Corresponsables de un crimen
Para las personas trans e intersexuales, la experiencia del odio y el maltrato es especialmente virulenta. Ellas están expuestas a una discriminación y violencia extrema en mucha mayor medida que gais y lesbianas. Esto se debe, ente otros factores, a la falta de espacios públicos donde puedan relacionarse y sentirse protegidas. En piscinas, vestuarios, gimnasios y en los baños públicos se arriesgan a ser continuamente excluidas o atacadas. La particular agresión a la que se ven expuestas las personas trans e intersexuales suele partir del hecho de que las personas o grupos transfóbicos no pueden soportar la ambigüedad ni la ambivalencia.
–Caroline Emcke
A la luz de estos eventos, que con razón han despertado una importante indignación en diversos sectores de la sociedad, es propio preguntarnos si la norma penal basta para atender efectivamente el fenómeno de violencias que subyace este crimen. Más aún, debemos indagar si nuestro ordenamiento penal da margen para una atención efectiva y eficaz ante delitos basados en el discrimen infundado de sectores sociales que lo han sido históricamente. El caso de Alexa pone de relieve muchas grietas sociales que seguirán abiertas si no las confrontamos directamente. Desde una infracción crasa de derechos humanos básicos, hasta una importante inseguridad ciudadana que posibilitó lo que hoy se pretende investigar como “crimen de odio”. Sin embargo, en este escrito pretendo apuntar, a grandes rasgos, algunas precisiones de Política criminal y de dogmática jurídico-penal que son relevantes ante un caso como este.
Culpabilidad penal y responsabilidad social
El concepto de culpabilidad en el Derecho penal tiene un significado diferente al que ostenta en otros ámbitos o juegos de lenguaje. Sus raíces entrelazadas en el judeocristianismo, particularmente en jurisdicciones denominadas como occidentales, son evidentes, pero con una delimitación más precisa que en el ámbito dogmático-religioso. Tradicionalmente, la dogmática jurídico-penal de corte europeo-continental e iberoamericano ha dividido la culpabilidad en dos funciones prácticas. Por un lado, ésta ha servido para fundamentar la teoría de la retribución como finalidad de la imposición de una pena. La retribución conlleva la irrogación de un mal adecuado a la culpabilidad del sujeto penado. Si no existe culpabilidad por una conducta a priori socialmente reprochable, esta no puede ser compensada o expiada mediante la pena. De esta manera, el concepto de culpa que justifica la retribución perjudica a la persona acusada. Por otro lado, dentro de la teoría del delito la culpabilidad ha sido un límite a la sanción penal y al poder de intervención del Estado. Es decir, su función es la de proteger a la persona acusada de una intervención estatal excesiva. Específicamente, la culpabilidad sirve como límite normativo que pretende evitar que por razones eminentemente preventivas se afecte negativamente a la persona más allá de lo que corresponde a su grado de responsabilidad penal.
En Estados de derecho que tienden a priorizar fines de la pena basados en las diversas teorías de la prevención (general, especial o mixta), que son teorías consecuencialistas contrapuestas a la mera retribución, esta última concepción de la culpabilidad es imprescindible. En esencia, sirve para atribuirle responsabilidad a aquella persona que cumpla estrictamente lo siguiente: (1) que haya realizado un injusto jurídico-penal (delito) a pesar de que todavía podía ser influida por el efecto de llamada de atención (intimidación) de la norma típica en una situación concreta, y (2) que haya tenido la capacidad suficiente de autocontrol de manera que le era psíquicamente asequible actuar conforme a Derecho. Como mínimo, esto significa que no basta con la configuración de una conducta típica (que se subsuma en la situación de hechos de un delito) y antijurídica (que no hayan causas que la justifiquen, como la legítima defensa), sino que también se requiere un juicio particular de culpabilidad para atribuirle responsabilidad penal a una persona por un hecho socialmente dañino. Sin ese juicio de culpabilidad, la mera configuración material de un delito, es decir, una acción típica y antijurídica, podría servir para conseguir fines preventivo-generales o preventivo-especiales sin mayores límites que la tipicidad y la antijuricidad del hecho. Poco importaría, por ejemplo, si la persona, en el momento del presunto crimen, hubiese tenido la capacidad suficiente de autocontrol que posibilitara psíquicamente actuar de manera legal. Por algo existen causas de exclusión de la culpabilidad penal, como el estado de necesidad disculpante, que impiden la imposición de una pena en un caso concreto, pese a que los efectos de una conducta socialmente reprochable se hayan producido efectivamente.
Como se ve hasta aquí, el concepto de culpabilidad en el Derecho penal, que junto a los elementos de acción, tipicidad y antijuridicidad conforman los pilares de la estructura del delito, es lo suficientemente complejo y particular como para tener una función delimitadora en un proceso judicial, pero no necesariamente en otros contextos sociales. La culpabilidad en procesos penales es notablemente más restrictiva que la utilización del término en ámbitos extralegales. Su radio semántico suele expandirse cuando se usa el término en actos de habla propios de juegos de lenguaje diferente al discurso jurídico-penal. Quizá por eso, en algunos casos muy mediáticos, existe cierta frustración legítima ante la absolución de una persona, pese a que los efectos de una conducta socialmente dañina se hayan materializado efectivamente (por ejemplo, la muerte de alguien o el daño a la propiedad privada). La búsqueda de un responsable por un acto socialmente dañino, y configurado como típico en la norma penal, no siempre encuentra una idéntica resonancia en los procesos judiciales. La culpabilidad penal no suele tener el mismo sentido que la culpabilidad que se suele utilizar coloquialmente como atribución de responsabilidad por un hecho o conducta. Confundirlas, pese a sus características compartidas, puede tener consecuencias muy perniciosas tanto a nivel individual como colectivo.
De acuerdo a lo anterior, la pretensión social de culpabilidad por un hecho, entendida de forma amplia, puede vulnerar los límites normativos que la culpabilidad penal exige. En algunos casos, la presión social por la búsqueda de un responsable penal puede traducirse en la flexibilización de esos límites normativos de la culpabilidad en un Estado de derecho. Esto afecta, por lo tanto, a las personas acusadas en procesos penales, quienes podrían convertirse en medios por los cuales se persiguen fines meramente preventivos y utilitaristas. Un acercamiento que no es acorde con la dignidad misma de cada persona, que obliga a que se le considere como un fin en sí y no como un medio para la obtención de fines ulteriores. De esto se sigue que mientras más preciso, depurado y comprendido sea el Derecho penal, más podrá abonar al principio cardinal y democrático de seguridad jurídica.
Por otro lado, concentrar toda la responsabilidad de un hecho en uno o varios individuos tiene el potencial de exculpar socialmente a otros agentes sociales que no son considerados como autores o participantes en el discurso jurídico-penal. No obstante, los procesos penales no agotan la oportunidad de atribuir responsabilidades graduales en la configuración social de fenómenos delictivos. La existencia de focos criminógenos en los que se favorece el surgimiento de fenómenos jurídico-penalmente relevantes no se erradica, de ordinario, con la atribución de culpabilidad penal a una o varias personas. La culpabilidad penal tiene una función delimitadora en un proceso judicial, pero no extingue el margen de responsabilidades sociales que condicionaron y posibilitaron la consecución de un crimen. Reducir la responsabilidad por un hecho delictivo a la atribución o juicio de culpabilidad penal, sin más, podría confundir significados diferentes del término en juegos de lenguaje que se solapan. Es decir, podríamos estar hablando de cosas diferentes a las que denominamos con el mismo significante.
Quizá podríamos pensar, ante tal confusión, que la única culpabilidad o responsabilidad penal posible por un crimen es precisamente la que se le atribuye a una persona después de celebrado un juicio. Sin duda, la norma penal, en gran medida por su carácter de ultima ratio y de subsidiariedad, atribuye responsabilidad jurídica a un grado limitado, aunque cada vez más amplio, de autorías y participaciones en la comisión de un delito. Reducir las diversas responsabilidades sociales a la atribución de culpabilidad en un proceso penal, con suma probabilidad, puede tener el efecto de eximir a otros actores sociales que contribuyeron gradualmente a la existencia del fenómeno delictivo. Ya no estaríamos hablando de culpabilidad en el terreno penal, sino de (co)responsabilidad en la generación de condiciones que propiciaron el crimen. Esto, a pesar de que el art. 43 del Código Penal denomina responsables solo a los autores y participantes de un delito, lo implica culpabilidad penal. No obstante, convendría, para mayor claridad y entendimiento, utilizar el término (co)responsabilidad social en vez de culpabilidad (social), aunque ambos denoten responsabilidades graduales en la generación de un hecho. Una persona condenada penalmente debe ser responsable por el mayor grado de (co)responsabilidad en la comisión de un delito. Es, dicho en términos coloquiales, el último eslabón en la consecución de actos y conductas que hicieron posible la existencia de un acto jurídico-penalmente relevante.
Sin embargo, reducir la atribución de responsabilidades sobre un crimen al discurso legal, tiende a desaprovechar una oportunidad óptima para reflexionar colectivamente sobre las diversas (co)responsabilidades que se pueden identificar ante cada fenómeno criminoso. Asumirnos como agentes sociales en un colectivo interdependiente, lo que es una realidad fáctica, obliga a una reflexión ético-política por nuestra responsabilidad individual en la existencia de un fenómeno que concierne al colectivo, a la seguridad pública. Que exista una persona declarada culpable ante el discurso jurídico, no equivale a sentirnos liberados ni liberadas de toda responsabilidad por el hecho criminal cometido. Lo que sí puede desatar un juicio penal en cada caso, si lo hay y no impera la impunidad, es una reflexión tanto individual como colectiva de aquellas participaciones sociales que fueron importantes en la posibilitación del hecho que se enjuicia. Estas participaciones pueden arrojar valorativamente grados de (co)responsabilidad social que pudieran aclarar la existencia misma del fenómeno criminal en cuestión. Saber cómo nuestras acciones u omisiones contribuyen a la generación directa o indirecta de un delito, no quepa duda, posibilita una Política criminal más real, informada, eficaz y efectiva.
Tradicionalmente esto lo podemos ver en los delitos vinculados al narcotráfico, por ejemplo. Personas cuya adicción a sustancias controladas incrementa más allá de sus posibilidades materiales para satisfacerla, podrían cometer delitos tanto contra la propiedad como contra la persona para evitar un mayor sufrimiento individual por las consecuencias de su enfermedad. De no haber causas de justificación o de exclusión de culpabilidad, esa persona será juzgada y condenada a una pena por el delito contra la propiedad (la apropiación ilegal de joyas a un familiar, o el robo de dinero en un comercio, por ejemplo). Si zanjamos los grados de (co)responsabilidad por el crimen en la única responsabilidad penal de una persona condenada, entonces estaremos ocultando el complejo entramado de condiciones que llevaron a ésta a decidir cometer un delito. ¿Acaso un Estado que no provee sanidad adecuada para personas drogodependientes no es una variable importante en la generación del crimen? Penalizar aquellas personas que son adictas por el mero hecho de poseer la sustancia que necesita su cuerpo, ¿no es una manera favorecer la comisión de un delito asociado? Estigmatizar socialmente a la persona por el consumo de sustancias controladas, ¿no es una condición importante para entender el fenómeno criminal que se pretende evitar?
Si individualizamos estrictamente toda responsabilidad por un hecho en la figura de una persona condenada, nuestra Política criminal seguirá partiendo de una premisa tan equivocada como peligrosa. Si bien la norma penal existe para castigar al máximo responsable de un hecho socialmente reprochable, la Política criminal tiene el fin de atender de forma eficaz el crimen. Cada vez que se aumentan las penas de un delito, sin mayor análisis de la realidad social que le sirve de fondo, nos engañan y nos engañamos como colectivo. El caso de los delitos vinculados al narcotráfico es un ejemplo de ello; un fracaso absoluto de Política criminal en el que se le ha propiciado un sufrimiento inconmensurable a muchas personas que fueron solo la punta del iceberg de una cadena de condiciones sistémicas y estructurales que hicieron posible el delito. Más que conformarnos con el juicio maniqueo de cada proceso penal, deberíamos asumirnos como (co)responsables del crimen y evaluar nuestro grado de participación en el mismo. ¿Acaso la criminalización del consumo de sustancias controladas no es el fruto de la aquiescencia colectiva respecto a una política que ha sido empíricamente contraproducente? Cada vez que ocurre un asesinato “entre gangas” en alguna vía pública, si bien no somos asesinos ni asesinas a nivel jurídico-penal, formamos parte de un sistema que creó y probablemente perpetúa las condiciones para ese asesinato. Evaluar nuestras acciones y omisiones a la luz del crimen es, además de responsabilizarnos por nuestros propios actos, considerar que somos agentes sociales cuya función de cuidado colectivo es políticamente necesaria, más que deseable.
El asesinato de Alexa pone de relieve un aspecto de la realidad social que es imperativo comprender, aceptar y atender. No es un secreto que la sociedad puertorriqueña reproduzca patrones de diversas violencias que van dirigidas a sectores históricamente devaluados y discriminados de forma infundada. La homofobia y la transfobia, así como la misoginia, el racismo, la xenofobia o el especismo, son reacciones humanas de aversión, en primera instancia, hacia lo que hegemónicamente se considera como lo otro, como lo distinto, como lo a-normal o impuro. Es una forma de acercarnos, o distanciarnos, mejor dicho, de la alteridad que es sospechosa ante lo canónico, “normal” o “natural”. En resumidas cuentas, una forma de interactuar intersubjetivamente en la que prima el desprecio irracional e irrazonable por quien nos parece distinto y amenazante; quien nos atemoriza ante lo normalizado como lo conocido. Las razones para estas fobias irracionales son múltiples, desde evolutivas hasta culturales. Sin embargo, su existencia es una realidad que hay que tomar en cuenta cuando pretendemos entender y atender ciertos fenómenos de violencia extrema que suelen desencajarnos momentáneamente como colectivo.
No basta con adjudicar culpabilidad penal a quien cometió un crimen por razones tránsfobas u homófobas. Un crimen como este es una oportunidad de apertura, escucha y disposición para entendernos como (co)responsables del mismo. De acercarnos a él con fines de profilaxis social futura, pero de forma inteligente y humana. Con ánimo de examinar y erradicar aquellos arquetipos que hicieron posible que se extremara la violencia enraizada en el discrimen irracional. En esencia, de ejercer el cuidado que es necesario para una sociedad que se preocupa de sus integrantes y de su entorno, que se abraza solidariamente como entidad orgánica inter-dependiente. Asumirnos como (co)responsables sociales es integrar e integrarnos en sistemas que han tendido efectivamente a privilegiar la segregación y la desintegración.
Que una oportunidad como esta, con una consecuencia tan terrible para una persona, permita una reflexión tanto individual como colectiva sobre las condiciones que la propiciaron, es asumirnos como seres ético-políticamente comprometidos con un colectivo del que somos parte. Entre las violencias que subyacen el asesinato de Alexa, por lo visto hasta ahora, se encuentra una fuerte carga de transfobia y homofobia que es socialmente compartida por un número considerable, aunque impreciso, de personas en el país. Desde quien calla ante cada chiste de desprecio hacia una persona transegénero, hasta quien pretende lucirse con la jocosidad que provoca la mofa hacia lo distinto o impuro, somos partícipes, mediante omisiones o acciones, de la difusión y perpetuación de la transfobia. Tomar partido ante el discrimen infundado es (co)responsabilizarnos como agentes sociales conscientes de los efectos que pueden conllevar nuestras acciones u omisiones. De muy poco vale una condena penal si las raíces del fenómeno siguen intactas. Exculparnos penalmente no significa que debamos dejar de corresponsabilizarnos por la existencia del crimen. Todos y todas actuamos de forma tal que afectamos gradualmente nuestro entorno. Criar y (mal)educar a un menor bajo premisas tránfobas y homófobas es un paso importante y necesario, aunque no suficiente, para generar un elevado nivel de desprecio que motive asesinar a alguien por su identidad de género.
El juicio que se produce bajo parámetros jurídico-penales, lo debemos hacer individual y colectivamente bajo criterios ético-políticos. ¿Cómo contribuyo a difundir y normalizar la transfobia y la homofobia?¿Qué razones tengo par ello?¿Cuánto sufrimiento genero con ello?¿Cómo puedo contribuir a mermar esa violencia hacia el otro u otra? Estos son algunos juicios internos que convendría hacer para tener un panorama claro de qué sucedió en un caso como el de Alexa. A ella no la asesinaron personas aisladas de una realidad social específica. Tampoco individuos que fueran natural o intrínsecamente criminales, como se suele presuponer hoy en día a raíz de teorías caducas de la criminología. A Alexa la habrán asesinado personas que forman parte de nuestro imaginario y tejido social, que, querámoslo o no admitir, comparten muchos de nuestro prejuicios y estereotipos, de nuestros miedos y desprecios. Serán individuos cuyos referentes y categorías surgieron de un desarrollo psico-social en un contexto geográfico y temporal específico. Así, de una sociedad que tolera la transfobia y la homofobia, o peor aún, que la promueve, no podemos esperar un dique de contención de la violencia por razón de identidad de género u orientación sexual. Sucede exactamente lo mismo con las demás fobias infundadas; con las otras intolerancias violentas hacia lo distinto. De una sociedad que sistémicamente promueva y perpetúe la misoginia y el machismo, cosificando discriminatoriamente a la mujer y favoreciendo su devaluación como presunto género inferior, no podemos pretender mucho más que la perpetuación de crímenes por razón de género.
Un caso como el de Alexa, independientemente lo que suceda durante la etapa investigativa y proceso jurídico-penal, nos brinda la oportunidad de abrirnos y reconocer los graves y errados estereotipos con los que hemos clasificado y delimitado la realidad en Puerto Rico. Cada muestra de transfobia y homofobia no necesariamente configura delito, pero sí abona como grano de arena a una potencial escalada de violencia contra personas de sectores ampliamente vulnerables. Hay muestras de violencia sistémica que no son jurídico-penalmente relevantes, pero que permiten la permanencia de imaginarios de discrimen irracional sobre otros y otras. Lo vemos a diario con la utilización de la comedia con fines meramente de entretenimiento, aunque con consecuencias más allá del puro disfrute del ocio. Por décadas hemos presenciado la caricaturización de personas del colectivo LGBTTIQ+ en nuestra televisión, en la radio, en el teatro, en la música, en la mesa familiar y hasta en los púlpitos de determinadas denominaciones religiosas o entidades gubernamentales. En esos espacios y ámbitos hemos normalizado la violencia por razones puramente de identidad de género o de orientación sexual. Aunque sea mediante una presunta mofa benigna, con ello ejercemos un peligroso desprecio hacia lo considerado como impuro, propiciando una violencia contenida en formas socialmente toleradas y hasta auspiciadas.
También lo ejercemos cuando perpetuamos un discurso cargado con sesgos discriminatorios, como la reacción de una conocida representante que, horas después del asesinato de Alexa, defendía con ahínco la segregación por razón de sexo y género en los lavabos. Recordemos que, contextualizando el comentario, el acoso decisivo antes de la muerte de Alexa se llevó a cabo precisamente por difundir mensajes y material gráfico sobre su aparente “perversión sexual” en los baños de mujeres de un restaurante de comida rápida, un tópico casi inagotable cuando se trata del colectivo LGBTTIQ+. Consciente o inconscientemente, más aún en circunstancias como esa, argumentos como los de la representa son alicientes para que se validen los estereotipos de desprecio con los que clasificamos a las personas transgénero en nuestra sociedad. Es ese tipo de acto de habla el que vindica un discurso de odio que encuentra su máxima expresión en el asesinato por razones tránsfobas u homófobas; al fin y al cabo son diferentes grados de violencia que emergen de un mismo prejuicio infundado, de una misma raíz contaminante. Desde las comedias más populares hasta los fanatismos dogmático-religiosos, encontramos acicates y detonantes de la transfobia y homofobia. Analizar críticamente nuestras participaciones en esos y tantos otro ámbitos es, particularmente ante casos como el de Alexa, imperativo. No por dejar de ser denunciados penalmente en un tribunal estamos eximidos de toda (co)responsabilidad en la creación de condiciones que fueron decisivas para la existencia de este crimen.
Norma penal y delitos de odio.
Como se trató de explicar anteriormente, un juicio por el asesinato de Alexa no agota la (co)responsabilidad individual y colectiva del fenómeno enjuiciado. Sin embargo, no debemos desnaturalizar, descartar o automáticamente vaciar de sentido la pena como expresión de reproche social. En el ordenamiento penal puertorriqueño, de ordinario, se reconoce un sistema mixto de fin de la pena. Es decir, se le atribuyen propósitos tanto retributivos como preventivos (general y específica) al máximo castigo público. Ahora bien, esto puede crear cierta confusión a la hora de determinar qué fin prevalece en cada caso, si el preventivo o el retributivo. La respuesta se infiere del mandato de rehabilitación en las instituciones penitenciarias que se preceptúa en la sec. 19 del art. VI de la Constitución de Puerto Rico. De esa norma surge una exigencia de política pública, una rareza en nuestra Constitución, con el fin de que el sistema penitenciario propenda a la rehabilitación moral y social de la persona condenada, lo que implica un fin preventivo-especial-positivo con rango constitucional. Dicho de otro modo, la función constitucional de la ejecución de una pena es la disminuir la probabilidad de reiteración delictiva mediante la rehabilitación de la persona declarada culpable, lo que conlleva de por sí su futura (re)integración efectiva en la sociedad. Esta es una forma de ejecución de la pena muy diferente a la incapacitación o inocuización del sujeto penado, lo que equivaldría a una medida preventivo-especial-negativa, que paradójicamente tiende a ser la hegemónica desde hace décadas en nuestra Política criminal.
Por lo tanto, aunque el art. 11 del Código Penal establezca otros fines de la pena ente las teorías de prevención y retribución, es la rehabilitación moral y social la que jerárquicamente prevalece como norte de nuestras instituciones penitenciarias. Ahora bien, si analizamos esta pretensión de rehabilitación y reinserción social bajo la discusión anterior, seguramente nos toparemos con una situación paradójica. Si un caso como el de Alexa desvela capas graduales de discrimen homófobo y tránsfobo socialmente compartido, aunque el asesinato de una persona no lo sea en sí, ¿hacia qué sociedad se supone que dirijamos como colectivo los esfuerzos de rehabilitación de una persona condenada? Si no trabajamos sistémica y estructuralmente las causas discriminatorias que posibilitan la perpetración de delitos basados en la identidad de género o en la orientación sexual de una persona, ¿cómo podremos rehabilitar a una persona cuyo modus operandi en el crimen enjuiciado partió de fuertes razones discriminatorias?¿Reinsertaremos a la sociedad tradicionalmente tránsfoba y homófoba a una persona que actuó criminalmente bajo motivos tránsfobos u homófobos?
La labor de (co)responsabilizarnos por un acoso y asesinato como el de Alexa debe ser correlativa a los esfuerzos efectivos de rehabilitación que deben regir las medidas penológicas de una persona condenada. La sociedad en su conjunto también debe depurar aquellos rastros importantes de homofobia y transfobia que carcomen la dignidad misma de personas altamente expuestas al desprecio y al odio. El asesinato de una persona por ser transgénero es, probablemente, el último eslabón de una cadena de causas sociales que también deben ser (re)educadas, por no decir (re)habilitadas. A diferencia de un asesinato por razones mercantiles, como lo puede ser una deuda dentro del narcotráfico, un homicidio por razones ancladas en la transfobia u homofobia denotan y apuntan un problema social diferente y sistémico. Es por esta razón que hace unos años han surgido iniciativas político-criminales que abogan por una mayor especificación en la comisión de delitos generales que no suelen hacer distinción entre víctimas ni victimarios. El caso del feminicidio y de las diversas agresiones machistas es un ejemplo bastante claro de ello. Aunque todavía haya sectores que nieguen la particularidad de un feminicidio, por ejemplo, aduciendo a una falsa igualdad entre víctimas, victimarios y conductas, lo cierto es que el asesinato de una mujer por razones discriminatorias basadas en su género apunta a un fenómeno social muy específico que tiende a reiterarse sistémicamente. ¿No debe expresar la norma penal esa particularidad en la perpetración de un delito general, es decir, que no hace ninguna distinción entre partes y conductas?
En primera lugar, es una realidad sociológica la existencia de conductas jurídico-penalmente relevantes que son motivadas por razones de discrimen hacia un sector específico de la sociedad. Si consideramos que una de las tareas de la norma penal es comunicar aquello que la sociedad entiende es altamente reprochable (no cualquier conducta menos dañina, como podría atender la norma civil o administrativa), pueden existir razones legítimas para proponer que determinadas conductas penales se particularicen. Específicamente aquellas cuya reiteración proviene de importantes problemas sociales de discriminación infundada. Eso tendería a hacer hincapié en el valor simbólico de la pena como expresión social de aquello que se entiende como repudiable penalmente. Sería, hasta cierta manera, una descripción de una situación de hecho que apuntase a un problema particular que debe atenderse de forma especial, cuyo efecto de llamada debe ser diferente. Una particularización de una conducta reiterada por razones de discrimen sistémico, especialmente en una democracia, podría desvelar y visibilizar aspectos socialmente enraizados que deberían atenderse urgentemente como colectivo.
¿Significa esto aumentar la severidad de los castigos que ya se proveen para delitos generales? En lo absoluto. La reticencia del garantismo penal, o Derecho penal mínimo, a los delitos especiales por razones de odio o de discrimen, cuando ya las conductas están abarcadas por delitos generales, es tanto legítima como correcta en muchos sentidos. Sin entrar al tema, que no es el momento ni el espacio, la preocupación cierta del minimalismo penal es que la ley siga expandiéndose y, con ello, el margen de castigo coercitivo del Estado. Esto podría ocurrir mediante el aumento en la severidad de las penas, la flexibilización de normas de imputación o la merma en las garantías procesales. Son preocupaciones que no se reducen a los delitos que pretendan mayor particularización por parte de un sector de la sociedad, sino a todo el fenómeno conocido como la expansión del poder punitivo del Estado o del Derecho penal. La posición garantista se concentra en proponer salvaguardas para que ese monopolio de poder de castigo estatal no se extralimite aún más en sociedades democráticas de corte liberal.
La particularización de una conducta jurídico-penalmente relevante, sin embargo, no necesariamente debe acarrear un aumento en la severidad del castigo. Esa sería la receta tradicional del populismo punitivo para engañarnos respecto a problemas sociales mucho más complejos. Tampoco, necesariamente, debe conllevar la flexibilización de reglas de imputación, o dicho de otro modo, que sea más sencillo que una persona pueda ser condenada por ese delito. Una particularización de un injusto típico puede ser precisamente eso, un acto de habla simbólico mediante el cual se particulariza una situación y se adjudica culpabilidad penal no por un delito general, sino especial.
En casos como el de Puerto Rico, la atención penal de los denominados crímenes de odio no debería traducirse, eo ipso, en aumento en la severidad de las penas. Esto, por una razón que afecta tanto nuestro Código Penal como nuestras leyes penales especiales: las penas en nuestra jurisdicción, probablemente la gran mayoría, son desproporcionadas, irrazonables e inefectivas. En casos como el de Alexa, donde probablemente el delito cometido haya sido el asesinato en primer grado, éste conlleva una pena de 99 años de cárcel, lo que de facto es una cadena perpetua. No hay manera de agravar la severidad de una pena de 99 años de reclusión en alguna institución penitenciaria. De por sí, una pena como esa está en abierta contradicción con el fin constitucional de rehabilitación moral y social de una persona condenada. Pese a que existan medidas penológicas como la libertad bajo palabra, nada garantiza el disfrute de ésta. Más aún cuando deben pasar hasta más de tres décadas para que se pueda aspirar, en el caso de asesinato en primer grado, a ser considerado para el beneficio penitenciario. Mucho menos podría pensarse en agravar esa pena por razones atribuibles a un llamado crimen de odio. Esto, a pesar de que erradamente se ha mencionado en la prensa y en la opinión pública que la investigación y persecución de este asesinato como un crimen de odio conlleva, ipso facto, un aumento en la severidad del castigo penal.
En Puerto Rico, formalmente, no existen los llamados crímenes de odio. El art. 66(q) del Código Penal regula la existencia de agravantes a la pena por razón de prejuicio contra la víctima, entre otras razones, en virtud de su identidad de género. Una circunstancia agravante a la pena podrá aumentar la severidad de ésta hasta un máximo de 25 porciento (de la pena correspondiente a cada delito). Si a esto es a lo que denominan crimen de odio, como también se desprende de la Orden Especial de la Policía Núm. 2010-05, pues probablemente nos estemos engañando peligrosamente. Más aún si lo que se pretende denotar con crimen de odio es un aumento en la severidad del castigo. El art. 67 del Código Penal, que regula las normas de imposición de agravantes, preceptúa que el tribunal podrá tomar en consideración circunstancias agravantes y atenuantes excepto en delitos cuyo término de reclusión sea de 99 años. Esto significa que en el caso de Alexa, de probarse un asesinato en primer grado, la circunstancia agravante que presuntamente convierte el crimen en uno de odio, no aplica. Esto, con razón, porque qué pena puede aumentarse más allá de los 99 años si ya esta última significa, en la práctica, una cadena perpetua. Por ende, aunque pueda tener alguna facticidad llamarle crimen de odio durante la investigación de este caso, particularmente en términos discursivos, en la fijación de la pena no tendrá ningún efecto.
¿Quiere decir esto que habrá que enmendar el Código Penal para aumentar la pena en modalidades de asesinato como las de Alexa? Eso sería tan irrazonable como contraproducente. El principal impedimento a que exista un efecto diferente en la sentencia en casos de asesinatos por razones tránsfobas, más que su imposibilidad legal en estos momentos, es la desproporción e irrazonabilidad que permea en penas como las de 99 años de reclusión. No existe margen de aumento, si así se decidiera en algún momento, cuando la pena de un delito es más larga que la expectativa de vida de quien la padece. Esa desproporción en la severidad de las penas, propias de la expansión de un poder punitivo ineficaz e ineficiente, pervierte la norma penal y la convierte en su contraparte. Más que una medida de castigo que propenda a la rehabilitación social y moral del individuo, se torna en una medida de múltiples sufrimientos que pueden empeorar las condiciones para que una persona desarrolle algún potencial reparador ante el daño causado. En efecto, se transforma en una versión menos dramática de las furias de la venganza que subyacen la ley penal en nuestros ordenamientos. Esa perversión de la pena echa al traste, lamentablemente, el propósito rehabilitador y de reinserción social que debería imperar como norte en la ejecución de la pena.
Por lo tanto, cómo máximo, una particularización de este tipo de modalidad de asesinato sólo tendría un sentido simbólico como acto de habla colectivo. Un efecto simbólico que puede servir para visibilizar el fenómeno criminal que yace detrás de la codificación penal. Algo que podría tener otros efectos si se emprende una reforma penal en la que las penas se ajusten al principio cardinal de rehabilitación moral y social de la persona condenada. Penas que traten de evitar la duración irrazonable y desmedida, o la entronizada reclusión en prisiones. Penas alternativas que potencien una reflexión colectiva sobre cómo nos cuidamos para evitar que crímenes como estos vuelvan a suceder. Apostar por la prisión, sin más, es volver a engañarnos; regresar a la típica venganza harta de sufrimiento y no a la redención democrática.
Conclusión
El propósito de este escrito no es abordar las diferentes discusiones en torno a los llamados crímenes de odio. Es ese un tema tan complejo como fértil, pero que habrá que elaborarlo con más sosiego y ecuanimidad en otro momento. Lo que se pretendió plantear en esta ocasión son dos asuntos puntuales que surgen del terrible caso de Alexa. En primer lugar, no reducir toda responsabilidad por el crimen a la estrecha culpabilidad que funge como límite normativo en un proceso jurídico-penal. Judicializar un fenómeno que se extiende más allá de los confines jurídicos, es un derrotero que puede llevarnos a errar reiteradamente en nuestras reflexiones y actuaciones ante el crimen. Creer que como colectivo estamos exentos de responsabilidad por la existencia de una persona culpable penalmente es, en síntesis, asumir una postura tan individualista como irresponsable. Culpabilidad penal no es lo mismo que (co)responsabilidad social por un hecho delictivo. Equiparar ambos términos, más allá del ámbito semántico, es ignorar los efectos o potenciales efectos de nuestras acciones en un mundo materialmente interdependiente. Es seguir haciendo tabú, en muchos casos, del sustrato que subyace como detonante de aquellas conductas que adoptan medidas más drásticas de discrimen, como arrebatarle la vida a alguien por razones tránsfobas.
Asumirnos como (co)responsables de un crimen es cuidarnos como sociedad. La mejor prevención de delitos, en muchos casos, puede provenir de (co)responsabilizarnos por los efectos de las causas sistémicas de las que participamos. De hacer un juicio ético-político sobre cómo mis acciones u omisiones abonan a crear las condiciones que hacen propicio un crimen como el de Alexa. Es una tarea tanto individual como colectiva que debe encontrar puentes comunicativos y puntos de encuentro en sociedades ampliamente segregadas y desiguales. Si hay algo que nos muestra el caso de Alexa, y todo el acoso que sufrió antes de su asesinato, es la existencia patente y clara de focos criminógenos que posibilitan la muerte de una persona por ser transgénero, es decir, por ser. Nos corresponde llevar a cabo acciones tanto privadas como públicas que incentiven tomar conciencia de cómo nuestra transfobia y homofobia también son responsables de que concuidadanas como Alexa hayan sido acosadas, vejadas y asesinadas.
Asimismo, se intentó apuntar a la insuficiencia de la ley penal para abordar el caso de Alexa de forma efectiva. Ya no sólo porque no exista normativamente una disposición sobre “crimen de odio” que aplique al caso, sino por la ineficiencia de un sistema penal que se ha alejado diametralmente de sus propósitos más elementales. Aún así, no es baladí la función simbólica de la norma penal en tanto que acto de habla que apunta precisamente aquellas conductas reprochables de mayor gravedad social. No necesariamente por su potencial carácter de prevención general, sino por el valor intrínseco de expresar aquello que como colectivo se valora como reprochable. Pese a que lo hayamos normalizado por siglos, la norma penal no necesariamente tiene que implicar el encierro contraproducente de una persona o la generación de sufrimiento en ésta. Una ley penal puede ser una oportunidad no sólo para la reflexión colectiva sobre las causas de un crimen, sino también para potenciar esa función de rehabilitación social y moral que por mandato constitucional permea en todo nuestro ordenamiento. Sin embargo, en casos como el de Alexa, si no hacemos lo primero, ¿cómo podremos hacer lo segundo? Es decir, si no reflexionamos críticamente como colectivo sobre nuestra participación en las causas de un crimen como este, cómo podremos diseñar efectos penales que favorezcan las rehabilitación de una persona a todas luces tránsfoba. ¿A dónde la reinsertaremos, de ser posible, si sistémicamente sigue existiendo una transfobia importante en la sociedad puertorriqueña?
Eso que parece un contrasentido, y que lo es en gran parte, abre una ventana si queremos ver cómo un crimen como este no es obra de una sola persona. Habilitar nuestra sociedad para que erradique progresivamente los rastros de transfobia, homofobia, misoginia, racismo, xenofobia o especismo, no es una tarea sencilla, pero sí necesaria para que las promesas democráticas elementales, como la igualdad entre todos y todas, se vayan materializando con el tiempo. Lo más importante no es la culpabilidad de quien fue el último eslabón del odio, sino la asunción de (co)responsabilidad por las causas que lo hicieron posible.