“Cisne, fénix, pájara pinta”: José Luis Vega y la poesía
En las aguas oscuras de la Parguera
viven miríadas de organismos luminiscentes.
Como a los ángeles, de ordinario nadie los ve.
–José Luis Vega, “Las aguas de la Parguera”
José Luis Vega ha sido fiel y constante a la Poesía. (Sí, así, con mayúscula, como si fuera una persona o, mejor, una diosa; “siempre me la he figurado como una entidad femenina” (17), dice Vega.) Desde temprano en su carrera Vega ha ido publicando, poco a poco pero con constancia y fidelidad, poemarios de gran solidez e innegable coherencia. Exploro en mis estanterías y hallo prueba de ello: Comienzo del canto (1967), Las natas de los párpados (1974), Signos vitales (1974), La naranja entera (1983), Tiempo de bolero (1985), Bajo los efectos de la poesía (1989), Solo de pasión / Teoría del sueño (1996), Letra viva (2002) y Sínsoras (2013) son los poemarios suyos que conozco y que atesoro. Creo que solo me falta uno, impreso en una edición limitada y de poca circulación. Creo también que su fidelidad a la poesía queda complementada con la mía como lector consecuente de su obra poética, a la que añado, aunque no sea a primera vista un poemario, Techo a dos aguas (1998), libro que para mí cuenta entre estos aunque esté escrito en prosa, y también sus estudios sobre César Vallejo en “Trilce” (1983) y su tesis doctoral, creo que aún inédita, sobre el poeta argentino Oliverio Girondo. Este recorrido bibliográfico, aunque esté incompleto, comprueba esa constancia de Vega con la poesía.
Ahora para hacer aún más patente y sólida esa relación, aparece El arpa olvidada (Guía para lectura de la poesía) (Valencia, Pre-Textos/Poética, 2014), un breve libro donde el poeta con la excusa de ofrecer un manual o una guía para lectores del género, nos da un enjundioso y arriesgado trabajo sobre la naturaleza misma del acto poético, trabajo que, a la vez, es una poética. Pocas veces en nuestras letras y aún en las hispanoamericanas en general un poeta se ha enfrentado a la poesía así, tan aparentemente de cara a cara. Recordaba, al leer este libro, textos como «El arco y la lira» (1956) de Octavio Paz y «Analecta del reloj» (1953) de José Lezama Lima, donde estos grandes poetas parecen encarar la poesía de manera directa, así como lo hace Vega. Pero este sabe que, a pesar de sus acertados comentarios, al escribir sobre la poesía no deambula por los predios racionales de una ciencia exacta, sino que, en el fondo, lo que hace es proponer una poética, una manera de ver y entender la poesía. Y ese campo es muy personal. Por ello, casi en la última página del libro habla de lo que no habla en este; habla de otras poéticas, de otras maneras de ver la poesía:
He querido evocar el valor de la poesía como un valor en sí, como una aparición del lenguaje. Al margen he dejado, a propósito, su valor cambiario, si alguno tiene; al margen también, su relación, si alguna tiene, con las palabras del poder político. He querido detenerme en la poesía como obra del espíritu, plenamente consciente del desprestigio actual de la palabra “espíritu”.” (155)
En otras palabras, Vega no nos ofrece un frío tratado sobre el género sino una visión íntima, animada y amplia, de la poesía. En otras palabras: nos ofrece una poética. Con estas ideas en mente es que hay que leer este importante texto. Pero, como siempre ocurre cuando leemos este tipo de libro, hay que hacerlo también con la conciencia de que quien ha vivido tan cerca de la poesía nos puede brindar muchas intuiciones válidas de este misterioso ente. Esta íntima convivencia hace al poeta un vidente que quiere compartir con nosotros, sus lectores, las imágenes que conforman su visión de este género tan escurridizo, tan tentador, tan problemático.
Por ello, el libro tiene un techo a dos aguas. Por un lado está su intención didáctica, profesoral. Por otro, especialmente al final, está un capítulo donde adopta un tono erudito, académico. Digo esto consciente de que puedo contradecir al autor y obviamente lo puedo molestar, hasta ofender – esa obviamente no es mi intención –, ya que en las primeras páginas ataca las lecturas de la poesía hechas por “los lectores académicos que se acercan al poema por oficio, calados en las narices los bifocales de la teoría literaria” (11). Es que se ha convertido en clisé descartar a quien indagamos sobre lo estético desde la academia. Pero hay profesores y hay profesores. Y, por suerte, hay algunos que, aun partiendo de una teoría literaria específica – todos partimos de una, aunque lo neguemos o lo ignoremos – pueden analizar y comentar un poema sin convertirlo en mero cadáver que se diseca. Muy al contrario, algunos comentaristas académicos puede revivir la poesía, pues esta sólo vive en la lectura. Vega mismo apunta a la absoluta necesidad de la presencia del lector: “La lectura es otro acto de representación a cargo del lector, es decir, una reinterpretación de la representación del dolor primario del poeta” (60). Así pues, los tres componentes del puente del acto poético son, en esa secuencia, el poeta, el poema, el lector, aquel que sabe leer el poema, porque esta no es cualquier lectura sino “la doble operación mental – rítmica y gramatical – que requiere la lectura de un poema” (35). Pero junto al poeta está la poesía y junto al lector lo está también porque el acto de lectura es la forma de resucitar ese ente que se esconde en el poema. (Nuevo esquema: poesía, poeta, poema, lector, poesía.)
El lector es central a este proceso y hasta algunos profesores de literatura que son excelentes lectores de poesía y con su análisis y comentario mismos logran revivirla – no la matan – y hasta hay veces que su comentario le añade poesía a la poesía. Yo tuve la fortuna de tener uno de esos en mis años universitarios y no me cabe la menor duda de que Vega también es o fue ese tipo de profesor, de maestro, porque estas páginas así lo demuestran. Pero quizás como no soy poeta sino mero profesor, tengo una visión distinta del acto de lectura que la que tiene Vega. Aunque reconozco que hay profesionales de las letras que son asesinos de la poesía, creo que Vega adopta una posición muy dura frente a ellos, frente a nosotros. Además, no comparto con él su fe ni su fervor sobre el hallazgo o descubrimiento de la poesía en un acto donde, según él, el poeta se enfrenta a esta sin lentes que la distorsionen. Guiado por su tan admirado Juan Ramón Jiménez, cree en esa posibilidad: la de mirar a la poesía cara a cara. Recalco, quizás porque no soy poeta sino solo un lector profesional, un crítico, y un catedrático de literatura, creo que no hay una lectura directa, sin filtros, que toda lectura se hace a través de un lente cultural, aunque esto no sea evidente para el lector. Todo el que se enfrente a la poesía, incluso el poeta mismo, lo hace con gafas, con algún prejuicio cultural. Para mí la prueba está en las lecturas de poesía que en este texto hace el propio Vega.
Aunque la mayoría de los apoyos que este emplea para desarrollar su poética y sus magistrales lecturas vienen de poetas – Palés, Rilke, Martí, Pessoa – no puede dejar de apoyarse en teóricos de la poesía – Pfeiffer, Alonso, Zumthor, Tinianov –. Las lecturas que en este libro nos ofrece Vega de poemas de Bécquer, de Darío, de Petrarca, de Alberti son magistrales. En ellas su sensibilidad como poeta se acopla y hasta copula con su magisterio académico. Y aunque aparecen referencias a los formalistas rusos y a las teoría del Caos y a los fractales, en el fondo sus lentes teóricos son los de la estilística, escuela española e hispanoamericana que hoy está algo desprestigiada. Pero Vega prueba que todavía podemos hacer brillantes y efectivas lecturas de la poesía y de la literatura en general desde esa perspectiva. ¡La estilística está vivita y coleando en estas páginas! Recalco que el hecho no es, al menos para mí, un ataque. Aunque ha llovido mucho desde que los Alonso – Amado y Dámaso – postularon sus teorías, la estilística puede ser una forma válida de acercarse a la poesía cuando se hace de manera efectiva y valiosa como se hace aquí. Ojo: no ataco a la estilística bien practicada; mi único punto es que no hay lectura ingenua o directa de la poesía. Todos, incluso los poetas, la leemos con algún tipo de gafas culturales puestas. Pero, recalco, quizás digo esto porque soy solo profesor y no poeta. Vega es poeta y profesor y, por ello, quizás me lleve ventaja. Recalco que las brillantes lecturas de poemas concretos que nos ofrece en estas páginas están hechas con unas determinadas herramientas pero, por ello, ni son descartables ni despreciables. Son, al contrario, válidas y ejemplares.
Como señalaba antes, la mayor parte de El arpa olvidada, título que toma de un verso de Bécquer, viejo poeta a veces tildado de cursi, funciona como un manual o un texto introductorio a la poesía. Decía también que, a pesar de ello hay que leer el libro como la construcción de una poética propia. Hay aquí, también, un capítulo que parece romper con ese tono. Es el penúltimo y el más largo de todos. Este, que lleva un título tomado de un famoso verso de Juan Ramón Jiménez, “Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas”, presenta una interesante síntesis de las ideas y los postulados de corrientes esotéricas del siglo XIX y XX que han marcado la poesía. Vega, muy acertadamente y dependiendo de otros estudiosos, como aclara, rastrea aquí los contactos entre la creación poética occidental y el pensamiento religioso de tomos místicos y esotéricos. Aunque tenemos clara evidencia de esos contactos, en general tendemos a ignorarlos o a ocultarlos. Quizás se puedan resumir los importantes principios de este capítulo con una sola oración del mismo: “El ocultismo contribuyó a forjar el mito moderno del poeta mago y vidente” (134). Y como vidente se comporta Vega. Pero sus ideas y su posicionamiento no solo son admisibles sino que apuntan a la necesidad del estudio de esta relación en nuestras letras donde las creencias del espiritismo, según Allan Kardec, han marcado la obra de varios de nuestros poetas y otros escritores.
Es esa visión de la poesía moderna – “Los grandes poetas de la modernidad … no hubieran sido posibles sin esta fuente nutricia” (123) – es la que lleva a Vega a postular su visión o imagen particular de esta. Comparto con él la idea de que no podemos entender la poesía moderna sin tener en mente estas corrientes esotéricas e irracionales. Ya Octavio Paz en sus magistrales lecciones sobre el desarrollo del género, «Los hijos del limo: Del romanticismo a la vanguardia» (1974), había hecho muy claro la necesidad de tener en mente esas ideas religiosas y filosóficas para entender, por ejemplo, a Rimbaud, a Lezama, a Hölderlin, a Breton, y a Paz mismo. Este penúltimo capítulo nos hace claro que tampoco podremos entender la propia obra de Vega sin tomar en consideración las mismas. Por ello es que llamo este libro una poética.
La imagen del poeta que aquí parece presentarse – recalco, parece – es la de un ser excepcional, un protegido por la diosa Poesía, un vate que tiene visiones e iluminaciones. Pero cuando estudiamos esas ideas detenidamente hallamos en ellas una paradoja: el poeta es un ser especial, pero todos, a cierto nivel, podemos ser poetas. Aunque esta imagen del poeta lo convierte en un ser privilegiado, en un miembro de una secta de iniciados, Vega comienza su libro con una referencia a un concepto tomado de Juan Ramón Jiménez, la “inmensa minoría”, concepto que sirve para definir esa paradoja sobre el poeta. Vega lo usa para referirse a los lectores de poesía, pero creo que la podemos usar también para referirnos al poeta mismo ya que en el fondo todos, al leer poesía, podemos llegar a ser poetas, aunque no nos demos cuenta de ello.
También muy temprano en el libro Vega hace referencia al discurso de Gabriel García Márquez al recibir el Premio Nobel. El gran novelista centra sus palabras en la poesía, no en el arte de narrar, y, por ello, Neruda se convierte para él en la cima de nuestras letras hispanoamericanas. Dos puntos me importan destacar de estas ideas de García Márquez. Primero, para él la poesía no se halla solo en el poema; todo texto literario, hasta una humilde reseña, puede participar de lo poético, puede tener algo de poesía. Eso sí, para García Márquez la poesía es el meollo, el corazón de todo lo literario. Solo que esta se destila y se hace más precisa en el poema. Pero en el texto de García Márquez se esconde otra importante idea. Dice: “La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos” (19-20). Con estas palabras García Márquez hace claro que esta se puede hallar dondequiera y que todos podemos llegar a ser poeta al ser lectores, al buscar y hallar la poesía donde esta se esconda.
Esta idea me hace recordar un hermoso texto de Luis Rafael Sánchez – gran poeta aunque no escriba poesía – donde se fija en un grafito hallado en el Puente de Martín Peña: “Eneida, carajo, ámame”. Sánchez nos prueba en su hermoso ensayo, texto que como el de García Márquez también es un homenaje a Neruda y por eso lleva el título de “Otra canción desesperada” (El Nuevo Día, 29 de abril de 2004, p. 90), que la poesía se puede esconder y hallar en cualquier lugar, hasta en las mal llamadas malas palabras. ¿No es poético ese rotundo y desgarrador “carajo”? ¿No puede haber poesía en la aparente vulgaridad? ¿No hay también una poética de lo soez?
El ejemplo que nos ofrece Sánchez es iluminador y me sirve para plantear la diferencia en visión que tenemos Vega y yo. Él, como poeta y como seguidor de las ideas sobre la poesía que conforman la modernidad occidental, pone el énfasis en el poeta mismo, quien, según él, se enfrente cara a cara con la Poesía, con mayúscula, y la condensa en el poema y quien, como nuevo Prometeo, la comparte con el resto de la humanidad. Yo no soy poeta sino lector de poesía. Además he sido marcado por ideas que han sido adjetivadas como posmodernas. Lector de Barthes y de Foucault creo que el escritor, el poeta, ha muerto y solo existe el acto de lectura. Por ello para mí la poesía se puede hallar en cualquier lado, donde menos se espera. La creamos al hallarla; la definimos cuando la leemos.
Pero en el fondo Vega y yo no estamos tan alejados; tenemos un amplio campo de contacto y coincidencia. Así es porque para él la poesía se puede transformar en “cisne, fénix, pájara pinta” (154) y se puede hallar en mínimo organismo luminiscente que son ángeles para aquellos que saben buscar la poesía. O sea, que esta se puede hallar en lo culto, en lo mitológico, lo numinoso, en lo popular y también en lo natural. Coincidimos a pesar del énfasis que cada uno pone en los extremos del puente: él en el poeta, yo en el lector.
Para mí y en última instancia, lo más importante de este excelente libro de José Luis Vega es que nos hace claro que existe un puente entre el poeta y el lector que va de la poesía a la poesía. Ese puente es usualmente el poema y en el acto de cruzarlo – acto que se puede concretar en un soneto de Sor Juana, o en una décima jíbara, en una ronda infantil, en observación de la luminosidad de un pequeño organismo y hasta en un grafito soez – aparece Ella. De “cisne, fénix, pájara pinta” se disfraza o se puede disfrazar la poesía. También se esconde en “miríadas de organismos luminiscentes” que son ángeles que solo unos pocos ven y en un desgarrador carajo. Por ello mismo postulo, arriesgadamente y quizás contradiciendo a Vega, que la poesía puede existir sin el poeta, pero no puede existir sin el lector.
O quizás el gran milagro de la poesía sea que convierte al lector en poeta cuando la halla, donde esté, donde sea, donde la encuentre.