Con guayabas en los bolsillos
Este, según Time, es el año del basta ya, yo protesto. El descontento y la violencia han aflorado aquí y allá, de forma bastante uniforme a través de los continentes, siempre en unos más que en otros, pero en últimas instancias en todos lados.
La globalización no da tregua.
Las repercusiones son cada vez más y se van sintiendo más lejos. El descaro se mete hasta en nuestros refrigeradores, en lo que ingerimos. Monsanto y demás agropharmas en la industria de la genética infiltran sus tentáculos en cada rincón, hurgan donde les da la gana. El sistema se debate y jadea, descompresiones se disparan por doquier, algunos déspotas caen, otros los suplantan, el negocio sigue igual.
La ruta fácil es la del cinismo, el abandono. Algo, una reacción que nos sonsaque, aunque sea por reflejo. La vida, como todos sabemos, es difícil y nos presenta desafíos diarios. En ocasiones es muy poca la dignidad que nos queda al final del día, y nos aferramos a ella con desespero. Pero igual mañana es otro día y decides mandarlo todo a la mierda hasta entonces.
Cualquiera que sean tus decisiones particulares, nos vemos en mundos bastantes similares. Tenemos los mismos referentes visuales, musicales, culturales, pertenecemos a una gente que se le ha negado su identidad desde los comienzos. Nos impulsa una especial sed, ¿no? Es como un deseo ardiente que nunca logrará saciarse, es como si en el mundo no existiera nuestro lugar. A a hora de la verdad, se nos hace difícil escapar la etiqueta colonial.
Sin embargo, siempre hay algunos que sobrepasan las expectativas, burlan las estadísticas e infiltran el status quo. Están los que trascienden de lo personal a lo universal y nos ayudan a sentirnos un poco mejor definidos. Sus nombres se enuncian en el discurso interno de nuestra identidad como si fueran santos: Corretjer, Juliá, Palés Matos, Matos Paoli, por decir sólo cuatro y pecar de machista. Pero aún así existen otros nombres, tal vez más comunes pero que de igual manera funcionan para elaborar nuestro imaginario colectivo y sentirnos parte del Grupo, compartir nuestros denominadores.
Ahí la Jlo y los Ricky Martin de la vida, que nunca comparan con los Dracos ni Benos de la vida, tal vez, pero siguen percolando hacia arriba, subiendo como la espuma y dándonos de qué hablar alrededor del water cooler, por encima de las paredes falsas de los cubículos. Entonces, el día menos pensado, cataplán! Tenemos ahora a Calle 13, y qué bad boy más jugoso y delicioso. ¿Ese no es un tatuaje de la madre en su hombro? Qué liiiiiiiindo! Y nos sentimos bien, porque nos vemos en el, y lo vemos viajando por todo Latinoamérica y llenando estadios e izando la monoestrellada… ¿no?
Cuando le sale de atrás pa’lante al gobe araña que todo la daña, nos da esa cosquillita bien adentro, en la parte más entrañable. Luego arremete contra éste y aquél y de paso gana nueve gramis. Sin embargo, luego de una presentación espectacular, el verdadero espectáculo: el puño arriba. Pero una vez pasa la emoción del momento no podemos evitar sentirnos más sucios de lo que queremos sentirnos, pegajosos, medio malditos.
Es cuando vemos el video de Manu Chao en la cárcel de inmigrantes de Maricopa en Arizona, y nos preguntamos cuántos gramis habrá ganado Manu, y escuchamos la música y nos dá otra sensación, nos cuestiona otros sensores. Queremos subir el volumen y gritar también, queremos defender al nuestro, pero nos da no sé qué, queremos – estamos locos – por llegar pero no sabemos a dónde. En el último análisis, somos nosotros los que seguimos levantándonos lejos de donde nacimos, los que salimos a la calle a negociar los despilfarros del día, y se nos hace muy difícil defender la estrategia desde adentro.
Nos comodifican como quiera, nos ponen al margen de los focus groups, nos tutean sin respeto a través de mil canales que nosotros mismos instalamos en lo más íntimo de nuestra cotidianidad. Leemos cuanta porquería nos llega a las manos y nos la creemos, vemos al otro posicionarse en la línea de tiro y nos echamos a un lado. Vemos la maquinaria dando vueltas, los engranajes moliéndolo todo, y seguimos nuestro camino sin prestarle más atención.
Cuando estamos de vuelta en nuestra casa y nos ponemos al día, ya perdimos la paciencia en el camino. Ya no nos reímos igual y las posturas, cuando vienen acompañadas de esa gran maquinaria, pierden su propio peso, su indispensable peso. Ya no nos seduce igual esa irreverencia vacía, hueca. Y es que es así, suenan huecos, suenan perdidos. Nuestra identidad se vuelve a vender, lo único que esta vez en pos de la vanguardia.
A estas alturas el sueño se hace irreconciliable, y tenemos que recurrir a Galeano, a Cortázar, a cualquiera de los verdaderamente grandes, para poder conciliar el sueño.
Lo demás, como quien dice, es parking, y somos el mismo jíbaro de siempre con la guayaba en el bolsillo. Tal vez mañana, a lo mejor tenga ganas…