Crimen de omisión
Antes de ver caso por caso, el autor comenta las siguientes fallas institucionales del ejército estadounidense: el tamaño enorme del cuerpo de oficiales (officer corps); la inestabilidad en el mando de las unidades (producto de la política de ascensos de la milicia, que obliga a los oficiales a estar cambiando de unidades para subir de rango y adquirir beneficios y prestigio, lo cual tiene como consecuencia el que no se cree un vínculo de confianza entre soldados y oficiales); la burocracia; escasez de equipo (aunque EE.UU. tiene el presupuesto militar más grande del mundo, el equipo está mal repartido o dividido: por ejemplo, escribe Gabriel: “There are so many aircraft that there are not enough forward area bases to deploy them”); mal entrenamiento (si se compara a EE.UU. con otros países de la OTAN).
Gabriel estudia la fallida Operation Ivory Coast (en Sontay, Vietnam), el incidente de Mayagüez (conflicto con los Jemeres Rojos que finiquita la guerra de Vietnam), Operation Eagle Claw (que para muchos le costó la reelección a Carter), la intervención estadounidense en la guerra del Líbano de 1982 y la invasión de Granada. La narración de los sucesos de este último conflicto perfila como la joya del libro: realmente, la invasión de Granada, que tanto orgullo le provocó al asesino Reagan (al menos en sus presentaciones públicas), parece una película de los tres chiflados. La ineptitud táctica de este caso en específico realmente parece de comedia. Ahora, el libro fue publicado en 1985. Una actualización podría revisar conflictos menores como Operation Gothic Serpent (en Somalia, bajo Clinton) o las actuales guerras de Irak, Afganistán y Pakistán. Tal actualización le daría la razón a Gabriel.
Para polemizar constructivamente las observaciones del autor, habría que establecer qué es un conflicto militar y cómo es posible que falle. ¿Podría considerarse un bombardeo aéreo como un conflicto militar? ¿Qué tal una operación clandestina de la CIA, ya casi completamente militarizada bajo el actual presidente? ¿Pueden adjudicársele al Pentágono tanto la criminalidad como la incompetencia de los contratistas mercenarios?
De otra parte, la limpieza o destreza con que ejecuta la milicia quizás no deba entrar en la ecuación: la invasión de Panamá usualmente se recuerda como un éxito, aunque cientos de civiles panameños hayan muerto. ¿Será que se puede ganar una guerra aunque las fuerzas armadas queden humilladas? Chomsky, por ejemplo, ha contradicho repetidas veces eso de que EE.UU. perdió la guerra de Vietnam. Su argumento es que una guerra se gana o pierde en la medida en que las metas se cumplen o no; la meta de Estados Unidos, explica, era destruir la sociedad vietnamita, cosa que hizo. Su punto es sumamente dramático, pero difícilmente podrá contradecirse si uno consulta sus fuentes (documentos gubernamentales desclasificados o comentarios de estudiosos militares en los que se repite la necesidad de arruinar Vietnam como país y sociedad, más que alcanzar alguno que otro blanco militar). Algo similar ha sugerido en torno a la guerra contra las drogas: a Chomsky le parece imposible que quienes la dirigen continúen invirtiendo dinero en ella si no estuviese teniendo éxito: tal éxito, sin embargo, no es la erradicación de las drogas, sino el control e intimidación de sectores pobres tanto en EE.UU. como en los países productores de drogas. En ese aspecto, la guerra contra las drogas es bastante eficiente; reconozco, no obstante, que Gabriel no indica que EE.UU. luche guerras incompetentemente, sino que las fuerzas armadas (que no ejecutan un rol demasiado importante en la guerra contra las drogas) son incompetentes. Una cosa es que el instrumento de guerra (las fuerzas armadas) sea incompetente y otra es que la acción en general (la guerra) alcance sus metas.
El uso de los drones (o bombarderos piloteados a control remoto), de los que tanto se ha servido el asesino Obama, no parece presentar una respuesta al tema de la eficiencia, aunque se perfile como un beneficio a las arcas del gobierno, en lo que a rentabilidad concierne (se ha argumentado lo contrario). El hecho de que una de cada tres víctimas de ataques de drones en Paquistán sea un civil no declara un alto grado de efectividad si partimos de la premisa de que el uso de este tipo de ataque tiene la meta de cazar quirúrgicamente a los líderes del terror islámico. Si, en cambio, la meta de los ataques de drones es aterrorizar indiscriminadamente a la población paquistaní, estamos ante un uso eficiente de las fuerzas y las armas.
Con igual impericia criminal, los ataques aéreos a Afganistán han dejado una lista larga de víctimas inocentes. Uno de los casos más crueles fue cuando, en 2002 y bajo el asesino Bush, un ataque aéreo arruinó una boda en la que murió una treintena de hombres, mujeres y niños. Obama ha preferido enviarle sus bombas a los paquistaníes, pero los esfuerzos conjuntos de su gobierno con el de sus cómplices ha dejado centenares de civiles muertos en Afganistán. Tan reciente como abril de este año, un bombardeo de la OTAN dejó 11 afganos inocentes hechos cantos, incluidos 10 niños. Debo aclarar que cuando comento sobre la incompetencia criminal de las fuerzas armadas estadounidenses, no ignoro que hay otras fuentes de destrucción de las que los afganos, en este caso, son víctimas. Me refiero a soldados desalmados que comienzan a dispararle a la población porque sí (como el tiroteo de 2012 que dejó 16 muertos), contratistas alucinados que disparan indiscriminadamente y los ataques de las fuerzas terroristas locales (que llevan el saldo mayor de muertos). A esto se le añade toda la devastación que sigue, como el pánico general, el deterioro económico (que implica pobreza, que implica enfermedad, hambre, ignorancia), las emigraciones masivas, etc.
No creo, sin embargo, que el caso Af-Pak (como se conoce a la zona fronteriza de ambas naciones) pueda leerse a la luz de las observaciones de Chomsky con respecto a Vietnam. Ciertamente poco les importan a la CIA, el ejército y el jefe de ambos, el asesino Obama, las vidas de los cientos y cientos de civiles muertos en estos ataques. Tampoco parecería importarles el hecho de que este acto de intimidación y muerte recrudece los ánimos terroristas (se ha argumentado lo contrario). Pero da mucho qué pensar el hecho de que oficiales altos del ejército establezcan la necesidad de dispararles a niños, como es el caso del teniente coronel Marion Carrington, que escandalizó a la prensa hace poco. Con todo, parece que no se trata de la ceguera ideológica de los asesinos Kennedy, Johnson y Nixon, sino de la usual incompetencia del brazo duro del imperialismo.