Blonde: Lágrimas, sangre y más lágrimas
Uno de los problemas de este filme, basado en el libro homónimo de Joyce Carol Oates y con un guion de Andrew Dominik, es que durante las casi tres horas que dura, alguien nos está diciendo cómo se sentía quien de niña era Norma Jean Mortenson y que fue transformada en Marilyn Monroe (Ana de Armas) por Hollywood. Por supuesto que hay que entender que una novela y una película no son biografías del sujeto. Para comenzar, nadie sabe de qué hablaba la protagonista con sus amigos, amantes y maridos, de modo que eso es inventado. En este filme el guionista (no puedo hablar de la novela porque no la he leído) lo reduce todo a lágrimas por todo. Si fuera verdad que la pobre MM era tan infeliz, no solo fue una de las estrellas más rutilantes del cinema, sino la más miserable.
El problema, según el guion, está atado a que no conoció a su padre y que su madre sufría de una enfermedad mental, que no se menciona en la cinta, pero que se sugiere era hereditaria. En otras palabras, también sufriría esa anomalía, “que está en la sangre” (según dice la misma MM), que la lleva, junto a sus desencantos, a convertirse en adicta a pastillas y alcohol y, se sugiere, a opioides, tales como codeína. Hay una obsesión de la que supuestamente ella padecía también que tiene que ver con el amor paternal que nunca tuvo, y el deseo tronchado de no poder ser madre y tener una vida familiar. Tanto así que a sus maridos más conocidos —un disfrazado Joe DiMaggio (Bobby Cannavale) y un triste y lloroso Arthur Miller (Adrien Brody)— les decía “Daddy”. Sus embarazos son motivo de alegrías que se convierten en sangrías y más llantos. Las lágrimas comienzan cuando es una niñita y están presentes hasta poco antes de morir, sola y abandonada por casi todos (así fue).
Andrew Dominik, que también dirigió, tiene momentos en que enciende la pantalla con algo bello: el borde de una cama se convierte en una hermosa catarata, en alusión a “Niagara” (1953), una de las películas protagonizada por MM. En otra escena, un cielo estrellado metamorfosea a un enjambre de espermatozoides vibrantes que anuncian una preñez futura. El uso alterno de escenas en color y en blanco y negro le dan una pátina de documental a la película. En una escena Dominik abusa su intención estética y distorsiona los rostros de los admiradores de MM para indicarnos -como si no lo supiéramos- que ella está bajos los efectos de las drogas, el alcohol o ambos. Por otro lado, el cineasta neozelandés, que dirigió dos capítulos de la sensacional serie de Netflix, Mindhunter in 2019 (sobre la psique de asesinos en serie) a veces se pasa de la raya y piensa que partes de esta película son capítulos de esa serie. Me pareció también desafortunado que el problema de MM con sus embarazos pareciera una serie de trozos de una campaña republicana contra el aborto. El argumento del deseo de ser madre no tenía que estar repetido con tanta frecuencia, ni con tanto énfasis. Lo entendimos de entrada.
La película es demasiado larga y repetitiva. Lo que la mantiene a flote es la actuación de Ana de Armas. La actriz no es tan bonita como la original y no tiene el encanto que tenía Marilyn, que era una de las características que la distinguía de otras “sexpots”. De hecho, era esa sonrisa inimitable y cariñosa lo que hacía a la mujer más deseada del planeta algo especial y más allá de su cuerpo. Sin embargo, hay momentos, si la cámara no está en close-up, en los que de Armas más o menos se le parece. Por supuesto, que no queremos que una actriz imite a otra para interpretarla. Una imitación no es actuación. De Armas luce sus talentos y hay veces que es verdaderamente conmovedora y nos recuerda a la original.
Lo peor del filme es que reduce a Marilyn a una ramera cualquiera. El filme pudo no haberla presentado felando al presidente (JFK) lo que no añade nada a la historia. Ya habíamos visto como algunos hombres la explotaban sexualmente. Ese también es el caso con la escena gratuita (quién sabe si inventada) de un acto sexual en un teatro junto a los hijos de Charlie Chaplin y Edward G. Robinson. Estos episodios rebajan el nivel de la cinta y rayan en sensacionalismos innecesarios y purulentos.
De C- a D+; si son aventureros, con una caja de kleenex por si acaso.