Consumo: el terrible encanto de la mercancía
“¿Cómo retomamos la idea del demos?”
Erika Fontánez Torres
“consumo, ergo sunt”
graffiti apócrifo
I
Pasé mi niñez entre la imagen televisiva de niñ@s hambrient@s en algún rincón del mundo y la del maravilloso despliegue de mercancías de las nuevas tiendas por departamento con nombres chics, como New York Department Store, que se desplegaban por los nuevos palacios del consumo. Hoy pienso que ese contraste más que ningún otro explica el imaginario puertorriqueño de fin de siglo en el que nuestra sociedad confirmó su lugar como uno de los grandes consumidores de América.Instaladas en los nuevos hogares puertorriqueños por las pantallas del televisor, la imagen de la hambruna foránea sepultaba las de las desigualdades aún presentes en Puerto Rico, a pesar de las nuevas mezclas sociales que el proyecto urbanizador posibilitó. Para la nueva extendida clase media, cuya oscilación económica se identificaba por la arquitectura suburbana. De Ocean Park, Tintillo y otras urbanizaciones muy high class hasta la postúltima extensión de Santa Mónica, Country Club y posteriormente de un walk up tras otro. Durante las décadas de la acelerada industrialización, familias de acentuada diferencia económica comenzaron a sentir la idea de formar parte de una clase media amorfa, cuyo principal elemento común es compartir experiencias suburbanas ya sea en enormes mansiones tipo palacio real, algunas de ellas muy exuberantes, o en pequeñas casas de mampostería que sustituyó la madera o las casas prefabricadas de las urbanizaciones, ricos y pobres vivían en vecindario, una urbanización: estas fueron los nuevos barrios. Los hay exclusivos y ostentosos del poder económico y la diferencia social de ciudadanos que no quieren pagar impuestos por enviar a sus hijos a una educación de privilegiados. Los hay de trabajadores migrantes que se instalaron a los márgenes de la ciudad desde siglos atrás a las que se han sumado nuevos migrantes de montañas, costas y de allende mar. Los hay mezclados en urbanizaciones donde coincidían familias de todas partes de la isla, Nueva York, Vieques y Culebra; con marcadas diferencias de capital cultural y económico —en una misma calle vivían el dueño de la gasolinera y su empleado, por ejemplo—; compartían el colmado, la farmacia, el vendedor de mantecado y sobre todo compartían escuelas públicas y privadas, torneos de pelota y de karate, cheerleaders, clases de ballet y peleas de gallo. Y compartían, en diferenciada manera, una arquitectura hogareña con los privilegiados: una casa con sala, cocina, cuartos y baño privado. Y compartíamos más de un mall y un supermercado, por las viejas plazas de mercado como malas imitaciones de las pinturas de Cajigas.
Por más “contrariedades” que la sociedad mediática ocultara con programas como Los García, The Brady Bunch y posteriormente, El Cosby Show, para esta extendida y normalizada clase media había dos o tres otredades que definían su frontera de identidad de clase: el caserío, sustantivo que agrupa residenciales públicos, y los arrabales; el nuyorican, el cubano, el dominicano, el español y el gringo eran contornos de esas esquinas donde se cruzaban lo propio y lo ajeno; pero más que nada, el televisor, las revistas Life y los periódicos, identificaban las guerras y la extrema pobreza y en gran medida la negritud a una distancia que solo visibilizaba el mismo satélite con el que vimos a Neil Amstrong en la luna y a José Feliciano cantar el “Star Spangled Banner” en Detroit. Para el acá del normalizado hogar puertorriqueño, “la mano que se extiende de hambre y se queda vacía” estaba más “en los trigales [y] arrozales de llanto del campo vietnamita” (El Topo, “Las cosas sencillas”) que en las del “pobre con su velloneo” (Noel Hernández, “Contrariedad”) por “los adoquines de San Juan”. Sin embargo, el “vellón” —la moneda— es el signo de lo ausente que marca la enajenación del consumo que identifica “este lado” de las cosas pequeñas y sencillas”, en el que disfrutamos —unos vacuamente, otros arando el porvenir— de “pájaros, flores y semillas”; es decir, de poesía pastoril que bien puede satirizar al buen burgués como avanzar como el guerrillero. Frente a ese “otro lado”, la sociedad de consumo ha construido un monstruo de opulencia tal que ha robotizado con sus productos a la población, según “El tema” de Roy Brown: “¡Robots, denles cuerda, humanos a la venta!” Y si te deprimes, vete al mall o al cabaret de tu preferencia.
II
“No hay tierra como la mía”
Benny Moré
“¡Independencia, pero con Marshall’s!”
refrán popular
Allá se mueren de hambre y acá jartos de manteca, azúcar y alcohol. Allá el mal es la carencia y acá el del castillo del shopping mall. El consumo (su acceso) nos diferencia y se nos dice que nos iguala, cuando al consumir nos damos cuenta que somos partes del apetito voraz que se consume el planeta y cuando nos damos cuenta que la sed de consumo nos ha enfermado a todos.
Nosotros, los ciudadanos de este lado del mundo somos ante todo consumidores. Según lo reseña Erika Fontánez Torres, el nuevo episteme occidental es el del homo politicus: “sujeto construido por la racionalidad liberal, que persigue su propio interés”. Apasionado por su acceso 24/7 a la extensa oferta de consumo, “mira [todo] desde la comodificación y su métrica que abarca toda dimensión de la vida humana”1. La conciencia del valor y el consumo se impuso a pesar de la burla de la poesía cortesana y las novelas europeas. Parece que el hombre unidimensional de Marcuse finalmente ha encarnado la profecía de Orwell para ataponarnos entre guarachas y mercancías.
Entremedio del goloso consumidor y el indigente de ese lugar fantástico que llamamos tercer mundo, l’intrépido homo politicus cantó a Silvio Rodríguez gritando que “La era está pariendo un corazón”. Pero treinta años después, “el hoy no llegó al futuro sangrado de ayer”, por lo que ya no se convida “a creer cuando [se dice] futuro”. Pero ese no es el problema, de Cuba según Silvio, y de Puerto Rico, digo yo; aunque me pregunto por nuestra sangre de ayer: y me refiero a la del esfuerzo transformador de la justicia social, no a la de nuestros soldados en Vietnam y en todas las guerras norteamericanas. Esos murieron por esta brega, la de las libertades del consumo colonial, donde ricos y pobres nos identificamos por nuestras ansias de tenerlo todo.
Y murieron también para defender las grandes corporaciones que han convertido todo en mercancía, hasta el agua de los ríos y manantiales. Para Peter Brabek, Chief Executive Officer de Nestlé —la compañía de alimentos más grande del mundo—, su aportación pública es asegurar el éxito de su empresa, pues sus trabajadores son sus beneficiarios, sus dependientes, como si no fueran, precisamente los agentes del éxito de dicha empresa2. Para él, jefe de Nestlé, el obrero no produce la riqueza sino que se beneficia de la explotación del planeta. ¡Gracias, patrón!
¿Y qué del trabajador? A fin de cuentas vende su fuerza de trabajo para acceder al consumo que lo diferencia de aquel otro cuya vida ¡gracias dios mío! está en otra parte; como trabajador se piensa como un explotado miserable mientras el consumo lo conecta con los espectáculos y las maravillas del mundo. Si el consumo nos otorga la ciudadanía del globo, “¿a qué más?”. Si por medio del consumo forjamos nuestras identidades y nos sentimos poderosos, o al menos sobrevivientes porque pagamos educación privada para nuestrxs hijxs, accedemos al mundo libre del ciberespacio, lavamos ropa en nuestras casas, nos defendemos de apagones, sequías y del calor y nos apartamos del mundanal citadino con viajes profesionales, o con lanchas para escuchar la música que nos dé la gana al volumen que nos dé la gana junto a otros lancheros en playas paradisiacas.
Consumiendo las juventudes punk se inventaron una moda alternativa; los chamacos del hip hop consumieron los discos de sus padres para escracharlos; los hijos de trabajadores pobres rasgaron mahones y bleachiaron camisetas; consumiendo rock jóvenes argentinos resistieron la dictadura; y bailando salsa los puertorriqueños somos una colonia feliz. ¿Cuánto limita y cuánto posibilita el consumo? ¿Acaso tener dejó de ser poder? ¿Y el placer?
Pero ¿qué hago? Mi discurso me delata. No puede ser: nuevamente l’intrépido homo politicus asecha con su espada angelical.
Con sumo respeto, consumo tiempo, lenguaje, música y mercancías; consumiendo me consumo inevitablemente, aunque fracase. ¿Qué hago con mis converse?
- http://www.80grados.net/deshacer-el-demos-la-muerte-del-sujeto-politico-juridico-en-el-reino-del-sujeto-economico/ [↩]
- https://www.youtube.com/watch?v=SEFL8ElXHaU [↩]