Cómo lanzarle piedras a los amigos: una lectura de Escrituras en Contrapunto
Un año antes de su muerte, en 1974, el poeta y escritor José De Diego Padró publicó uno de los libros más singulares y extraños de la crítica puertorriqueña: Luis Palés Matos y su trasfondo poético. A caballo entre la memoria, el testimonio, el retrato poético y la elegía, De Diego Padró narra los andares de una amistad llena de reticencias y complicidades que duró décadas y que acumuló anécdotas, algunas euforias y más de un resentimiento. Una de las anécdotas más sobresalientes del libro es cuando el tímido poeta de Guayama, guiado por su maestro y experimentado sanjuanero, acude a la Mallorquina y, frente a los contertulios de la alta alcurnia intelectual del país confunde un trozo de mantequilla congelada con un pedazo de queso.
Cuenta De Diego Padró que en aquella mesa no solo estaban sentados “el bacalao de la crítica literaria local” sino que todos eran reticentes a darle la bienvenida a los nuevos poetas. Esa noche el grupo lo conformaban, nada más y nada menos, que Luis Lloréns Torres, Nemesio Canales, Sócrates Nolasco, cónsul de Santo Domingo en Puerto Rico; Bolívar Pagán, José Enrique Gelpí, Alfonso Lastra Chárriez y Luis Muñoz Marín, acabado de llegar de Estados Unidos y siempre con sueño. Por suerte, todos habían leído un poema de Palés que había sido publicado en el periódico La Democracia y la bienvenida fue más que calurosa. Fue en medio de cumplidos, elogios y una ronda de cafés con tostadas que el tímido y recién viudo poeta “dejó caer su mirada sobre un platillo de loza” que le habían puesto al lado y, después de observarlo varias veces, le dijo a su maestro: “Chico, qué raquítico sirven el queso aquí”. De Diego Padró no pudo aguantar la risa y le dijo: “Eso no es queso, es mantequilla congelada”. Palés hizo como el avestruz, derribó su cabeza sobre sus brazos, y casi mete su barbilla en el café que tenía delante, confuso y puerilmente sonrojado por su torpeza.
La anécdota, lejos de ser una torpeza jocosa, me parece un accidente elocuente. ¿No es acaso eso la literatura? Dice el mexicano Juan Villoro, en Efectos personales, que leer es accidentarse por dentro, y por siglos la literatura siempre ha sido un objeto extraño, marginal, ácrata, individual, colectivo, que siempre viene de afuera pero solo sirve para adentro: que va de lo tangible a lo intangible. Al igual que el queso o la mantequilla congelada, la literatura da sabor pero tapa arterias, suaviza y crea texturas, une y disgrega, mancha, pero permite la cocción de otras cosas que le son ajenas. Nadie sabe exactamente cómo la mantequilla, el queso o la literatura se convirtieron en alimentos. Pero algunos piensan que la mantequilla surgió por accidente al batir demasiado la nata de leche. De pronto, todos aquellos grumos que comenzaron a flotar y que algunos desecharon, como sobra, se convirtieron hoy en día en nuestro alimento mañanero. Celtas, vikingos, griegos y romanos le adjudicaron propiedades medicinales y hasta Plinio, en su Historia Natural, llegó a calificarla como “la más delicada comida entre las naciones bárbaras”.
Al queso le sucedió lo mismo. Su origen es incierto, pero todos sus mitos coinciden en que fue un viaje y altas temperaturas las que dieron con lo que, según los griegos, era alimento divino, pues hasta Odiseo (en el Canto IX) llegó a robarle al Cíclope los mejores quesos de cabra que guardaba en una cueva. Si la literatura nació por las mismas razones accidentales que el queso o la mantequilla, por miedo al olvido o por la terquedad, en realidad importa poco: al fin y al cabo, como dice Piglia en Crítica y ficción, se escribe para saber qué es la literatura. Lo que en realidad es menester decir es que la tradición literaria como la gastronómica, nos llega como un objeto de lo posible. Sea alimento o veneno, vacuna o capricho, engaño o mentira, accidente o milagro, es el gusto por lo posible, -aparte del queso y el vino que imagino nos darán después- lo que en realidad nos trae aquí para celebrar el libro Escrituras en Contrapunto; estudios y debates para una historia crítica de la literatura puertorriqueña.
Como bien señalan sus títulos: “Vínculos de la literatura puertorriqueña con otras disciplinas y saberes” y “La literatura puertorriqueña y otras prácticas culturales”, estas dos secciones que cierran el libro intentan dar cuenta de disciplinas y prácticas culturales aparentemente ajenas al campo de la literatura. No obstante, lo que resulta curioso es que se haya dejado para el final, y no para el principio, estas dos partes cuando es precisamente lo externo o lo ajeno al campo literario lo que funda casi todas las literaturas llamadas nacionales. Con eso me refiero a que la literatura puertorriqueña, por ejemplo, no nace de una escuela particular, ni de la academia, sino de prácticas y profesiones desvinculadas a ella, pues no son académicos, sino médicos, economistas, negociantes, abogados, agrónomos, periodistas, sociólogos, entre otros, los que emprenden la labor literaria isleña. Pienso en autores como Manuel A. Alonso, Alejandro Tapia, Manuel Zeno Gandía, Miguel Meléndez Muñoz, Enrique Laguerre, José Luis González, René Marqués, todos venidos de distintas prácticas y disciplinas. De hecho, el crítico mexicano Gabriel Zaid en su libro Dinero para la cultura, plantea que las influencias dominantes del Siglo XX (Marx, Freud, Einstein, Picasso, Stravisky, Chaplin, Le Corbustier) nacieron de la libertad creadora de personas que trabajaban en su casa, en su consultorio, en su estudio, en su taller y que, precisamente, influyeron por su investidura lejos del peso institucional. Einstein fue reclutado por la Universidad de Berna cuando ya había publicado su primera teoría de la relatividad. El marxismo y el psicoanálisis no salieron de las universidades: entraron, después de acreditarse en el mundo de la lectura libre y desde disciplinas ajenas a las prácticas culturales comunes de una época. Esto confirma, entonces, que la fuerza de la literatura nace, como dice Roberto Saviano en La belleza y el infierno, de su incapacidad de reducirse a una cosa, ya sea noticia, información, sensación, placer, emoción, discurso, entretenimiento, objeto o esencia. Creo no equivocarme si digo que, a pesar de estar al final, las últimas dos secciones del libro rinden homenaje a la ingobernabilidad de la literatura.
El primer ensayo que abre la sección “Vínculos de la literatura puertorriqueña con otras disciplinas y saberes” sienta las bases para asumir la deuda impagable que queda en el mundo, según Tolstoi, entre lo gratuito y lo inútil. Francisco José Ramos, lee “Puerta al tiempo en tres voces” de Luis Palés Matos no solo desde la filosofía y el erotismo (valga la redundancia) sino desde aquello que planteara T.S. Eliot de que “La poesía es una huida de la personalidad”.((Para una discusión más amplia ver el ensayo “Tradition and Individual Talent” de T.S. Eliot)) Utilizando el poema como cuerpo amoroso y, a su vez, como vacío sonoro, Francisco José Ramos nos plantea que las tres voces de Palés en el poema son el umbral por el que se revela la desnudez, lo inasible y la fugacidad de la poesía.
En la construcción de las imágenes poéticas de Palés, cada silencio y cada palabra responden a una memoria musical que palpita en el fondo más atávico, no del ser puertorriqueño, sino de la condición humana misma. Filí-Melé se vuelve entonces “un fracaso alucinado que ronda la forma de lo que no tiene forma.” Aparte de su precisa y rigurosa prosa, el tono en el que escribe Francisco José Ramos recuerda aquella unión entre pasión y crítica que bien subrayara Octavio Paz al principio de Los hijos del limo: “Pasión crítica: amor inmoderado, […] crítica enamorada de su objeto, crítica apasionada por aquello mismo que niega. Enamorada de sí misma y siempre en guerra consigo misma”.
En esa misma pasión crítica, Miguel Ángel Náter, en su ensayo “Variaciones del teatro existencialista en Puerto Rico (1940-1960)”, plantea que antes del auge del existencialismo de posguerra de los cincuenta y sesenta existía en el teatro puertorriqueño de la década de los cuarenta una clara tendencia hacia la angustia existencial. A contrapelo de la mirada de Concha Meléndez, quien marcó el nacimiento del teatro existencialista puertorriqueño a partir de 1955, Náter analiza la producción teatral de Manuel Méndez Ballester, Cesáreo Rosa Nieves, Emilio S. Belaval, Gerad Paul Marín, René Marqués y Myrna Casas como antecedentes de un existencialismo que venía manifestándose mucho antes que el de Jean Paul Sartre o Martin Heidegger. Más allá de zanjar un asunto historiográfico, la valiosa aportación de Náter estriba en insertar la representación teatral en el epicentro del debate existencial entre el ser individual y el nacional, justo después de la generación del treinta y antes de la debacle populista y bifronte que culmina con la fundación del ELA. La crítica de Náter adquiere así la resonancia de una voz en el desierto como también lo fue Albert Camus para el existencialismo cuando le dijo a Sartre: “La miseria me impidió creer que todo está bien bajo el sol y la historia; [pues] el sol me enseñó que la historia no lo es todo”.((Ver Mario Vargas Llosa, Entre Sartre y Camus, Ediciones Huracán, Río Piedras, 1981))
Por su parte, Richard Rosa cierra la sección “Vínculos de la literatura puertorriqueña con otras disciplinas y saberes” con un genial ensayo titulado “Literatura y economía en Puerto Rico: Siglo XIX”, en el que literalmente busca dentro de los bolsillos de la literatura puertorriqueña. A contrapelo de los planteamientos de Pedreira en Insularismo, Richard Rosa sostiene que la economía política es la disciplina fundacional de la puertorriqueñidad. Desde las escenas del Aguinaldo puertorriqueño de Manuel Alonso, los ensayos de economía política de Miguel Meléndez Muñoz, las novelas La Charca, Garduña, y El negocio de Zeno Gandía, pasando por La muñeca de Carmela Sanjurjo, hasta los textos de Luisa Capetillo, la tematización de la economía ha sido una constante en la producción literaria del país, tan latente como la metáfora del mundo enfermo al que nos ha acostumbrado la crítica literaria. Sin los acostumbrados tecnicismos de la economía política decimonónica, pero con una precisión fiduciaria, podríamos decir que el ensayo de Rosa intenta reescribir aquella primera línea del Manifiesto del Partido Comunista de Karl Marx: Un fantasma recorre la literatura puertorriqueña: la economía.
En la última sección del libro “La literatura puertorriqueña y otras prácticas culturales”, cada uno de los críticos construye su lugar como detectives que buscan en los barrios bajos de la literatura resolver un enigma. Bien decía Auden, en La mano del teñidor, que el género policial había venido a compensar las deficiencias del género narrativo no ficcional, es decir la noticia policial, que es la que funda el conocimiento de la realidad en la pura narración de los hechos. Y aunque no se trabajan textos detectivescos o policiales, los ensayos de Fernando Feliú Mantilla, María Teresa Vera-Rojas y Elsa Noya, reconstruyen los pasos de un crimen que no se inscribe necesariamente en los confines de un género textual.
Por ejemplo, en su singular ensayo “Cables, autos y mecánicos: la imaginación tecnológica en la narrativa puertorriqueña del siglo XX”, Fernando Feliú Mantilla va tras las huellas de la simbología de la tecnología y el discurso del progreso. A diferencia de la literatura estadounidense y la argentina, en Puerto Rico los escritores no se limitaron a oponer el campo a la ciudad, sino que la representación de lo rural se convierte precisamente en el escenario de dos expresiones coloniales, la española y la americana: un doble pacto fáustico que aún no ha cerrado su ciclo. Fernando Feliú va poco a poco recogiendo huellas dactilares de un criminal que siempre se nos escapa: la máquina, y que cada vez que llegamos a la escena del crimen ya casi no quedan huellas, ha desaparecido algún paisaje, se han centrifugado los sentidos y acelerado los sujetos. Este divertido ensayo, lleno de cableado submarino de telégrafo, de máquinas endentadas, novelas inéditas -o desconocidas para la crítica tradicional- y marcas de autos, me hizo recordar a mi abuelo, Jesús Cardona Rodríguez, molido a palos por seis hermanos, y aplastado dos veces por las gomas de un auto, hecho cruel que ocupó la Primera Plana del periódico El Imparcial, el martes 7 de mayo de 1957. Cuando Feliú narra la proliferación de marcas de autos que aparecían en periódicos y revistas no pude evitar pensar en el esfuerzo que invertí, y que aún invierto, en dar con la marca del auto que aplastó a mi abuelo, pues al periodista que reseñó la noticia nunca mencionó la marca ni el año del auto, pero sí la tablilla.
Casi en el mismo tono, María Teresa Vera Rojas y Elsa Noya, también buscan como detectives el afuera de la literatura que se recoge particularmente en revistas y periódicos. María Teresa Vera Rojas, en su ensayo “En respaldo del feminismo: la literatura puertorriqueña y la raza hispana en Nueva York”, analiza la escritura feminista en la diáspora publicada en la revista Artes y Letras, en la época de entreguerras, en momentos coyunturales en los que la comunidad hispana era azotada por el racismo y la xenofobia. Gracias a la aportación de la revista Artes y Letras, fundada por la escritora y educadora Josefina Silva de Cintrón, se dieron a conocer trabajos de importantes escritoras, como la conferencia que dictó Margot Arce acerca de la poesía de Luis Palés Matos en 1933. Artes y Letras no solo se convirtió en una revista de divulgación, sino también sirvió para la denuncia, pues desde Nueva York se criticó tanto la Masacre de Ponce en 1937, las políticas insulares y coloniales del presidente Roosevelt, y hasta se pidió el cese y desista de la invasión de Mussolini a Etiopía.
Al igual que María Teresa Rojas, Elsa Noya, bucea entre las revistas, pero desde un relevo generacional que intenta matar al padre, es decir, a la nación. En “El palpitar de la cultura. Los años noventa del campo cultural puertorriqueño”, Elsa Noya no solo atiende la compleja relación entre la literatura nacional y el Estado, sino que resume de manera magistral las preocupaciones que desde el posestructuralismo y el postmarxismo los intelectuales del patio fueron asimilando: el disloque discursivo causado por el fin de la Guerra Fría, el triunfo del neoliberalismo y la caída del Muro de Berlín. La mayoría de estos debates se dieron en el marco de revistas como bordes, Nómada, Posdata, el semanario Claridad, Diálogo y la Revista de Ciencias Sociales, y estuvieron a cargo de Irma Rivera Nieves, Carlos Gil, Juan Duchesne, Áurea María Sotomayor, Silvia Álvarez Curbelo, María Rodríguez Castro, Rubén Ríos, Juan Gelpí, Liliana Ramos, Miriam Muñiz Varela, Madeline Román, Arturo Torrecilla y Carlos Pabón, entre otros. La relevancia de estos debates radica, según Noya, en que esos espacios editoriales cuestionaban por primera vez los valores del nacionalismo, la identidad cultural, la lengua, la historia, el pasado, la memoria, la función del intelectual y hasta la crítica literaria.
Leyendo los debates que muy bien analiza Elsa Noya recordé otra de las anécdotas que narra De Diego Padró en Luis Palés Matos y su trasmundo poético. Una noche tranquila en la que Palés y Padró pescaban sin mucha suerte en la Puntilla, a pasos de la dársena del Viejo San Juan, de pronto sintieron un aguacero de piedras cerca de ellos “acompañado de voces burlonas, y de estridentes carcajadas y trompetillas”. Eran sus amigos de la Mallorquina: Luis Lloréns Torres, Nemesio Canales, Sócrates Nolasco, entre otros, que habían llegado hasta la zona del muelle como una pandilla, y para hacerse los graciosos comenzaron a lanzarles piedras a aquellos dos ilusos pescadores. Esa anécdota me parece fundamental no solo como acto de la amistad, sino del trabajo crítico. Pues quien le tira una piedra a un amigo no lo hace para herirlo, ya que no lanza hacia la cabeza, sino a los pies, al camino. Quien lanza una piedra a un amigo lo hace para fallar, para dar cuenta de una presencia, para llamar su atención esperando la complicidad de una sonrisa o de una tierna venganza también fallida. La crítica es igual: es generosa, digna, juguetona, conflictiva y redentora. Por eso, en su casa -dice en su afamado Walden– Thoreau tenía tres sillas: una para la soledad, otra para la amistad y una tercera para sociedad. Creo no equivocarme si digo que en este libro lo más que hay son sillas y amigos que se tiran piedras esperando la sorpresa de la luz y la oscuridad que hay en toda sonrisa.
Texto leído en la presentación del libro Escrituras en Contrapunto: estudios y debates para una historia crítica de la literatura puertorriqueña, editado por M. Aponte, J. G. Gelpí y M. Rodríguez (Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 2015), celebrado en la librería La Tertulia en Río Piedras, el 15 de octubre de 2015