Compañía y empatía

Sohei Szincza
Como esto ocurre en un laboratorio de neurociencia, la actividad cerebral del participante es registrada y analizada, lo mismo que la de cada voluntario anterior y posterior. El presunto juego, llamado cyberball, busca inducir en los participantes una experiencia o sentimiento de exclusión o rechazo. El hallazgo crucial es que las áreas cerebrales que tienden a activarse en los participantes mientras están ‘jugando’ (es decir, pendientes de tomar parte en un juego del que están fatalmente excluidos sin saberlo) coinciden significativamente con las zonas que se activan cuando se experimenta dolor físico. Las implicaciones teóricas y prácticas de esa convergencia son enormes. Pero aquí me limito a anotar las que tienen que ver con nuestras formas de pensar sobre el dolor social y en particular la depresión.
Lieberman señala, con razón, que cuando pensamos en dolor tendemos a pensar en dolor físico mucho más directamente que en dolor social o socioemocional. Pensamos en un brazo roto más bien que en un corazón roto. Pero aunque es claro que hay distintos tipos de dolor, ambos, el brazo roto y el corazón roto, nos matan de sufrimiento. Aún así tendemos a ver el dolor físico como dolor real, que requiere atención médica, mientras que los otros, los del corazón, los tendemos a ver como dolores ‘mentales’, de esos que pueden resolverse introspectivamente, pensando y reflexionando, o en todo caso toca a cada cual bregar por su cuenta. Nada malo con ser reflexivo e introspectivo, pero si la cultura me comunica, sutil o abiertamente que mostrarme débil o vulnerable afecta negativamente mi reputación, cómo seré percibido, será más difícil que yo acabe optando por dejar transpirar mi fragilidad o mi rotura y más probable que busque resolverla en casa, es decir, adentro de mí mismo. De la co-activación documentada en el estudio de cyberball, Lieberman deriva un principio importante: el dolor social es dolor real (‘social pain is real pain’). La depresión (dolor socioemocional, pérdida de sentido o de propósito o de contacto), no está solo en la cabeza; o mejor aún, la cabeza es una parte muy real de un cuerpo deprimido.
El estudio del dolor social se enfoca sobre todo en el dolor de uno, el que uno sufre en relación a los demás y a uno mismo en relación a ellos, y exhorta a no ignorarlo. Pero ¿qué del dolor del otro? ¿Qué de tu dolor, ese dolor no menos real que debo aprender a percibir en tus gestos, tus palabras, tus silencios, aunque tú mismo te (me) lo ocultes o le restes importancia cuando sale a flote? En general, el término empatía se refiere a la capacidad de ponerse en el lugar del otro y en un sentido básico, de entenderlo. La empatía tiene dos aspectos, o se refiere a dos capacidades: la capacidad para pensar en tus pensamientos y tratar de ver las cosas como tú (empatía cognitiva, o ‘mind reading’) y la capacidad o inclinación a sentir lo que tú sientes (empatía emocional). La empatía cognitiva me permite saber que tú no sabes todavía que el juguete que me prestaste se me cayó y está roto en mi gaveta. La empatía emocional me permite entender que vas a estar triste cuando te lo diga. Claro que las cosas no son tan blanco y negro en nuestras cabezas, pero hay evidencia de que se trata de capacidades más o menos independientes porque a algunas víctimas de trauma cerebral se les afecta sustancialmente una mientras la otra pareciera más o menos intacta. Además, hay distintos síndromes y desórdenes que implican déficits en una capacidad pero no en la otra.
En todo caso, esa capacidad de comprender o sentir al otro no puede sino ser siempre parcial. Como todas nuestras capacidades, la empatía, si bien inspiradora y poderosa, es también limitada, y podemos pecar de sobreestimar la precisión de lo captado, o prejuzgar la ausencia de lo no captado. Además, esa capacidad no se da en el vacío, sino en los mundos que habitamos nosotros en posesión de ellas. Así aprendemos que no todos los dolores ajenos implican que hay que correr al rescate, que no hay que ser alarmistas, que hay dolores y hay dolores, y así nos volvemos más selectivos con nuestras respuestas, aprendemos incluso a no responder, a ejercitar esa virtud que llamamos ‘dejar espacio’. Claro que es legítimo alejarse, distanciarse, para tenerse uno mejor, pero reencontrarse, restablecerse, reorientarse. Y es claro que no es del todo falso que podemos encargarnos de muchas cosas nosotros mismos y que el tiempo muchas veces es nuestro mejor aliado en materia de recalibrar y de curar. Pero a veces sucede que no se sabe… ¿Cómo saber, cómo decidir cuándo acudir al rescate del otro, de uno mismo?
La mejor opción, como han señalado muchos en estos días tristes, es quizás acostumbrarnos a poner estas discusiones y decisiones un poco más afuera de nosotros mismos, mostrarnos por dentro un poco más a los demás, hablar, conectar, dejar al menos entrever esa parte mayormente invisible de nosotros que no salta a la vista de igual forma que una pierna enyesada. Claro que se corre el riesgo de que otros malinterpreten lo que mostramos, o por qué lo mostramos, o incluso el riesgo de que se tome ventaja de nuestra declarada vulnerabilidad. Pero riesgo se corre también cuando todos se esconden. ‘Mi hermano, ¿cómo te sientes, qué está pasando, qué hay de nuevo?’ ‘Aquello que me mencionaste, cómo va?’ Quizá habría incluso que hacer el hábito y tomarse el riesgo de ir un poco más allá, y preguntar a veces, ‘y a ti, broder, ¿qué te hace llorar..?’ Por lo demás, tener preactivado un protocolo, una ruta de acción para cuando alguien (yo mismo o aquel) necesita ir a una consulta, chequearse, buscar ayuda. Después de todo el dolor socioemocional es real y la empatía me ayuda a entenderlo.
Aún así, quizá hasta en mundos más responsivos y perfectos sería posible caer al vacío, perderse uno mismo. Al final somos estos cuerpos raros pululando temporeramente sobre una partícula de polvo que gira en torno a una piedra incandescente perdida entre millones más. Es fácil desorientarse, sentirse perdido. Nos queda acompañarnos mientras podamos, mientras estemos aquí, extender el gusto de estar al mismo tiempo demorándonos, el milagro diario de saber que uno se tiene o se ha tenido, de poder acercarse, hacer contacto, prolongarse juntos en el tiempo. A veces, cuando se está lejos, tratar de ejercer la empatía a lo lejos es todo lo que nos queda. Pero lo que se tiene cuando se está ahí mismo, agrupados a la misma hora y en el mismo punto de la esfera, como los ancestros de quienes nos llegan estos cuerpos y estos sentidos tan abocados a la proximidad y la compañía, es una victoria del azar y de la voluntad que amerita siempre prolongarse, recordarse, procurarse, celebrarse. Acompañarse es la fiesta. Traer en las cabezas y en los corazones a aquellos que ya no están del todo, para abrazarlos juntos, hace la fiesta mejor.
Al enorme corillo que llora a Esteban, y a su memoria…
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Referencias
Matthew Lieberman: The Social Brain and its Superpowers: https://www.youtube.com/watch?v=NNhk3owF7RQ
John Cacioppo: The Lethality of Loneliness: https://www.youtube.com/watch?v=rYZnvKf70YI
Simon Baron-Cohen: The Erosion of Empathy: https://www.youtube.com/watch?v=nXcU8x_xK18