«bocetos para lo inconcluso»: Sobre dos poemarios de Irizelma Robles
Son poemarios que me hacen pensar en aquella máxima de Lezama Lima: “Solo lo difícil es estimulante.” Y estos, sin duda, son libros estimulantes que, poco a poco, según los leemos van perdiendo su primera dificultad para abrirse y ofrecer un mundo poético de gran valor y de inmensa satisfacción para sus lectores. Mi intención aquí es ofrecer claves para entender estos libros. Aclaro que son sólo mis claves y no las únicas ni las definitivas. Con ellas espero llevar a otros a la lectura de estos importantes libros.
Alumbre parte de una cita de Heráclito: “Vive el fuego la muerte de la tierra, y el aire vive la muerte del fuego; el agua vive la muerte del aire, la tierra la del agua”. El poemario, siguiendo su epígrafe, está dividido en esas cuatro partes o en los cuatro elementos del mundo clásico: tierra, fuego, aire y agua. Cada sección se compone de breves poemas, brevísimos, tan breves que algunos se acercan al haikú:
te dejo olvidado
en el fuego
invito a tus ojos
al molde de los míos
te miro fundir
(Alumbre, Sección II, Poema IX)
Hay poemas, como este, que se pueden desmembrar fácilmente del contexto mayor y, al así hacerse, mantendrían su integridad. Hay otros, en cambio, que sacados del contexto del poemario en una primera lectura parecen perder esa integridad y su función estética. He aquí uno de los fascinantes aspectos de este poemario y del siguiente: la fuerte relación de las partes con el todo.
Robles parece ser fiel discípula de Poe y por ello cultiva con aparente exclusividad el poema corto, propuesta estética hecha por este en “The Poetic Principle” (1850), texto que ha servido de base a mucha de la gran poesía occidental. Pero, contrario a Poe y a muchos de su seguidores, Robles parece no cerrar sus textos:
memorias, gruesos telares
canciones para cantar
en las barcas
todo está recién guardado
en las arcas
repletas para un largo viaje
(Alumbre, Sección IV, Poema II)
Parece que el poema no se cierra, que no es una unidad en sí mismo, que sólo cobra sentido en el contexto mayor de la totalidad del poemario del cual no se puede desprender.
He repetido aquí ya varias veces el verbo parecer y es que no quiero proponer mi lectura de estos textos como la única. Pero la poeta nos ayuda a crear esa lectura de sus versos ya que es generosa con nosotros, sus lectores, y a veces, como en este caso, nos brinda sus propias claves para entender los textos. Una de las claves principales que nos ofrece para entender los dos poemarios, especialmente este primero, aparece en este poema citado; la hallamos en la mención de un gran libro de poesía mexicana. Canciones para cantar en las barcas (1925) es el primer libro de José Gorostiza, poemario que como otros del momento –el ejemplo más conocido o reconocido es el Romancero gitano (1928) de García Lorca– combina vanguardia y folklorismo. El poeta mexicano descubre en la poesía popular o tradicional los elementos vanguardistas tan de moda entonces, en la década de 1920. Por ello propone que sus versos son como canciones tradicionales para cantar por mero placer. Pero la sencillez de sus poemas esconde, como estos, profundidades temáticas y formales.
Con esa alusión directa al gran poeta mexicano, Robles nos brinda una importante clave para entender la totalidad de su libro. Pero mientras Gorostiza vuelve a la poesía popular de su país y, especialmente, a la de origen medieval heredada de España, mientras Lorca va a un gitano imaginario y Palés, a las raíces africanas de nuestra cultura, Robles se retrotrae a mucho más lejos; Robles va al mundo prehistórico:
llega la noche
la hoguera llama
desde el centro de su corazón
los hombres se reúnen a su alrededor
para hablar de la cacería de mañana
las mujeres
a la distancia
quieren su espacio entre las llamas
las armas de punta afilada
hacer la muerte
(Alumbre, Sección II, Poema II)
Pero ese viaje al pasado remoto, remotísimo, viaje que llena el poemario de imágenes que podemos asociar a la antropología, la arqueología y la geología, no es un juego con la máquina del tiempo ya que en estos poemas se plantean muy claramente problemas de nuestro momento. Quizás lo que Robles intenta hacer es obligarnos a entender que los humanos hemos tratado los mismos temas a través de los siglos, que desde que somos humanos nos hemos enfrentado a las mismas luchas, físicas e ideológicas.
Las imágenes ígneas (fuego, roca volcánica) que pueblan y conforman el primer poemario vuelven a aparecer en el segundo, El libro de los conjuros, donde hay hasta una secuencia de poemas que llevan como título el nombre de diversas piedras: carbón, jaspe, arena, obsidiana, entre otras. Y esos títulos son claves para entender cada uno de los poemas y, especialmente, la estructura del libro completo. Mientras que en Alumbre (nombre también de piedra y de connotaciones mágicas que nos hace rememorar al casi olvidado Miguel Ángel Asturias: “¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre!”) los poemas se identificaban por números, en este segundo poemario casi todos, la mayoría, llevan títulos propios y están en secciones aunque estas no tienen la clara unidad entre sí de las que componían el libro anterior. Pero El libro de los conjuros tiene su propia unidad, y aunque esta no está tan claramente delimitada como la del anterior, la poeta divide el texto en cuatro partes donde agrupa poemas claramente interrelacionados y que componen fuertes núcleos temáticos.
En este segundo poemario Robles también y generosamente nos ofrece claves para entender al menos parte de su libro. Si en el anterior la clave principal, al menos según mi lectura, es Gorostiza, aquí son Francisco Matos Paoli y Julia de Burgos. Aunque también hay otra, que es esencial para todo el libro pero principalmente para su primera parte: la escultura y la pintura de Elizabeth Magaly Robles. Esta sección del libro, dedicada a esta artista plástica, hay que leerla como un ejercicio de écfrasis ya que en ella la poeta recrea la obra de la otra artista, especialmente su escultura donde los elementos que emplea, piedra y cera, le sirven a la poeta como imágenes centrales:
Trazas figuras:
medusas, amebas,
siluetas de algo perecedero,
bocetos para lo inconcluso.
(Lo inconcluso)
Tanto la escultora como la poeta no cierran su obra; no les dan a sus piezas un final definido. Estas son obras abiertas; son “bocetos para lo inconcluso”. Pero la paradoja de la escultura de una y la poesía de las otra es la misma que en nuestros días tiene como gran ejemplo todo el arte que surge a partir de la obra de Marcel Duchamp y del Dadaísmo: lo inacabado, lo accidental, lo fortuito está terminado, es un hecho voluntario y hasta voluntarioso, no es mero azar, aunque parte de este. Para la poeta el arte de la escultora parecerá un mero accidente, un gesto sin concluir, una reliquia o una huella de lo incontrolado o de lo fortuito. Pero aunque sólo sean “bocetos para lo inconcluso”, las esculturas de aquella y los poemas suyos son, en verdad, piezas muy conscientemente ejecutadas y para el observador o el lector están terminadas, aunque así no sea o aunque sus creadoras no tengan la voluntad de crear una unidad cerrada, firme, definida.
Pero estas ideas, que permean todo el poemario, se ven más claramente en la primera parte, “La alquimista”. En el resto del poemario Robles se enfrenta muy honesta y valientemente al tema de la locura (Matos Paoli) y la muerte (Burgos). Y en esos poemas vuelve a imágenes que ya había empleado en el poemario anterior: las piedras. Estas se convierten otra vez en tropos que le dan unidad al texto. En este, más que en el anterior, los poemas que lo componen parecen poder sobrevivir fuera del contexto mayor porque son unidades con cierta calidad de homogeneidad, con una cierta independencia:
La corteza dura de estos peces
choca contra el cristal opaco,
la sal pura y cristalina del espejo.
Peje piedra dirían los pescadores
de este océano de jaspe.
Adentro de esta piedra silícea,
de estas vetas de mármol,
nace un pez dentro de mí,
peje de mar primigenio.
Imposible nadar aquí,
En el sílice, la sílfide, el silencio.
(Jaspe océano)
Este poema, por ejemplo, puede sobrevivir muy fácilmente fuera del contexto del poemario; puede sobrevivir más fácilmente que otros que quedan firmemente incrustados en la totalidad del libro. Y no cabe duda de que la poeta trabaja el verso como si fuera dura piedra, hasta el punto que sus poemas no dejan de hacernos pensar en los poetas parnasianos. Pero más que en estos al leer estos textos hay que pensar en los surrealistas.
Así es porque, como estos, Robles tiene el valor de enfrentarse a lo irracional, pero para construir textos de una claridad sorprendente: claridad estética dentro del contexto de la oscuridad del mundo privado. Es que la poeta construye sus textos a partir de lo íntimo, lo que en el fondo sólo ella conoce. (¿Lo conoce?) Pero como ya no creemos en los principios de la estilística y, por ello, no pretendemos llegar a través del poema al momento mismo de la inspiración que motivó a la poeta, lo que nos importa son esos productos que pueden ser sólo “bocetos para lo inconcluso” pero que verdaderamente son como pequeños y hermosos camafeos, joyas talladas de la piedra dura, afortunada porque esta ya no siente, pero que nos abre los puertas a un deslumbrante mundo poético, basado en la sensibilidad de lo privado.
Por ello y contrario a lo que Robles dice con angustia pero equivocadamente en el hermoso poema que cierra El libro de los conjuros –“Ya tenía asignado / el número de mi muerte / y nadie me llamaría poeta”– estos dos libros, no me cabe duda de ello, nos permiten llamarla poeta, una excelente e imprescindible poeta.