¿Cómo escuchamos música?

Conservatorio de Música de Puerto Rico.
Queridos graduandos: Mis felicitaciones por haber logrado completar estudios superiores en la composición, ejecución e interpretación del arte superior que es la música. Señalaba Thomas Mann, quien escribió una de las grandes novelas sobre la música Doctor Fausto, sólo comparable con el relato titulado Gambara, de Balzac, que a la música solo le falta la dimensión moral para convertirse en el arte perfecto. Envidio que ustedes, tan jóvenes, pertenezcan a un arte tan noble, capaz de conmover de manera evidente e inmediata, con y sin la mediación de la palabra. Ahora les toca honrar esa magnífica tradición.
Fui profesor de redacción de este gran Conservatorio de Música, hito en mi carrera académica que llevo con mucho orgullo y para extrañeza de muchos colegas literatos. ¿Qué tú hacías en un Conservatorio de Música? Thomas Mann hubiese dicho que yo enseñaba “composición literaria”. Él indicaba que el novelista compone sus novelas tal y como el compositor compone sus sinfonías. Eso siempre me pareció pretencioso. Supongo que no hay arte de mayor complejidad en su concepción intelectual y hechura artesanal que la música sinfónica.
En mis clases le pedía a mis estudiantes que redactaran una reseña de algún concierto reciente al que hubiesen asistido, también un estimado del por ciento de música que escucharon con perfecta concentración. Eran instrumentistas, algunos con habilidades asombrosas. Tomando como buenas sus confesiones, me admitían que la capacidad para haber escuchado, “toda la música posible”, en un concierto, rondaba entre un setenta y un noventa y cinco por ciento, dependiendo de las relaciones con la novia, los trabajos académicos pendientes, el humor, la receptividad. Les confesaba que a mí me pasaba lo mismo. No importa que esté sonando la quinta de Beethoven: en algún momento la mente se nos escapará a la región de las musarañas y los asuntos pendientes, como cobrar la beca Pell o pagar las contribuciones. Al escuchar la música es casi imposible convertir la mente en el receptáculo perfecto, dejar fuera todo lo que es la vida. Supongo que solo si ejecutamos el concierto de violín de Brahms, o tocamos en un conjunto de cámara, o esperamos quince compases para azotar el bombo, como yo en mi banda juvenil en el Colegio San José, aterrado por la posibilidad de defecarla, seríamos capaces de alejar los rumores de la vida cotidiana. En la música popular ese porciento de atención baja, sobre todo en la salsa, que se negó a ser música de concierto y, por mayor complejidad que haya logrado, siempre será bailable. Por más que Eddie Palmieri nos sorprendiera con acordes disonantes en el piano, a la Bartók, su música siempre invitaría a “echar un pie”. Pienso en ese fragrante desmerecimiento de músicos serios de jazz en un club nocturno, lo humillante que debe ser ¡ejecutar sobre el tintineo de los vasos y las voces de los borrachos! ¿Sería posible la música de cámara en uno de estos clubes? Entonces recuerdo que el temperamental Miles Davis le daba la espalda a los otros músicos cuando estos tocaban sus solos, a veces abandonando el escenario por largo rato.
Los verbos son elocuentes: oímos un ruido, o un sonido; escuchamos música. En todo caso pasaríamos de la atención de escucharla a la concentración perfecta para ejecutarla e interpretarla. Tienen ustedes el íntimo privilegio de esa atención suprema a las notas, los motivos, las frases, las líneas melódicas, estas el equivalente al párrafo, que es el comienzo del discurso literario. Yo, como escucha, aspiro a alcanzarlos en esa concentración. A veces, aun escuchando a mi adorado y matinal Bach, desfallezco en la concentración y recuerdo a un colega melómano para quien Telemann era un caso superior de muzak, o sea, música ambiental para aeropuertos o ascensores. Jamás creí eso, pero confieso que, con Bach, quizás uno de los artistas de mayor pureza en la ejecución de su oficio que haya existido, mi atención desfallece. Me consuela saber que las variaciones Goldberg se compusieron para auxiliar a un insomne. De la misma manera, me maravilla la concentración de los instrumentistas. En una de mis clases, una alumna clarinetista me aseguraba que en el Cuarteto para el final de los tiempos de Messiaen existían pianísimos de clarinete que casi resultaban imperceptibles por el oído. Entonces, le preguntaba a ella: ¿por qué ejecutar esas notas? Ese nivel de concentración me resulta inasequible. Lo casi inaudible por alarde de concentración más que por distracción como oyente es una linda paradoja musical. Señalaba el poeta español Pedro Salinas, cuyo poema con variaciones sobre el mar de Puerto Rico, titulado El Contemplado, ustedes podrían evocar desde las galerías de este Conservatorio: “La atención es el problema del mundo moderno… Dificultad moderna de atender. Dispersión y debilitación. El anuncio. La propaganda. Enfermedad del atender. Vivir a medias, atender a tuertas”. Esto lo escribió en los años cuarenta del pasado siglo. Este llamado ahora “déficit de atención” primero se agravó con la televisión, para luego convertirse en epidemia con las redes sociales, los iphones, el twitter y los blogs, los playstations, los e-mails, el reguetón y los anuncios de Burger King.
Jorge Seferiades, poeta griego y premio Nobel de Literatura, nos dice en el prólogo al libro Poética de la música, de Igor Stravinski, que no debemos comparar la poesía o la literatura con la música. No le hagamos caso: El arte narrativo se parece a la música en que es un arte temporal, transcurre en el tiempo. Leemos una novela compleja y estamos obligados a la relectura; eso no ocurre con la música. Solo si ensayamos una pieza, o la estudiamos, hacemos relectura de una partitura. El escucha no tiene ese beneficio. Escucha la música y esa que no captó desapareció para siempre en el aire. Decía el poeta Salinas sobre la espuma de las olas: “La espuma se desarrolla en el tiempo, igual que las notas musicales, y es imposible captarlas, como el sonido, porque se escapa”. Para recuperar esas notas musicales el oyente tiene que ir a una grabación. De ahí que la música que mejor escuchamos y recordamos pone el énfasis en lo melódico. Para Mozart, argumentando contra los llamados “contrapuntistas”, la melodía siempre fue la esencia misma de la música.
Una melodía que nos seduce es como una trama novelística que nos cautiva y sujeta. La forma sonata tiene alguna semejanza con la estructura preferida de la narrativa; de una manera particularmente orgánica, tenemos la introducción, el desarrollo, el punto culminante y el desenlace. Aún los escuchas menos cultos digamos los que aplauden entre movimientos tienen un sentido, quizás por los crescendos, del desarrollo y los puntos culminantes de una pieza, razón para que aplaudan antes de tiempo. En una música más exigente como la de cámara es hasta risible cómo los ejecutantes quieren señalarle al escucha que la música ha concluido, léase gesticulación exagerada de las manos por el primer violín, el arco que se alza triunfal, señores, hasta aquí, ahora aplaudan.
Con la llegada de los “hi fi” a las salas de nuestras casas clase media, durante los años cincuenta del pasado siglo, también llegaron discos para el easy listening. Todavía recuerdo los discos pops de Mantovani y Arthur Fiddler que mi padre compró, un poco para dignificar su tocadiscos y que los vecinos se enteraran de que disfrutaba de otra música además del Trío Los Panchos y los merengues de Xavier Cugat. Para esa época también se creó el muzak, antecedentes todos, hoy por hoy, de los anuncios que convierten pasajes de Carmina Burana y la Cabalgata de las valkirias en jingles. La música de Star Wars de John Williams ha acercado a muchos jóvenes a la sala sinfónica. Tendríamos que ser unos snobs aberrados para desmerecer esos esfuerzos. Pero también debemos reconocer que aquí, como en todos los llamados “Pops”, nos estamos acercando peligrosamente a la música banal.
La música que más nos seduce y cautiva nuestra atención, y hasta concentración, es la melódica. Para mí la melodía es el motivo, las frases, las ideas musicales sostenidas en el tiempo y seductoras al oído. En mi adolescencia escuchaba con mayor concentración la Obertura 1812, o las oberturas de Rossini, que los conciertos de Brandemburgo de Bach. Cada vez escucho más y mejor. Quizás la ópera Carmen sea la manera más noble de encaminarnos a alcanzar las complejidades sonoras y emociones matizadas de la Hammerklavier o los cuartetos tardíos de Beethoven. Carmen fue mi primera ópera, en versión cinematográfica, la Carmen Jones con Harry Belafonte y Dorothy Dandridge, vista en el cine Alcázar de Caguas en 1954. Y esto me obliga a lo que llamo la anécdota Rafaelito: el hijo de una de mis mejores amigas nació con síndrome down y oído casi perfecto para la música. Le preguntaba qué había escuchado recientemente en la ópera, me cantaba pasajes enteros de Carmen, o la Casta diva de Bellini. Un día, retándolo, le pedí que me tarareara algún pasaje de un amigo mío, compositor contemporáneo. Me miró sorprendido, con sus ojos nublos, tardó un ratito y tarareó unos sonidos incomprensibles. Supongo que se estaba burlando de mi amigo, pero no lo sé. Es como si me hubiese estado imitando el chino. Podemos imitar lenguas porque tenemos una noción de sus fonemas, de sus sonidos ideales; pero no podemos reconocer significados. Algo así le pasa a muchos oyentes con la música contemporánea. Como el chino, es fácil imitarla, difícil escucharla, o emocionarnos escuchándola. La melodía es un arte nemótico, que auxilia al oído y la relación de éste con la memoria. Para Rafaelito siempre fue más fácil tararear a Mozart que a Alban Berg.
De la misma manera que el crítico de arte moderno Herbert Read dictó aquella lección magistral en la Universidad de Puerto Rico, y que tituló “Los límites de lo permisible en el arte”, podríamos hablar de los límites de lo posible para el oído humano. Tanto las sonatas de Bach para violín como la “grosse fugue” de Beethoven, la opus 133, están en esos límites. Es retante alcanzarlos, a ustedes supongo que se les hará más fácil que a mí. Aprovechen ese privilegio. La complejidad musical es una forma excelsa en que la exactitud de las matemáticas es capaz de provocar emoción. Eso es Bach y el Beethoven de los cuartetos tardíos; es una frontera que al rebasarse podemos caer ya en la esterilidad musical que Thomas Mann le atribuía a su compositor Adrian Lewerkühn, su Doctor Fausto.
Señalaba Stravinski que el arte melódico jamás se le dio con facilidad a Beethoven, como lo que es, es decir, un don, un regalo de la diosa fortuna, como sí le fue otorgado a Bellini. Siempre me ha asombrado esa aseveración. Y sí, pienso que la facilidad melódica es un don, como el dibujo en el caso de los pintores, o la destreza para contar en el arte narrativo. Los Beatles tenían ese don. Rossini, sin duda, es buen ejemplo de ello. Stravinski insinúa que, además de sordo, el genio de Bonn era como un ciego titubeante que tuvo que esforzarse por lograr la luz de la melodía. Grandes melodistas como Tchaikovsky y Rachmaninoff son menospreciados por tener como supremo don musical eso que Beethoven añoraba de manera trabajosa.
Quizás, para volver a seducir al oyente, debemos seguir la sentencia de Verdi citada por Stravinski en su Poética: “Recuperar los viejos tiempos; eso será progreso”.
Por último, quiero destacar algo a manera de consejo: Para contrarrestar la apatía, indiferencia y falta de atención con que muchos oyentes aún los que llegan hasta una sala sinfónica reciben la música, el mejor remedio es el entusiasmo con que ustedes ejecuten. Una de las experiencias más gozosas de mi vida como melómano consecuente fue presenciar el júbilo, casi danzante, con que los músicos de la Orquesta Juvenil Simón Bolívar, bajo la batuta de Dudamel, interpretaron la segunda sinfonía de Mahler. Esa alegría en la música, ese saberse jubilosos, en un arte que es supremo, es lo que celebramos con esta graduación, o como exclamaría el poeta Salinas:
Resplandeciente el afán,
Alegrísimo el esfuerzo.