Corona de cicatrices: «Pos-milenio» cubano en la poesía de Víctor Fowler Calzada
En lo que aquí llamaré su «trilogía pos-milenio»– El extraño tejido (2003), El maquinista de Auschwitz (Premio UNEAC de Poesía 2003) y La obligación de expresar (Premio de Poesía Nicolás Guillén 2008)–Fowler lleva a un nuevo nivel su proyecto de generar poemas y escritos profundamente biotestimoniales sobre las heridas y cicatrices que dejan en carne y psique los traumas del escombro y la ruindad en la Cuba pos-soviética. Mientras que autores contemporáneos suyos como Antonio José Ponte optan por manejar la ruina habanera como significante óptico para ilustrar las catástrofes de la historia caribeña según el modelo de Walter Benjamin, en su poesía Fowler no aborda la ruindad como la objetivación visual de un tema o evento codificable según las convenciones pictóricas de la alegoría. En su poesía Fowler pone de manifiesto una sensibilidad epifenomenal–llamémosla semiótico-somática o corpóreo-epistémica—que registra cómo los vaivenes de la economía y la política global descalabran la salud homeostática y el metabolismo social de su circunstancia urbano-isleña. Sus versos retienen el pálpito o temblor que inscribe lo ruinoso en el cuerpo y la conciencia caribeñas con algo de la urgencia y la frialdad de un electrocardiograma, una biopsia o un informe forense.
Es decir, en su poesía Fowler hace brillar, de pronto y en pleno desgarre, el tajo supurante que deja la ruindad y el trauma geopolítico en la piel y la mente del habitante habanero; cada poema de Fowler calca el devenir de una cicatriz. Así lo plantea casi como un programa en el poema “La cicatriz”: “Al pasar un dedo sobre ella, igual que en / una página, los signos del sentido / combaten y arman líneas de brillo en la / noche que nos cubre […] Las palabras, como pequeños soles, ardiendo dentro del libro de su cuerpo” (El maquinista 47). Hay que señalar que Fowler no suscribe un discurso de disidencia furiosa en contra del proyecto revolucionario sino que lo habita como si fuera una casa tambaleante y casi irreparable pero que no abandona porque no la considera una pérdida total. Aún así, Fowler ha mostrado ser un gran crítico de su mistificación. Su obra poética puede leerse como una contra-contabilización de costos y logros y una denuncia hiperlúcida de lo insufrible del discurso sacrificial en la Revolución cubana.
II.
Aunque los poemas no estén propiamente fechados, podemos deducir que los que están incluidos en El extraño tejido (2003) se redactaron a fines del milenio mientras que los de El maquinista de Auschwitz (2004) fueron escritos entre los años 2000 y 2004. Los de La obligación de expresar surgieron después, entre 2004 y 2008. Aunque los tres libros comparten las mismas temáticas—la ciudad padeciente y padecida, la cotidianidad derrumbada, el deambulante en la intemperie, la animalización del comportamiento cívico en los barrios más marginales, el desengaño con las grandes ambiciones trascendentales—hay diferencias importantes en cuanto a la forma y la intensidad. Los poemas de El extraño tejido son más breves y epigramáticos, con versos más cerrados y ajustados en cuanto a la eficacia métrica, tropológica y conceptual de la estrofa. A pesar del clima de desolación y la omnipresencia del escombro y el descreimiento, hay varios poemas con temas religiosos–dedicados a Santa Teresa, a Sául/San Pablo, al mismo Cristo–que reflejan lecturas y devociones eclesiásticas heredadas del costado católico de la familia y en los que se intuye un sentido final detrás del caos y la zozobra. En “Edificios derrumbados (Paisaje habanero)” dice reverente el poeta frente a los escombros: “Debajo de la tierra apisonada / sentí la vida, todavía creciendo […] amé la fuerza igual que raíces: acaso la misma hierba que retorna”. A “tal mojada ruina,” capaz de florecer de nuevo, el poeta “dedica su discurso” (8). En el poema final, “Al Dios contrario,” al presenciar el maltrato de un animal en la calle, el hablante advierte una presencia trascendental detrás del padecer citadino, el rostro de la pietà cristológica, una compasión que se revela de manera fulminante en medio de la nueva brutalidad: “Mientras golpeaban a un caballo / brotó […] Piedad como una explosión, / quedar abierto a signos / dibujados por mano invisible, / a revelaciones cayendo / de los frutos mondados […] Y la piedad, entonces, creciendo / del cuerpo igual a un río” (92).
Aunque también motivados por esta intensa piedad, esta fe que persiste en medio del derrumbe, los poemas de El maquinista son más extensos, desesperanzados y cruentos; sus epifanías son más tenebrosas. Las estrofas se comportan más como párrafos; los versos se alargan hasta el margen para asumir una función anecdótica más prosaica y menos lírica. Hay menos canción, salmo y plegaria: el texto se abre al detallismo y la vacilante objetividad del testimonio. Estos poemas se conciben en el contexto de varios eventos y coyunturas que activaron un nuevo período de aislamiento de Cuba en ciertos circuitos globales. En el 2000 sube al poder en los EE.UU. una administración republicana que decide cerrar los pocos canales de diálogo e intercambio con Cuba que emergieron bajo la administración demócrata de los noventa. Los acontecimientos del 11 de septiembre del 2001 activan una nueva polarización global; la alineación y mayor colaboración de Cuba con el régimen de Hugo Chávez tras sobrevivir un intento de golpe en Venezuela en el 2002 aíslan más a Cuba de los EE.UU. En el 2003 ocurre la llamada “primavera negra” cuando el encarcelamiento y condena de 75 disidentes y periodistas independientes bajo el artículo 91 del código penal motiva sanciones contra Cuba por parte de la Unión Europea.
También es un momento de conmemoraciones conflictivas. Se cumplen una década tras la caída del muro de Berlín, el fin de la Unión Soviética y el principio del Período Especial en Tiempos de Paz y cuatro décadas de la Revolución que coinciden a la vez con los cuarenta años del autor. Son años cuando, después de dar varios viajes por Europa y los Estados Unidos en los noventa, Fowler regresa a establecerse de lleno en La Habana mientras que muchos otros de su grupo literario han optado por el exilio. Como Eduardo Lalo, Fowler es un escritor “quedado”: alguien que ha rechazado la oportunidad de dejar la isla y que se queda por convicción, porque entiende que éticamente no hay otro lugar donde deba estar.
Estos poemas representan entonces la mirada más atenta, adolorida y lúcida del habitante que retorna a una realidad disolvente que persiste. El hablante se percata que, tras diez años de crisis, la ciudad sigue igual de suspendida en la inercia y en la ruindad. La postura que asume en estos poemas es la de un testigo aturdido que se siente desubicado de repente al contemplar que toda la cotidianidad a su alrededor contiene las semillas de una mayor extrañeza y un peor desastre: “…Entonces / te sientas a contemplar el alrededor, / a sentir—al fin—que no eres parte / … / Cual si estuviera sucediendo en otra / edad de la Naturaleza” (33). El local que ocupa este sujeto poético a través del libro es un punto de mira—una azotea, un mirador (“Mirador”), un balcón (“Mientras observa,” “La mirada del bailarín”), una colina (“El deslizamiento de la montaña”), una ventana (“La posibilidad negativa,” “Patria”), un banco en el parque (“Pájaro y fruta”) o en la orilla (“Malecón”)–que se abre al panorama trastornado y desolador de una engañosamente “Hermosa” ciudad:
Mientras observa la moldura de los techos un viejo
mundo, erosionado, cae. Escenas inquietantes:
plátanos en un balcón, la maquinaria de un reloj
desvencijado, el perro que apenas consigue usar las patas traseras
para arrastrarse (9)
En el poema titular “El maquinista de Auschwitz” el punto de observación se vuelve el de la cabina de una locomotora imaginaria en la que el autor-conductor atraviesa los diferentes barrios herrumbrados en la periferia de La Habana—Luyanó, Cerro, Lawton, Alamar, Pogolotti. Durante su patrulla, el conductor observa cómo la norma social se va degradando y animalizando más y más—“Cuchillo, machete, navaja, punzón, / botella astillada o dame algo que hiera […] la madre a quien vi entre ratas y otro / comiendo de un latón, mis amigos que vivieron veinte años / bajo los ruidos de un edificio que se derrumbaba” (30)—volviéndose poco a poco más próxima a la absurda nuda vida que Giorgio Agamben ve ejemplificada en los Muselmänner de Auschwitz—cuerpos espectrales desprovistos de dignidad o articulación que, tras tocar fondo, quedan enajenados hasta de su propia muerte. Ya no se trata del sufrimiento de la crucifixión cuyo significado aún se puede concebir como una promesa de resurrección. Aunque el poeta-conductor aún busca trascendencia y sentido—“su tarea es recogerlos como a residuos, los amó hasta / el hueso, sintió que podía escribir páginas de alguna mística” (30)—al final de su jornada, sobrecogido, opta por la ataraxia y el distanciamiento en vez de por la compasión pía: “No quiere enterarse / ni comparecer como testigo […] palea más carbón / hacia el horno, bebe de una nueva botella” (31). Fowler asume el poema como un ejercicio espiritual de ascesis en el que extrema su capacidad para sobreimaginar desastres y así poder mantenerse distante, “glacial” y quizás inmune, evitando que “cualquiera de los acontecimientos quiebre [su] mente”:
Se ha imaginado seco, colgado de un
árbol donde la luz quema. Otras veces,
cual si la inundación arribara, esperando
–quieto—la ola que vendrá derribándolo:
a la ciudad, a él mismo. Le gusta penetrar
esos paisajes extremos, hacer de ellos
la curación adelantada de la herida que
sabe que puede destruirlo. (49)
“Igual que una esponja” que podría llenarse “de toda la violencia que desprecia” (9), la imagen de la ciudad se le muestra al contemplador suspendida sobre el filo de una navaja y al borde de un colapso apocalíptico: “evidente y descarnada, sin gracia / más pobre. El olor de madera húmeda, de argamasa / podrida o cables requemados. El crujido de cosas / cual si cayeran o pasaran arrastrándose” (12). En este escenario de degradación indetenible emerge lo que el hablante/testigo ha venido calificando como “lo brutal”. Una ácida forma lumpenizada—casi darwiniana–de vivir nudo encarna en una especie de hampa desalmada, “ajenos a toda ley o mirada,” que incrementa aún más “la fascinación y el temor” en la ruinosa urbe:
En esa esquina, luego de que la pescadería
cerrara, hubo años sin vida o personalidad, hasta que
ahora llegan estos rostros de lo brutal con la seguridad
de un allanamiento. Hay que ver la fuerza que emana de
los de la pareja cuando al amanecer […] despliegan trapos
y miseria sobre el suelo. La magnífica sensación
de amenaza que los rodea. (15)
La amenaza de un vivir aún más desnudo e inhumano asoma no sólo en esta nueva hampa sino en todos, ya que lo cruento se hace regla cuando se extrema la desesperación. En vez de la piedad de “Otro Dios contrario,” un mandato siniestro y homicida de supervivencia egoísta ahora palpita bajo la superficie, como se indica en el poema “Debajo”: “cuida eso, defiéndelo con uñas, y dolor, con rabia. / Cuélgate lo mismo que si cruzaras un abismo, / pues llegaste al final si lo perdieras. Mátate antes / o mata” (29). Por otra parte, no todo es oscuridad. Hay poemas, tales como los de la sección “Aguacero”, en los que este “debajo” abyecto podría guardar aún semillas de redención. En “Patria” el poeta mira un albañal asqueroso que se abre frente a una casa de culto cristiano; al escuchar las invocaciones a Jesucristo imagina que dentro del lodazal podrían nadar peces desconocidos capaces de multiplicarse, según narra el milagro bíblico: “¿Quién asegura que no haya peces allá abajo?” (32). En “Ceiba” describe cómo un encuentro entre un turista extranjero y una limosnera afrocubana en la Plaza de Armas no se resuelve en una transacción humillante, sino en una conversación posibilitadora que logra trascender “odio, rencor, abulia y jaula” (36). Pero la plegaria y la conversación esperanzada tienen que lidiar con el grito enajenado de los deambulantes citadinos (mendigos, dementes realengos, indigentes sin techo que pueblan las calles cada vez en mayor número) que interrumpen y aturden al hablante poético en los poemas “El gozador de la Calle Obispo,” “Lejana Alia” y “Algún anciano vendedor de periódicos.” Aunque hay poemas en los que se departe con la esposa y el amigo sobre la precariedad doméstica (“Salfumán,” “Demoliciones”), predomina en el libro el soliloquio solitario del ciudadano atónito desde su balcón, desconcertado por los disparates y desplantes que pronuncia el enajenado absoluto desde la calle, testificando así una condición generalizada de incomunicabilidad en una urbe disfuncional.
Cada poema cuestiona cuán larga puede ser la ruta de la herida a la cicatriz en circunstancias que pueden “desgarrar hasta dar / con la vida del hueso” (La obligación 76). ¿Existe sanación posible en una ciudad y unos cuerpos así de sitiados y lastimados? ¿Cómo cerrar cortaduras con bordes abiertos como abismos? Esta preocupación fundamental hace que el poeta contemple signos del deterioro casero–grietas en el cemento, roturas en los enseres, manchas y porosidades en las paredes–como si fueran lesiones en carne propia que no lograsen cicatrizar del todo:
Me despertaste en la madrugada para hablar
del pasado y las pérdidas, de lo que daña y el
techo agujereado de nuestras vidas. Lo habías
callado hace demasiado tiempo y el aguacero hizo
que brotara […] Yo miraba hacia las
rajaduras del techo, a las gotas que dentro de
poco comenzaron a mojarnos y no quería estar
allí. (La obligación 75)
III.
Los poemas del último libro de esta trilogía pos-milenio de Fowler, La obligación de expresar, continúan el movimiento anti-lírico hacia el poema en prosa casi narrativa que ya anunciaba el largo verso libre de El maquinista. Aquí se recupera, sin embargo, la mirada igual de doliente pero más esperanzada ante lo social y lo comunitario del primer poemario. En vez de obcecarse con el escombro, el pasmo y el desquicio, Fowler vuelve de lleno a los “Asuntos familiares” (77-78), a los nexos sociales más íntimos de los que no se excluye la literatura como vivencia. En La expresión hay una intertextualidad ávida, un sistema de referencias culturales (Paul Celan, Luis Cernuda, Raymond Carver, Simone Weil y Ossip Mandelstam, entre muchos otros) más rico y sustentador que el que hay en los otros dos libros. Si la forma poemática aquí tiende aún más a la prosa, la voz poética se ocupa de un narrar denso, lleno de acentos y abierto al color y al detalle memorioso. Exceptuando los poemas de la última sección, no hay estrofas bien delineadas ni claros patrones de versificación sino párrafos de un anecdotario efectuado por un relator cuya narratividad opera según un sistema abierto de apóstrofes proliferantes. Aquí predomina más el recuerdo de las dolencias y quiebres sufridos y compartidos con los seres familiares y allegados más cercanos y queridos en vez de la contemplación inmediata de zonas y espacios permeados por el nuevo vivir brutalista de ajenos vecinos.
En vez de anotar desde lejos los descalabros del barrio o la vecindad, el poeta rememora la alcoba matrimonial con su largo historial de disputas y reconciliaciones (“Filtración”); el cuarto de hospital en donde se tratan las terribles escaras del padre yaciente y desconcertado o se despide a la madre moribunda (“Escara,” “Tratamiento”); la habitación en la provincia del tío antes prepotente y admirado, “dios de infancia” ahora irreconocible en su infortunio, rodeado por los “objetos de un naufragio” (“En el bosque melancólico”); las muchas riñas con la hermana que culminaron en una fría despedida, definitiva e irreversible, “la transformación […] ahora sí de hielo” (“El adiós de la hermana”). Aunque también tales temas se tocan en los libros anteriores, en La expresión hay un deseo claro de ir más allá de la herida y el luto familiar para hallar una sanación en conjunto por encima de las incesantes dificultades: junto a la esposa que consuela y regaña; junto al recuerdo de la hermana ausente pero aún presente cuando se repasan los agrios enigmas del rompimiento; junto a los padres difuntos cuyos cuerpos dolientes aún presiente cercanos y táctiles (“supe que / podía tocarlos. Acariciaba sus cabezas, sus rostros, igual a / un ciego cuando reconoce” 64). Fowler vuelve al “extraño tejido” de la comunidad afectiva como si éste fuera el último queloide que podría cerrar las heridas inconcebibles de la polis quebrada. En vez del soliloquio solitario desde el balcón ante la calle desquiciada, aquí se revisitan en la reminiscencia conversaciones truncas, broncas y rompimientos personales, maledicencias y silencios incómodos con los más queridos.
Hay también en esta colección, como en los otros libros de la trilogía, poemas dedicados a la evocación de viajes a otras ciudades—Nueva York (“De edificios así”); Moscú (“Del Boulevard Arbat…”); Toronto (“Patrick Street”); Cartagena, Colombia (“Cartagena”); París (“La cuestión Modigliani”); Barcelona (“A una mendiga rusa”). Cada poema relata un encuentro fortuito y piadoso con una figura abyecta y marginada de cualquier condición saludable de ciudadanía. El hablante establece con esta figura un potente vínculo afectivo, una compasión filial que organiza y estructura su memoria de la ciudad ajena revelando su gemelidad con la situación doliente de la calle habanera—la pordiosera e inmigrante rusa que no habla una iota del español local (“la ropa pobre, el rostro hecho de cicatrices del tiempo, casi perdida entre / bultos y la mirada, cual árbol leñoso, implorando” [53]) ; el abusivo “soldadito” ruso que arrastra dentro de sí los traumas de varias guerras y las incertidumbres ante la disolución de los Soviets (“de haber chupado tuétanos de la / muerte […] Las pupilas de odio, metástasis de un mundo que se desmoronaba” [55]); el joven colombiano que insiste en emular el ingenuo idealismo de un amigo ejecutado por sus simpatías por Cuba en la misma playa “donde apareció el cadáver sin vísceras” del último (51); los performers travestis de Patrick Street que son acosados y hasta asesinados por las lascivias del prejuicio (“En cuanto vuelvan a la calle, / pueden ser cortadas, pateadas o asesinadas; a veces por robarles / y otras sólo por diversión o rabia” [56]). El poeta ya no dirige el apóstrofe a sí mismo de manera autotélica o solipsista sino que lo usa para increpar al pariente, al amigo ausente y al vulnerable indigente extranjero, insistiendo en reactivar un intercambio interrumpido por las violencias de la historia para consolidar una reconciliación y animar una nueva sustentabilidad desde lo social. El autor de La obligación aspira así a recobrar una posibilidad coral en la ciudad derrumbada y persiste en reparar viejísimas fracturas para que una demoradísima cicatrización culmine al fin y sea coronada con un beso: “Supongo que fue este el sentido, / unir, poner el labio encima de cicatriz” (78).
IV.
Es decir, al concluir su trilogía, Fowler se despide de la soledad desoladora y apuesta al reencuentro social a través de la piedad y la poesía. Fowler decide habitar con mayor intensidad el adentro de su comunidad afectiva detallando múltiples texturas locales y domésticas para así mantener afuera y a raya el brutalismo que la ruindad ha instalado en la Habana del Período Especial. Aún reconociendo la abismal vulnerabilidad de su persona, de su ciudad y de sus habitantes en tiempos pos-soviéticos (“toda esa gente vestida con tela pasada, mirando hacia ninguna parte porque han desayunado abismo,” La expresión 18), Fowler apuesta a las posibilidades redentoras de una poiesis ejercida agresiva y visceralmente desde los padeceres del cuerpo, pero que trascienda el ensimismamiento de sus heridas y pesares por medio de una intensa piedad que intente el rescate del prójimo más sufriente y desnudo a través de su bioescritura. Cito de El extraño tejido (31):
Sabías de soledad
como ninguna,
sin árbol ni nombre,
sin arroyo ni otra cosa
que rocas.
Avanzabas lo mismo
que un ciego; te dabas
para ser rejoneado.
Pasó desnudo y te arrancaste
las telas para cubrirlo,
con labios como el amor
y lo clavaste en la página.
*Nota: Este comentario es fragmento y anticipo de un ensayo más extenso, «Ciudades padecidas: la poesía como bioescritura en Eduardo Lalo y Víctor Fowler,» que aparecerá en Asedios a las textualidades de Eduardo Lalo (Corregidor 2017), edición de Áurea María Sotomayor.
Obras citadas
Agamben, Giorgio. Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Traducción de Antonio Moreno Cuspinera. Valencia, España: PRE-TEXTOS, 1998.
____________________. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo Sacer III. Traducción de Antonio Moreno Cuspinera. Valencia, España: PRE-TEXTOS, 2000.
Benjamin, Walter. The Origin of German Tragic Drama. Traducción de John Osborne. Londres: NLB, 1997.
Cabezas Miranda, Jorge. Proyectos poéticos en Cuba (1959-2000). Algunos cambios formales y temáticos. Alicante, España: Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2012.
Fowler, Víctor. El extraño tejido. Santiago, Cuba: Editorial Oriente, 2003.
________________. El maquinista de Auschwitz. La Habana: Ediciones Unión, 2004.
________________. La obligación de expresar. La Habana: Letras Cubanas, 2008.
________________. “Limones partidos.” Cubista Magazine 5 (Verano 2006). http://cubistamagazine.com/050108.html
Moya Ramis, Johan. “Teología y espiritualidad: lo Divino como misterio y necesidad en la poesía de Víctor Fowler Calzada.” Palabra Nueva (28 julio 2014).
http://www.palabranueva.net/newpage/index.php?view=article&catid=2…ponent&print=1&layout=default&page=&option=com_content&Itemid=349
Veiga González, Roberto. “’Necesitamos fabricar escenarios de encuentro’: Entrevista a Víctor Fowler.” Espacio Laical 15 (2008).