Calendas
Hoy es once de enero.
De inmediato la punzada ácida, el metal que aprieta costilla, la cosa esa de arena dulce. Dolor.
En el instante después recordé el evento que suscita ese dolor, y fue para mí una sorpresa. Era quizás la primera vez que la fecha, y no su contenido, me provocara una reacción inmediata. Ambos suelen existir a la vez, inextricables, pero generalmente es el recuerdo lo que viene primero. El recuerdo, luego el dolor, luego la fecha.
Ayer fue fecha, dolor, recuerdo. Ayer fue así.
Reconocí cuán nimia la observación; vi lo inconsecuente de mi sorpresa, pero no por eso dejó de darme una satisfacción redonda: sentía, por vez primera en muchos años, el dolor en otra sintaxis. Se me ocurrió que por fin la fecha se desempeñaba como moneda, actuaba por fin como verdadero significante: existía ya fuera del evento.
Había una economía terrible y bella en todo esto que no paraba de sorprenderme, que ayer me mantuvo en un estado de atención intensa e innecesaria. Es la sorpresa de sentir la fecha sin su flecha: sin memoria que la saque de su puesto flotante ahí, en sesgo leve a la izquierda de mi campo visual.
Padezco de sinestesia temporal-espacial. No es queja; es solo un dato: no puedo concebir de mi espacio inmediato sin los meses y años que pueblan esta cinta pulsante, listos para verterse como bolsas transparentes llenas de agua al momento que escoja rasgarlas. Las fechas me acompañan siempre ahí, en silencio, corteses y constantes, esperando que mi recuerdo las arranque de esa ría humeante que baila a mi alrededor. No es normal que una de ellas salte sin ser llamada.
Por eso fue algo nuevo sólo oír, en ese eco mudo:
Hoy es once de enero.
Fue algo nuevo sentir el dolor ahí, justo antes de ver la curva acurrucada en la parte superior izquierda de la vista, en diagonal entre ceja y sien, justo antes de recordar la tarde en que supe que el hijo se acurrucaba muerto adentro dentro, que mi cuerpo anidaba sin saber una cosita seca así, sin saber cuándo había sido su salto de ser a no, sin saber qué pasaba dentro adentro, justo antes de recordar esa cosa tonta que dicen que recordar es vivir.
Hice uno de esos “noticings” que andan tan de moda por ahí: inventario de sensaciones. No judgments, dicen, just notice. Me dieron ganas de reír. Son quince años desde ese rajar largo, hondo, quince años desde que la palabra se confundía en un lapachero gris, la arena movediza que cubre a quien recibe mala noticia y la sabe imparable. El dolor a veces sube de ahí, ya cuando no parece quedar nada. A veces sube, lento y diligente: una última burbuja en la ciénaga antes de la quietud del ahogo. En esos quince años tuve en dos hijos la maravilla, supe lo banal y supe algún desastre, pero ese dolor salía a la superficie de vez en cuando, sin anuncio, porque lo recordaba mientras esperaba a que la luz del semáforo cambiara o al descongelar el pollo o cuando sometía una lista de asistencia: así subía la burbuja de vez en cuando, sin diseño, sin elegancia alguna.
Y no fue hasta ayer que no recordé, que sólo me dije:
Hoy es once de enero.
Entendí algo bello, eficiente. Un número.
Creo que sonreí y pasé al próximo acto olvidable, sin más ni más.