Con Mara en París
The nature of things betrays itself more readily
under the vexations of art than in its natural freedom.
–Francis Bacon
Voy corriendo por París detrás de una mujer de piernas flacas pero musculosas y energía inagotable. Conmigo corre Viveca Vázquez. Estamos en la última semana de mayo.
Llegamos a la ciudad para pasar algunos días en su casa e irnos luego juntas a Madrid. Hace buen tiempo. Mara dice que le trajimos el sol. Me lo había encargado por correo electrónico antes de salir de Puerto Rico –junto con un par de libras de café que le trae Viveca. Durante este año Mara y Ernesto viven en el apartamento de la madre de Hélène Cixous, la maestra y mentora de Mara. Es amplio para París, una casa vivida, con sus idiosincrasias –“no deslices la puerta del baño más allá de este punto que se queda enganchada”. En la sala hay un sofá cómodo en que Mara se sienta el domingo a escribir una columna para 80grados sobre la victoria del socialista François Hollande en las recientes elecciones francesas. Viéndola, me la imagino, a lo largo del frío invierno de este año, leyendo por horas para preparar sus seminarios, para el libro que está escribiendo. La casa tiene una terraza hermosa en que cuelgan tiestos con geranios de colores y las hierbas que Ernesto, un cocinero extraordinario, usa para sus platos. Allí desayunamos mientras conversamos de mil temas.
Los días de este casi verano en París son eternos. Mara nos lleva a callejear, nos sentamos una tarde maravillosa en el Jardín de Luxemburgo, otra nos pasea por el Jardin des Plantes, frente a la casa donde vivía cuando era estudiante. Una mañana caminamos durante horas por el Marais buscando una correa de yoga para Viveca y acabamos en la Place des Vosges, envidiando la libertad con que niños y adultos disfrutan del espacio público. Nos lleva a restaurantes cuando Ernesto no nos está preparando algún manjar. Nos manda a ver exposiciones mientras ella trabaja –una maravillosa muestra de desnudos de Degas en el Musée d’Orsay, la nueva obra de Daniel Buren en el Grand Palais. Deambulamos por el Centro Pompidou. Nos presenta a algunas amigas. Nos pasea por el Faubourg Saint Antoine y descubrimos el Hospital Saint Antoine que en ese momento nos parece bellísimo y que ahora queremos olvidar.
Una mañana emprendimos el largo recorrido hasta Saint-Denis para ir a París 8 donde, como en nuestro recinto, hay carteles por todas partes, pancartas, protestas estudiantiles contra la administración. Sentimos que podríamos estar en cualquier universidad pública. Hablamos de la UPR, de sus cursos en Comparada, del Programa de Género. Mara está entusiasmada con el regreso a Puerto Rico. A Viveca y a mí, recién llegadas de los estacazos que nos propina este país nuestro, se nos ve más escépticas. Ella, desde su infinito amor por París pero con el tino que da la madurez, nos habla de dificultades que son comunes a la universidad pública en todas partes. La verdad es que no nos convence del todo… París es muy cautivante.
En el Museo Maillol vemos una exposición de Artemisia Gentileschi, una artista del barroco italiano ignorada durante trescientos años. En la obra de Gentileschi aparecen casi únicamente mujeres. Junto con los múltiples autorretratos están las alegóricas, las vejadas, las subversivas: heroínas históricas, religiosas y mitológicas –Cleopatra, Lucrecia, Susana, Judith y Abra, Betsabé, Jael, Magdalena, Danae, entre otras que se prestan a lecturas biografistas y fáciles identificaciones feministas. Pero donde la obra de Gentileschi se vuelve trepidante es en el modo en que renegocia el campo visual de su momento. Relee los textos clásicos y los inscribe desestabilizándolos en una nueva red de encadenamientos y, en palabras de Griselda Pollock, “transforma las relaciones entre poses, gestos, tradiciones, para crear efectos inesperados, problematizadores”. (The Art Bulletin, septiembre 1990, Vol. LXXII, Num. 3, p. 501) Y es ese juego de espejos, tan barroco dentro del barroco, que la obra se constituye como espacio de enunciación femenino. Gentileschi se pinta a sí misma como alegoría de la pintura. Como cualquier autorretrato, construye una ficción que declara “aquí estoy yo”.
Pero ¿qué significa aunar identidad, representación, medio y género en la figura ese cuerpo radicalmente diagonal, tan torcido, tan distinto de otros autorretratos de la época? ¿Quién mira y desde dónde ese cuerpo? ¿Desde dónde se habla? ¿Qué constituye hablar desde nuestro momento, desde nuestro lugar? Estas preguntas que evoca Gentileschi, sirven también para pensar a Mara: ella, que ha vivido tan a caballo entre mundos, tiene claro su compromiso con Puerto Rico, con la Universidad, sabe de ese lugar torcido desde el que quiere escribir “aquí estoy yo”.
Voy corriendo por París detrás de una mujer de piernas flacas pero musculosas y energía que parecía inagotable.
Pero ella (la incansable, la nadadora, la ciclista, la del yoga diario) se acostó, con su sombrerito de rayas rosadas y blancas, en un banco del Jardin de Plantes. En ese momento debimos adivinarlo pero la tejedora de palabras nos sedujo y se sedujo con historias de cansancios semestrales y antibióticos. Y decidió regalarnos París. Ya nunca llegamos a Madrid.