Bad Bunny, Borges y el arte necesario de la incomprensión

Jorge Luis Borges
Lo estimamos porque lo queremos entender. Y no solamente a través de su prosa, sino que queremos entender a Borges, el que vivía caminando por Buenos Aires, permitiéndose el atrevimiento de “tramar su literatura” a destiempo y un paso sosegado. Nos provoca a sus lectores la posibilidad de poder comprender detalles tan quebradizos como su timidez ante el público, o la laguna que muchos pensamos nos dejó por nunca haber escrito una novela. A Borges no lo entendemos del todo, y por esto lo analizamos. Porque a través de su exégesis encontramos diferentes maneras de acercarnos a su figura imprecisa, así como a su textualidad totalizante. A Borges y a Bad Bunny los fusiono sin querer queriendo, pero los mezclo al fin y al cabo…
Salía varias veces de la oficina de mi mentora en Ocean Park, escuchando las conferencias de Ricardo Piglia sobre Borges, que ella me había enviado mientras me preparaba para el examen de grado. Cuando llegaba a Villa Palmeras, Barrio Obrero, y luego a Cantera, de camino a casa, la música de Bad Bunny emanaba de los carros transitando por el mismo camino que yo, a la vez que penetraban mis lecciones dictadas por Piglia. Asimismo, Bad Bunny es otro tema que muchos no entendemos. Me explico: algunos no entendemos a profundidad su auge, su popularidad internacional; tampoco su capacidad de convocatoria de toda una generación, y hasta país, pero la atrocidad -si se le pudiese referir de tal modo- que ha surgido en cuanto a esto de no entender a Bad Bunny es que, muchos vician los posibles méritos de su obra e impacto sociocultural porque pretenden encajonarlo sin explorar sus matices. Insisten en encasillarlo como un sujeto incoherente o abyecto, carente de la capacidad de gestionarse alguna; es decir, un incoherente de voz aullante, y sobre el juicio, un punto final, en vez de una coma, dos puntos o un paréntesis.
He leído diversas reacciones respecto al fenómeno social que el éxito del cariñosamente llamado San Benito por sus seguidores más fervientes ha perpetuado tanto en Puerto Rico como en el exterior, desde Latinoamérica hasta Norteamérica y Europa. Algunas de estas reacciones rayan en el fanatismo y devoción cuasi religiosa que alaban e idolatran al cantante tal como si fuera un profeta o figura mitológica. Otras reacciones celebran su empeño por exponer la corrupción política que nos usurpa en la colonia, y luego están las otras reacciones, que lo problematizan mediante discursos feministas dada la tosquedad sexual de las letras de su música. Bad Bunny se expresa en abierta admiración a las nalgas, tetas, al pene, la vagina y a la celebración del sexo oral como práctica liberadora y del más exaltado libertinaje. Va directo al grano. No atiende la seducción suave y ligera que hemos vivido escuchando los entusiastas de sones cubanos y salsas neoyorquinas y puertorriqueñas, protagonizadas por mulatas que caminan “a lo mailó”, con sandunga y sensualidad. A Bad Bunny no le interesa “el cuento chino” que ha posibilitado tanto, al igual que imposibilitado varios encuentros sexuales; y por eso lo condenan. Por eso condenan a su fanaticada, sector que parece apostar a la tolerancia y aceptación de la diferencia más que a su vilipendio y reprobación. Pero Bad Bunny no es reducible a sus letras, así como el encanto de Lorenzo Hierrezuelo no se reduce a la mulata culpada que no sirvió el almuerzo temprano; o como Eliades Ochoa no se reduce a la María a la que se le exigía pintarse los labios; o incluso al Ismael Miranda que reclamaba a las mujeres traicioneras, dejándoles saber que nacieron para servirles a los hombres; o hasta al Justo Betancourt y su metida de pata, tan mala pata. A esos maestros les bailamos y celebramos sin cuestionarle su misoginia para nada casual o incidental.
Muchos discursos feministas llevan sinnúmero de décadas condenando la vulgaridad sexual y chabacanería que informa tanto las letras de las canciones en nuestra música popular provengan estas del son, la salsa o el reggaetón, como su forma de bailarlas. En la crítica general al reggaetón se da con frecuencia un equívoco particular, al vincular o equivaler la vulgaridad sexual de sus letras con dar luz verde a la agresión sexual y el machismo, al punto de interferir con el consentimiento mutuo o la capacidad de las mujeres de autogestionar (entiéndase como agency en inglés) su sexualidad como sujetos deseantes libres. Muchos asumen o internalizan el patriarcado rechazando la libertad como la posibilidad que las mujeres poseen de asumir la negociación de sus cuerpos ante las miradas de los hombres (o, en algunos casos, las mujeres que desean a otras mujeres). Pero estos discursos supuestamente feministas tan siquiera atienden o consideran los signos de cuerpos afrodescendientes o caribeños cuyos ritmos escurridizos evocan una africanía matriarcal y ancestral que precede y se anticipa a esos feminismos modernos que creen haber reinventado la rueda; sociedades como la bantú, que antes de la llegada del colonialismo cristianizado y eurocentrado ya habían trazado el camino para una sociedad justa, sostenible y equitativa en las relaciones de género mediante la forjadura de economías proto-feministas. Por consiguiente, muchos de estos discursos que intentan infructuosamente criticar a Bad Bunny, al perreo y su supuesta vulgaridad sexual, reducen la sexualidad de las mujeres a una mera respuesta pasiva respecto de una hipotética y opresora represión masculina. La canción “Yo perreo sola” reconoce ambas perspectivas: la del matriarcado en que no vivimos, pero que anhelamos hasta cierto punto, y la de una sociedad caribeña mulata y colonizada. “Yo perreo sola” valida a las mujeres que quieren asumir su cuerpo al ritmo de lo “vulgar”, aun viviendo en una sociedad claramente patriarcal, sin la intervención que muchos piensan es instintiva en los hombres. “Yo perreo sola” confronta la realidad de esta dinámica de género y expone la fantasía hilvanada en torno suya.

El interprete de música urbana, Bad Bunny.
Con respecto de esa impetuosidad sexual reguetonera, condenada por la moral común, que ha reemplazado “mulatas lindas” con “nenas bellacas”, vivo en una suerte de oscilación constante respecto de mi autopercepción como mujer inmanente, dueña de su sensualidad. Si bien la articulación de esa vulgaridad es lo que me aleja de mi generación, su música y performance, ella también me vuelve a acercar a todas las anteriores. Le llevo apenas cuarenta y ocho horas al Conejo, pero tuve que escudriñar sus letras para poder cantar durante la fiesta supuesta por la transmisión en vivo del concierto del disco Un verano sin ti, sintiéndome reflejada en la abuela que entrevistaron por WAPA TV.
Experimento una nostalgia perpetua atada al son y al changüí que escuchaba de niña, y vivo entre el desquite, la angustia y la alegría que forman parte de la experiencia de ser una negra o mulata que se deja desear, y que asume su cuerpo a veces de manera atemporal, imitando lo que observaba en las mujeres mayores de mi entorno (tías, madre, madrinas y protagonistas de mi trayecto cotidiano) que me rodeaban. Puede haber sido que aprendí a leer música primero y luego a leer palabras textuales. A los cuatro años empecé a tocar el piano, a los ocho el violín y a los once el clarinete. En el violín tocaba Mozart, mientras que en el piano y clarinete tocaba danza y son cubanos. Y fue gracias a estas experiencias que pude comenzar a entender el fenómeno del joven intérprete vegabajeño. Mi madre, quien fungió como pianista aficionada hasta que nací, era tan exigente con mi desempeño musical que llegó un momento en que ya no necesitaba mirar las partituras de los números por ensayar para elaborar las historias inefables de “Rita la caimana”, “Macusa”, “Marieta”, “La Ma Teodora”, entre otras célebres protagonistas de sones cubanos, marcadores de mi cultura popular autóctona en medida similar a mi propia experiencia con el reggaetón boricua. Aprendí a tocarlas leyéndolas, pero perfeccioné mi interpretación de ellas mediante mi observación atenta al tarareo de mi tía. Ella me escuchaba ensayar y yo respondía tocando las teclas o con mi respiración auscultando los movimientos de su cuerpo. Repetíamos los sones fragmentados para escaparnos de la repetición constante de la violencia económica que nos rodeaba arropando el entorno, porque así de acaparador es el poder de los ritmos afro y campesinos o guajiros. Nos reajustan a una naturaleza que nos permite sobrevivir entre tanto imperialismo y eurocentrismo en última instancia incompatibles con nuestro contexto cultural caribeño.
Desde niña he observado cómo la música popular refleja las circunstancias del tiempo y espacio. Observaba a las mujeres casadas que me criaron enamorar y seducir a hombres ajenos bailando salsa con sus esposos. Para nosotros que somos aproximadamente de la edad de dicho artista, y que apenas estamos cumpliendo nuestra primera década de temerosa adultez; para nosotros que fuimos creciendo en un mundo en que el reggaetón comenzaba a despuntar como música masiva, a la vez que resultaba un tabú su consumo y disfrute, Bad Bunny y su auge tienen un significado particular: el de la sensualidad callejera, violentamente censurada tanto por la clase burguesa y el feminismo blanqueado y primermundista que no atiende bien la racialización afrocentrada desde los tiempos de nuestros padres o mayores “soneros y cocolos”. Esta música en sus inicios marginada ha llegado a recibir un reconocimiento mundial en el tiempo que la sociedad moralizante y metropolitana de nuestro ámbito ha hecho amago de explorar posibilidades con el fin de asumir una libertad corpórea a tientas y con un exceso de cautela. La nuestra es una generación exigente, impaciente, ansiosa y cansada del reduccionismo moral que resume toda expresividad en gesto soez. Muchas de nosotras que ahora somos mujeres, y que bailamos al son del tono de voz semi-monótono característico de Bad Bunny, éramos chamaquitas sujetas a pelas y palizas cuando nuestros padres o familiares mayores nos sorprendían brillando la hebilla hasta el piso, guayoteando con sillas plásticas, besando nuestros reflejos en el espejo, usando almohadas y muñecos de peluche como parejas imaginarias desde nuestro descubrimiento del perreo prohibido hasta las primeras experiencias con el placer erótico. A través de esas memorias que se repiten en el imaginario, Bad Bunny destaca a un Puerto Rico que se niega a ocultarse detrás de una bandera pacata y desensuada que no es suya sino de su frígido custodio.
Por lo tanto, puedo decir con franqueza que me declaro fanática de la terquedad de Bad Bunny. Ese Conejo Malo llegó para quedarse. No responde a nadie, sino que plantea su propuesta y planta bandera sin poner un punto final. Somos nosotros quienes respondemos a su ropa colorida, sus uñas y a las fotos del vegabajeño compartiendo en ánimo profesional con los famosos de Hollywood. Su música refleja nuestra exigencia para con su desempeño. Nuestra generación castigada, que, por un lado, también reprende a quienes nos llevan la contraria, se compromete, por otra parte, con el principio antinormativo de no castigar, excepto a quien de veras lo merezca. Queremos romper con el dogmatismo para ser más tolerantes, pero volvemos una y otra vez a la vigilancia como referente de cuidado mutuo, ocasionando una suerte de vértigo respecto del conocimiento social que producimos y diseminamos a través del ritmo y las ganas que siembran en nosotros de bailar; de soltarnos y desquitarnos.
Casi todo el mundo anhela una libertad sexual pero la impulsividad del imperativo consumista que nos rodea obstaculiza nuestro disfrute de esa libertad, la cual armamos a pulso entre soltura y cadencia, llevándonos a dar y exigirnos lucha. Peleamos por nuestros cuerpos, muchas veces con discursos intransigentes, a través de descargas en las redes sociales que irónicamente exigen una tolerancia, pero que se enajenan de nuestras diferencias. No obstante, en el bailoteo fuerte del perreo, la pelea es una de cuerpo entero, de nalgas con entrepierna, entrepierna con entrepierna, batata entre batata, lengua al aire, manos sobre caderas, ojos sobre cuerpos, gritería jovial entrevista de frustración apenas contenida. El ritmo provee una motivación contra el cansancio, sumiéndose “hasta abajo, hasta abajo”, en soneo vocálico “eeee-eeeee-a-a”, con guayoteo, guaya-guaya, sudor ante sudor, chasquido de piel contra piel, sudor sobre piel, bellaqueo y tensión, supresión sexual desatendida hasta estallar para las que perrean solas, cuerpo en el aire y que el viento nos sostenga.
Bailo como estudio; es decir, hasta el agotamiento y con técnica, marcando el tiempo con las caderas y las piernas; cogiendo mis debidos descansos para tomarme un vino. Bailo como estudio, pero no bailo donde estudio. El 28 de julio Bad Bunny le reclamó al gobierno de Puerto Rico, a Pierluisi y a LUMA que hicieran su trabajo, pero sus reclamos no convencen a los analistas académicos que lo regañan. ¿Deberían convencer sus rimas a la clase política de cómo incumplen su cometido? Perreo como estudio, pero no perreo donde estudio. Perreo como estudio, por ende me hago responsable de lo que provoco. Perreo como estudio, asumiendo responsabilidad por lo que hago con la tinta azul de mis bolígrafos y la tinta que he raído de cuantos mahones he guayoteado. Perreo como estudio, y sé que esos reclamos que hizo Bad Bunny no eran para convencerme a mí específicamente. Perreo como estudio, sin olvidarme de dónde vengo y hasta donde he llegado. Antes era una chiquitica que imitaba el caminar de sus tías y lo llamaba “baile”; antes no entendía el por qué de leer a Borges con tal de ampliar mi formación literaria, a pesar de lo ya recorrido. Ahora tengo mi propio baile y entiendo a Borges, aunque se trate de un entendimiento sin punto final, porque no hay destino fijo en la prosa de Borges, así como no hay un punto final en las posibilidades aun inexploradas del cuerpo en torno a mi libertad expresiva. Mi postura ética, como investigadora académica y persona oriunda de las clases populares, me obligan a reconocer que esos reclamos de Benito no eran tanto para mí como mujer que busca vivir libremente, como para todo un país que merece ser libre finalmente, y cuya población en su mayoría no va a poder pagar esos ciento cincuenta y siete dólares por crédito educativo en su única universidad pública, y cuyo futuro deviene cada vez más incierto.
Dada la oportunidad irrepetible fui a ver a Yo-Yo Ma en vez de ir al concierto de Bad Bunny. Extrañaba el violín que vendí para poder comer cuando estaba completando mi maestría. Salí con lágrimas del recital, no por el recuerdo del violín perdido, sino por la sensación inefable que me provocó la música, con sus signos inefables ante el tra-tra-tra-traqueteo de la tumbacoco que penetra el silencio de la guardarraya entre Maunabo y Arroyo; signos inefables ante el ritmo del barril que saca sangre en un baile de bomba; signos de los batá que abren el cielo con furia; signos silenciados ante la complicidad entre los cuerpos que bailan esos “condenados” ritmos. No me interesa la censura de ninguna índole. Se puede escribir sobre el reggaetón con un bolígrafo Mont-Blanc, así como ir a ver la sinfónica portando bolígrafos de marca Bic. Así se empuñe un Mont-Blanc o un facsímil razonable la tinta se descorre y acaba irrespectivo del estilo que destile. El juicio estético no se limita a una estricta dualidad de aceptación vs. rechazo, sino que es una negociación entre experiencias desencontradas y su inevitable conflicto hacia una posibilidad de entendimiento colectivo. Nos toca asumir responsabilidad crítica y constructiva como ciudadanos, puesto que no es el artista mismo quien dicta el valor de una forma como vehículo preferencial de expresión artística y concientización política, sino que es más bien su capacidad de asombrar y persuadir mediante el afecto catártico la que lleva a cabo esta función, interpelándonos sobre nuestra forma de bregar con la encrucijada de nuestra identidad.