuestión del fallo de la autonomía. En este punto tu trabajo se vuelve vital para mí porque creo que la cuestión de la guerra debe verse no solamente en términos de la guerra que un estado cada vez más policíaco desata contra lo que hacemos con nuestros cuerpos, sino también como la internalización de un vínculo instrumental con el placer, sobre todo en el caso del adicto, un sujeto gobernado por una voluntad tan fuerte de probar el deseo que lo lleva a su imposibilidad como sujeto autónomo. El adicto no sólo sigue siendo criminal en términos legales, sino que además es un sujeto estigmatizado, ubicado en el limbo entre los poderes médicos y policíacos, pues ha perdido su autosuficiencia, para utilizar el modo clásico de describirlo, o su autonomía. En este sentido es importante hablar de “guerra” en conexión con el problema de las drogas y la adicción. Tal vez no sólo en términos de las tecnologías más importantes que has estado describiendo, sino también en términos de las tecnologías subjetivas, de la historia técnica de la autonomía y su relación con el discurso moral moderno, etc.
—Tienes toda la razón. Y pensar las drogas en esos términos ha sido un modo de cuestionar el propio aparato conceptual al que el adicto ha sido condenado, porque una de las preguntas que sigo haciendo y poniendo en circulación es precisamente de qué acusamos al adicto2 De verdad quería saber qué es lo que vuelve al adicto una figura social tan odiosa y repugnante, de un modo que ya no admite ningún tipo de disenso. La posición del adicto solía ser una de superioridad moral. En los 60s cuando todo el mundo estaba consumiendo y delirando, había una declaración política involucrada, una posición asociada con la integridad. Esta gente había encontrado una relación con otra realidad que no era tan vacía como la del resto y que no era estúpidamente predecible como las intrigas que denominamos política y la corrupción reinante. Estamos hablando entonces de una época en la que los consumidores aparecían asociados con dimensiones de la experimentación y la auto-experimentación más trascendentes; tenían integridad y eran objeto de cierta apreciación. Hoy en día, la palabra adicto no evoca nada ni remotamente cercano a la compasión. Puede ser que algunos trabajadores sociales todavía tengan cierta compasión, pero en general es una colocación socialmente condenada y que por eso me interesa.
Me pregunto si no habría una posible historicidad de la adicción. En los 70s, periodo que implica una reconfiguración del tiempo “productivo” y del trabajo capitalista, aparece el crack en California, en Oakland, o en ciudades como Detroit, sometidas a un estrepitoso proceso de desindustrialización. El crack no es simplemente la droga de una suerte de testeo experimental, de la producción de un sujeto alternativo, como la que ubicas en los 60s. Es una droga vinculada, por un lado, a un aparato de vigilancia y a una nueva economía underground que hoy se relaciona con las guerras del narcotráfico. Por eso creo que estamos en un momento distinto de los otros tipos de tecnología de los que hablas. Y eso es algo muy importante que mencionas en tu análisis del caso de Rodney King, que involucró el consumo de PCP. El polvito llamado “angel dust” que supuestamente le daba fuerzas extraordinarias al usuario. Así que habría que hablar la alucinación policiaca en una sociedad de control, no la alucinación del mismo Rodney King, el adicto o usuario, sino la alucinación de la policía que ve un monstruo en la figura de Rodney King y lo ataca compulsivamente casi hasta matarlo.
—Estoy segura de que esa relación existe y sería sumamente enriquecedor prestar atención a ese aspecto de la cuestión del modo en que lo estás sugiriendo. Por supuesto, es un proyecto enorme porque en ningún momento de la historia puede encontrarse una zona libre de drogas, comenzando por los festivales dionisíacos… Además, ¿qué cuenta como droga? El agua puede ser una droga, el aire, el oxígeno. En Las Vegas limitan el oxígeno o te dan oxígeno extra para que estés súper colocado.
¿En los casinos?
—Sí, así que el oxígeno ya es una droga…
El oxígeno y el azar del dinero.
—Una de las cosas que me interesan es que, filosóficamente hablando, las drogas no tienen una esencia, ni cualidades específicas. Cualquier cosa puede funcionar como droga. Y la libido puede investir cualquier cosa de acuerdo con una modalidad adictiva. Esto no es una novedad, pero me interesa pensar que la adicción pueda ser estar tan carente de objeto, que pueda funcionar prácticamente sin base material. Volviendo a tu pregunta por la autonomía, creo que los adictos son precisamente señalados o acusados porque no son responsables o autónomos, porque han abandonado el mito o el mitema de la naturaleza autónoma del sujeto. Mucha gente todavía cree en la autonomía, y tal vez por eso me gusta utilizar el término droga cuando enseño, para demostrar cuán socavada está y cuán frágil es esta autonomía. El concepto de autonomía supone una cierta de alucinación, y habría que preguntarse quién necesita el mito de la autonomía. ¿A quién le sirve, quiénes son los beneficiarios de ese modo de pensar? ¿Qué significa estar esclavizado? Uno de los escándalos del sujeto adicto es que ese sujeto parece encontrarse particularmente esclavizado a una cosa o a una estructura. Y hay una dimensión temporal en la relación con el objeto investido. Una está en el carril de alta velocidad incluso si está consumiendo un tranquilizante o un calmante. El adicto o la adicta están siempre buscando la dosis rápida, así que hay una relación con el tiempo que también parece escandalosa. Al mismo tiempo, cuando se investiga el asunto, queda claro que el problema de las drogas esconde una estructura fundamental. Puede que no rompa con la estructura del ser de ningún modo. Tal vez las cosas sean precisamente así. Y entonces me interesa esta ambivalencia: por un lado, el adicto comparte cualidades objetivas con un Ser que aparece debilitado, pero por otro se lo pone en un ghetto, se lo persigue, se lo clasifica y se lo cuida como si fuera lo contrario de un Ser adicto. No estoy lo suficientemente loca como para sostener que no hay ningún tipo de diferencia entre alguien que es adicto al crack o la cocaína y alguien que está en proceso de recuperación. Pero la cuestión es aparatosa, difícil y complicada, y no admite la falsa sencillez con la que esta separación ha sido no solo afirmada sino también llevada adelante en términos legales. Y me pregunto por qué hay que poner en prisión a gente que ha demostrado cierta ansia incesante, un deseo o anhelo de “sustancia”. Como debes saber, el FBI y otras agencias ni siquiera tienen una definición de lo que constituye una sustancia. Tenemos un mapa que está arbitrariamente armado: la diferencia entre drogas “duras” y “blandas” está arbitrariamente determinada, y en general de acuerdo con perspectivas o preconceptos racistas. ¿Por qué el alcohol es legal y la marihuana no? Estas son cosas que hoy se discuten ampliamente pero cuando empecé a considerar este asunto a partir de lo que Derrida había escrito sobre drogas, y de su trabajo sobre la farmacia de Platón, no había ningún dossier que dijera “bien, aquí tenemos lo que significa filosóficamente la adicción y aquí tenemos lo que son las drogas”. Y sin embargo la estética, que es un dominio de investigación y reflexión completamente aceptable, está basada en lo que le sucede al sujeto cuando está excitado o conmovido por algún tipo de forma sensorial. Está la reflexión germana sobre el Rausch, y la inglesa sobre el rush, que una sentiría o debería sentir cuando se enfrenta a formas estéticas, no objetos sino formas estéticas, dice Kant. Así que incluso en el caso de Kant, no es un objeto que podamos designar sino una forma, algo que sucede, se reconstela, se reconfigura, resignifica o de-significa. Así que las drogas o la experiencia cercana a la de las drogas están muy muy cerca de lo que nuestra sociedad aprecia más, de lo que nuestra sociedad encuentra más espiritual, más artísticamente exaltado y sobresaliente, y eso que ni siquiera hemos considerado los aspectos sagrados de nuestra relación con las drogas. Y por otro lado la sobriedad en sí muchas veces es parte de un perfil criminal, y eso me interesa, el tema de la sobriedad no culposa de ciertos tipos de psicópatas. Aquí nos estamos metiendo en terreno pantanoso, pero debemos hacerlo. El verdadero asesino psicópata o sociópata suele estar en general en situación de hiper-control, más en control de lo que sería necesario. Así que en lo que a mí respecta, se puede considerar la sobriedad extrema como patología.
Tu trabajo está repleto de sugerencias sobre cómo leer las adicciones, digamos, del poder mismo, sobre las patologías naturalizadas de lo normal o normativo. Alguna vez habría que hablar sobre las adicciones estatales. Obviamente estamos hablando aquí de la naturaleza y del control de la vida. Eso resulta más útil para mí que tratar de pensar la sobriedad como una categoría fija. La sobriedad no se opone evidentemente a las pulsiones ni al goce. Prefiero por eso cuestionar las instituciones que producen las divisiones entre autonomía y no-autonomía en términos de moralidad, por un lado, y en términos de la soberanía del sujeto, por otro lado. Y creo que en este punto funciona una imagen antigua, que tiene que ver con una suerte de colonialidad farmacológica, una condición farmacolonial. De algún modo es la condición del propio Hermes, viajero y mensajero, en “La farmacia de Platón”.
Me parece muy revelador que hayas escrito el artículo sobre Rodney King a principios de los 90s, justo en el momento de la inflación poscolonial de los llamados estudios culturales y cuando la presencia de Derrida en la academia norteamericana se hacía más y más poderosa y a la vez neutralizada.
—Bueno, a veces Derrida se ponía nervioso cuando veía lo que yo estaba haciendo; de hecho no lo aprobaba. Y una vez, en un período en que se mostraba particularmente hostil hacia lo que yo hacía, lo confronté. Le pregunté qué estaba sucediendo y él consideró que estábamos ante un momento muy delicado de nuestra amistad. Usualmente él era muy diplomático y cuidadoso, pero la pregunta lo encontró dispuesto a decir lo que sentía. Me dijo que lo perseguía una imagen aterrorizadora de que sería arrestado o impedido de entrar al país a causa de mi modo políticamente extremo o inconsciente de luchar contra los poderes. Así que pensaba que yo era una especie de lunática, no la lunática francesa sino una extremista de la deconstrucción. Y le preocupaba la idea de tener que pagar por mí de algún modo. La historia me parece reveladora. Su narcisismo era tan abundante que todo lo que yo hacía se le aparecía como algo firmado por él. Quién sabe, es probable que tuviera razón; es probable que Derrida sea responsable por toda la gente que convocó su nombre. Eso es lo que él pensaba al menos… Y con respecto a mí, pensaba que yo era demasiado anti-Americana, demasiado crítica, y que no me contenían los límites de sus acuerdos discursivos académicos. Estaba rompiendo el contrato al salir a la calle por mi cuenta y comportarme como activista. Aún si él lo había hecho en Francia: él consideraba que la cultura francesa lo permitía, mientras que en los Estados Unidos inmediatamente aparece la policía antidisturbios para apresarte. Un mal movimiento y todo podía irse a la mierda, y le preocupaba que yo estuviera provocando ese tipo de crisis para él y para sus camaradas, que eran gente más sobria. De todos modos, creo que si hoy él estuviera aquí con nosotros, diría que estoy loca y que cuando decía todo eso estaba bromeando. Y debo decir que cuando dio una conferencia hace unos años realmente abrazó mi trabajo sobre las drogas, así que al final pudo mostrar generosidad hacia eso.
¿Pero qué era lo que lo inquietaba en Crack Wars y otros textos?
Bueno, él por momentos estaba patrullando las fronteras de la deconstrucción y se inquietaba porque para empezar yo rompía con las reglas de protocolo con las que había acordado. Traía problemas de un modo que en verdad es comprensible incluso si lo que hago es considerado difícil. En realidad, no es lo suficientemente difícil porque está llegando al nivel de la calle, no sólo la adicción, sino también la agitación y la frustración. Por supuesto, Derrida no era para nada apolítico: era muy activo de muchas maneras pero creo que por momentos yo era más escandalosa y menos cautelosa de lo que hubiera sido cómodo para él. Al final, me concedió el sello de aprobación, pero le llevó años ceder y decirme “OK, entiendo lo que haces pero me pone nervioso”.
Continúa en la próxima edición… El vínculo entre la filosofía y los medios. ¿Es posible o imposible enseñar bajo las exigencias del pensamiento digno o serio? “El filósofo que está en los medios ya ha perdido a priori su autoridad”…
* Edición a cargo de Julio Ramos y Mariano López Seoane. Traducción de Mariano López Seoane.
- En Ronell, Avital. Finitude’s Score. Essays for the end of the millenium. Lincoln: Nebraska University Press, 1994. [↩]
- Ver, en conexión con esta discusión, Rosell, Avital. Crack Wars. Literature. Addiction. Mania. Lincoln: University of Nebraska Press, 1992. [↩]