Cambio de paradigma en la protesta puertorriqueña
El sistema social es de dominación y la parte dominante
no puede ser movida a escuchar una argumentación o
a aceptar algún tipo de reciprocidad,
a menos que se le fuerce a prestar atención.[1]
–Agnes Heller
Mucho se analizará sobre estos procesos de participación ciudadana, particularmente cuando se tenga más perspectiva histórica sobre lo ocurrido. Por ahora, quizá sea pertinente decir que el paradigma de la protesta en Puerto Rico se ha transformado durante estos eventos. El cambio paradigmático no ha sucedido sólo por el efecto inmediato de la renuncia de Ricardo Rosselló, que es más una destitución popular que una renuncia voluntaria. Tampoco por su importante aspecto cuantitativo en términos de convocatoria. Esos aspectos han sido más que relevantes durante estas formas de hacer política al margen de las instituciones oficiales del Estado. Sin embargo, hay algo que hace de este proceso uno más peligroso para las usuales formas de gobernanza que se han ejercido a lo largo de tantas décadas en la Isla. Su transversalidad, unida a una potente utilización de la tecnología, ha permitido aunar de forma coherente una pluralidad ciudadana sumamente difícil de articular bajo objetivos políticos comunes. No es un aspecto novel en algunas formas de protesta a nivel internacional, pero en Puerto Rico ha tenido un especial arraigo durante este proceso. Usualmente las protestas contra lo institucional o policial -como forma de dominación- suelen enfrentarse a cacofonías que debilitan su potencial de efectividad. En parte, estas cacofonías surgen de pretensiones particulares de reconocimiento y dirección dentro de un proceso complejo de articulación de voluntad política. La pluralidad es tanto un aliciente como un escollo.
En este caso en particular, sin embargo, esas contradicciones internas se han ido trascendiendo de forma pragmática. Eso no ha permitido, pese a los exiguos intentos, la imposición de un relato reaccionario que categoriza a los manifestantes como “los/as mismos/as de siempre”. Relato tan relevante y efectivo para el poder institucional y hegemónico durante tanto tiempo. Por más paradójico que sea, y por más retos que represente, el rechazo a las instituciones tradicionales se ha convertido en un acierto práctico para esta superación de potenciales disonancias en la articulación de un mensaje político. Otro hubiese sido el escenario, probablemente, si varios partidos políticos hubiesen competido por cierto protagonismo o relevancia dentro de estos procesos. Bajo el paradigma de estas protestas masivas, el manifestante se ha representado como un ciudadano o una ciudadana, no como un militante de cierto grupo político o proselitista con sus intereses particulares. Esto no significa que quien pertenece a un partido político institucional se desvistió de ideología de un día para otro, sino que por razones pragmáticas prevaleció la no identificación de estos procesos con una suma de facciones proselitistas. Simbólicamente, en mayor grado, no se percibió un mar de banderas e iconografía de partidos políticos tradicionales, sino iconografía de movimientos más transversales de la sociedad civil.
El potencial de transformación que se halló en esta forma pragmática de protesta ha sido realmente incalculable. Hay que recordar que a diferencia de otras manifestaciones que van dirigidas a asuntos menos condicionados por el proselitismo, como por ejemplo son los medioambientales o de derechos humanos, en este caso el objetivo se dirigía al patrimonio más preciado del poder político institucional. Era muy fácil que un proceso como este se pudiera ahogar en sus contradicciones internas a raíz de lo condicionado que estaba por ese carácter institucional. Sin embargo, uno de los aspectos más relevantes de estas manifestaciones ha sido la desconfianza en las instituciones tradicionales de hacer política en los espacios gubernamentales. No es sólo la figura del gobernador quien se encuentra en crisis ante estas protestas, sino las instituciones públicas mismas. Lo que desveló el mentado chat de Telegram, cuya publicidad por el Centro de Periodismo Investigativo ha sido crucial, ofendió extensamente a una multiplicidad de ciudadanía a la que ya no le faltaba mucho por perderle más confianza a las instituciones gubernamentales. Una ciudadanía que visiblemente no se refugió en los escudos de los partidos ni en su riesgosa fidelidad de grupo. Una ciudadanía que encontró más resonancia política -no proselitista- en portavoces que eran figuras del espectáculo y del arte, en vez de en las figuras políticas tradicionales de la palestra pública. La irresponsabilidad, el desdén, el discrimen y la ofensa que supura de las conversaciones del chat, de quienes han dirigido las instituciones en los peores momentos de la historia puertorriqueña contemporánea, avivó esa profunda desconfianza en las instituciones y figuras tradicionales en nuestro ámbito público.
Todos los procesos políticos son tanto complejos como intrínsecamente contradictorios. Trascender esas contradicciones internas de forma democrática es un reto para articular una voluntad general que encuentre resonancia en las instituciones gubernamentales. Estos procesos de protesta de julio de 2019 han demostrado que la política no se hace exclusivamente en las instancias estatales. Por el contrario, no se ha necesitado de una norma ni en la Constitución ni en alguna ley para que el gobernador se haya visto forzado a renunciar al cargo por razones políticas. Ha sido la articulación de una voluntad popular prácticamente unánime en la esfera pública la que ha provocado esa renuncia. El resultado de aquí en adelante cambia la forma de entender la democracia en Puerto Rico. Hace apenas tres semanas, muy pocas personas hubiesen pensado que por la voluntad popular exteriorizada mediante la protesta se podía lograr destituir por ilegítimo, literalmente, un cargo público de tanta envergadura. Hoy ya la ciudadanía lo sabe. Conoce de su excepcional poder cuando asume directa y democráticamente su soberanía. Ha comprobado que no tiene que esperar a los comicios electorales para requerirle una rendición de cuentas a sus representantes públicos. Ha visto cómo haciendo política en comunidad, de forma democrática, participativa y deliberativa, se puede conseguir lo que hace pocos días para algunos y algunas era imposible. Ante unas instituciones arropadas por diferentes formas de corrupción, y por una grave subordinación política-institucional a los designios de otro Estado, hacer política al margen de esas instituciones podría ser la manera más óptima de depurarlas y transformarlas.
Esa concienciación del poder político ciudadano, además, conlleva una advertencia importante a quienes ocupen cargos institucionales. La fiscalización de cargos públicos no sólo se puede realizar mediante la opinión institucional, pese a su importancia en la gobernanza del territorio. También la ciudadanía, mediante la protesta, tiene un poder fiscalizador y plebiscitario que se ha evidenciado de forma contundente durante este mes de julio de 2019. El potencial de no dejar que esa corrupción siga siendo impune es un reto democrático de enorme trascendencia. El germen de quien ha tocado la política y se ha sentido agente político, aún fuera de las instituciones, es una realidad que podría materializarse de varias formas en un futuro. Un futuro contingente que la ansiedad de resultados no debe encapsular categóricamente, sino verlo como un continuum multifactorial que va resignificando importantes figuras y categorías en nuestra discursividad política.
A su vez, el triunfo inmediato de estas protestas ciudadanas establece, aún sin desearlo, un umbral tanto de forma como contenido. Particularmente, le imprime a la protesta un carácter de efectividad que había sido matizado, por no decir ignorado, en otros procesos de participación ciudadana. Si una serie de protestas ciudadanas hicieron destituir a un gobernador por primera vez en la historia puertorriqueña, qué más no podrá hacer con otros objetivos que se conciban más plausibles. La idea de protesta como fin en sí mismo no es la que se ha establecido como paradigmática en esta ocasión. A diferencia del sentir pesimista de otras manifestaciones en las que ya se atisbaba de antemano que estas no tendrían los efectos materiales deseados, en estas el impulso de efectividad fue una constante durante todo el proceso. En vez de aminorar sus convocatorias o satisfacerse con lo aprendido interna y orgánicamente, el furor ciudadano durante estas manifestaciones parecía insaciable. Bajo una pléyade interesantísima y diversa de formas de hacer protesta, el sentido común que se desarrolló no dejó de incrementar en su deseo de cambio. La fuerza de estas manifestaciones, cuyos réditos personales o partidistas eran muy pocos ante los réditos políticos o comunes, denotaron una apropiación de lo público como pocas veces se había visto anteriormente. Un proceso de concienciación política que podría servir para intentar superar los escollos políticos que nuestras instituciones no han podido o querido trascender de forma democrática.
En fin, que ha sido un proceso sumamente fértil en muchos sentidos, y que su reflexión y crítica será tan diversa como lo ha sido fenoménicamente. De manera preliminar, valga resumir las características más primarias que reconocen de este proceso un paradigma diferente de hacer política mediante la protesta. En primer lugar, la transversalidad de la organización del proceso, con sectores como el feminista y el de la comunidad LGBTTIQA como catalizadores de politización, ha posibilitado la articulación de una voluntad política común al margen de las instituciones públicas y superando los escollos de las contradicciones internas de todo proceso político. La simbología de la bandera puertorriqueña como icono de unidad es muestra de ello. En segundo lugar, la protesta se ha configurado como una forma de hacer política de aquellos sectores que se consideran los sin parte ante unas instituciones que están en una profunda crisis de credibilidad y de legitimación. Esto ha permitido un proceso político destituyente que guarda en sí el germen de un potencial proceso constituyente. Además, ha posibilitado concebir la política más allá de los confines de las instituciones burocráticas del Estado, lo que de por sí es un importante proceso de politización ciudadana. En tercer lugar, establece un notable precedente de poder plebiscitario y de fiscalización directa de los cargos públicos y de las instituciones gubernamentales. El hecho de deslegitimar un gobernador para administrar el territorio colonial es, sin duda, la prueba del reconocimiento del poder soberano y plebiscitario que puede repetirse de darse las circunstancias. En cuarto lugar, este proceso puede establecer un umbral de efectividad política en la discursividad sobre la protesta en Puerto Rico. Es decir, no concebirse y conformarse esta como un fin en sí mismo, sino como un medio para la consecución de fines específicos, además de los fines internos que puedan surgir orgánicamente.
El llamado a despertar no es sino el reclamo de politización de una colonia cuya vulnerabilidad durante estos pasados años ha incrementado exponencialmente. Es esa misma vulnerabilidad la que genera circunstancias propicias para otras formas de organización, de relacionarse, de concebir las instituciones públicas y de construirse como sociedad. Las experiencias de las diversas crisis del pasado cercano, como la cruenta crisis económica, fiscal y política, así como sus perversas soluciones institucionales; el importante trauma de los huracanes Irma y María y el arduo proceso de recuperación en el que afloraron importantes formas de autogestión ciudadana, así como los cambios graduales y formales más recientes de protesta en ámbitos universitarios y por parte de sectores como el feminismo o la comunidad LGBTTIQA, son momentos importantes que van configurando materialmente las circunstancias para otras maneras de hacer política en Puerto Rico. Esto representa tanto retos como esperanzas, pero sin duda lo acontecido durante las pasadas semanas da una brisa de esperanza como en pocas ocasiones se había sentido.
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[1] HELLER A. Crítica de la ilustración: Las antinomias morales de la razón. Barcelona: Península, 1984. Pág. 295.