Crónica de Los Llorones
Cuando vi el libro de crónicas de Xavier Valcárcel me asaltó el título: Aterrizar no es regreso. La oración en negativa me parecía una trampa. “Es una crónica sobre el huracán,” me dijeron. Mas cuando empecé a leer, leía una historia de amor. Y este tema es un cronotopo, del amor se habla desde siempre y en donde sea. Es una constante en Xavier. Entiéndase, amor no es lo mismo que cursi ni es lo mismo que fresita. Amor es amor es amor.
El país, la madre, Andrés, los amigos, la poesía… precisamente, la crónica pretende enmarcar el quebrantamiento de las relaciones en el relato. Enlace poderoso en La Tapicería Los Llorones donde cada hombre se sentía roto por la distancia con la persona amada. Esa sensación de vacío los hermanó. Hasta superaron posibles diferencias en las masculinidades. En consenso aceptaron ser llorones; es decir, se abrazaban a la pena de ese sentirse solos mientras trabajaban juntos. Hasta se me ocurre decir que esta crónica tiene un narratario (es decir, un destinatario de la narración): Andrés. Dice en el texto:
En cierta forma, los dos fuimos empujados a irnos. Yo, por el embate del huracán. Él, por la situación económica de la Isla. De hecho, nuestra relación dislocada, aunque sostenida por voluntad y lealtad, ha sido, en parte, resultado de ambas cosas. Se lo dije llegando a Rincón. Le dije que escribiría sobre eso: no precisamente del amor, sino acerca de nuestras historias, incluso de la compartida, para hablar desde ahí de otras tantas, de una realidad común poco visibilizada […] Los periódicos, los noticieros y las redes sociales han estado abarrotadas de historias individuales, de víctimas, siempre contadas como unidades, pero poco o nada acerca de las relaciones. Mucho menos acerca de las relaciones como víctimas. Aunque alrededor había, hay, habrá cientos de esas. Relaciones-víctimas librando la distancia, la impotencia, diligenciando la confianza y la lealtad, bregando con la impaciencia, con la nostalgia y los vacíos. (73- 74)
“Aterrizar no es regreso”, sobre todo cuando se siente dividido, cuando se siente aun en una playa de mentira vendiendo velas en pleno invierno (mientras en la distancia la Isla seguía a oscuras). Fue un inmigrante sin técnicamente serlo, buscándose el peso al amparo del amor. “Aterrizar no es regresar, sino la llegada a ese camino. Contrario al despegue del avión, que sí es breve; y violentamente arrancarse de un mundo en segundos. Lo escribo pensando que todavía no regreso del todo” (81). El cronista reflexiona desde una honestidad que nos sirve de espejo que magnifica esas complejidades que tienen que ver con el ‘ser’ y el ‘sentirse ser’. ¿Qué es volver, qué es estar, qué es ser? Son los cuestionamientos que me devienen al leer. Peor aún: ¿qué es volver, qué es estar y ser en Puerto Rico tras María?
Tuve la suerte de leer este libro en conjunto con Cartas al agua de Ana Teresa Toro y Larga jornada en el trópico de Amarilis Tavárez Vales y la conversación entre los tres libros me pareció fascinante. Por un lado, Cartas al agua tiene una escena preciosa que, desde la ficción, converge con la crónica:
Flotar. Flotar es una calma que no todo el mundo entiende. No hay esfuerzo como al volar, no hay aleteos musculares, ni conciencia de las rutas del aire, del agua. Flotar es la entrega total.
Me gusta cuando al dejarme caer tendida en el mar, recuesto mi cabeza y el agua cubre mis oídos. Escucho un murmullo constante, como el sonido de mi cerebro si me atreviera a escucharle. Como si al sentir el agua salada del mar ocurriera el milagro de escucharse a uno mismo. (11)
Con maravilla leo esa entrega en un cuerpo que nada frente al “lindero entre el Caribe y el Atlántico, el universo de los azules” (75) en la crónica de Xavier:
Me alejé de la orilla. Poco después busqué acomodar el cuerpo boca arriba, hacia la superficie. Abrí los brazos en cruz, alargué las piernas, incliné la cabeza un poco hacia atrás y cerré los ojos. Me concentré únicamente en respirar. Cielo con sol encima. Mundo de colores y peces abajo. Orilla de isla a lo lejos. El sonido de la respiración y del agua en mis oídos. En mi boca el sabor a ron y sal.
Me dejé ir. Al abrir los ojos, volví a repasarlo todo. El sonido, el olor, las nubes, de prisa, el cielo. Los colores del mar, de las palmas, de la arena. La luz, la sal en mis ojos y en mi boca. Fue justo cuando sentí que había regresado. Volar es confiar entre el vacío. En cierta forma, flotar también lo es. (76)
Así, la idea de regresar o irse, una de las tensiones en el poemario Larga jornada en el trópico, es un punto de encuentro con este libro -y con muchos otros, pero estos versos resuenan armoniosamente con Aterrizar no es un regreso:
regresar es siempre el campanazo del pensamiento.
ábreme paso que tengo un palpitar agotado en la piel.
nos vamos y nos quedamos.
esto
que se me encoge en el pecho
es el llamado de la casa. (42)
Ese llamado es el que se registra en esta crónica. Un llamado que parece que en un momento antagoniza con el amor, pero que es sin duda parte integral de amar desde todas las complejidades que resultan de estos tiempos de migraciones forzadas, de quebrantamientos de las relaciones afectivas que son parte ese ‘ser’ que somos juntos.
Mas otro asunto que también me asaltó es la forma en que están escritas la oraciones y frases. Abundan las descripciones que luego se tornan en menciones sucesivas de elementos físicos del paisaje que confluyen con matices emocionales de la voz que narra. Asimismo, abundan los gerundios y las frases sueltas. ¿A qué se debe? Por definición el gerundio es una acción simultánea que no se define por tiempo ni modo ni número ni persona, pero que da la sensación de continuidad y de conjunto. Ese rasgo de ambigüedad, continuidad y simultaneidad de esta forma verbal me parece que marca que la voz narrativa está en un tipo de intersticio, esa frontera del no-regreso, ese flotar que le servirá para afincarse entonces en la vuelta: el regreso; ¿el aterrizaje definitivo?
De nuevo flotar, volar, el amor y amar, regresar… La crónica de un sujeto que tras María se va en un vuelo humanitario a promocionar velas en un Nuevo York exótico, frío y distante (aun para quien lo habita). La crónica de quien regresa de a poco, pero ¿se regresa realmente? ¿Nos vamos realmente? Esa pregunta la responden ustedes después de que lean el libro. Apuesto que coincidirán conmigo en que es una historia de amor en la que se enlazan tantos otros temas, y de un amor plural y diverso: a la madre, a los amigos del alma y a los nuevos amigos, a la solidaridad, a la gestión artística, a la familia, al amante-amigo-compañero y la memoria… Sí, está el huracán, como “inventario del desastre”, pero es tan solo el pretexto para hablar de lo profundo, de componer como mosaico las dimensiones caleidoscópicas de ‘ser’, y ser en este país, que supone tanto, y de ser diáspora que supone otro tanto. También de vivir en esta comunidad maravillosa que conjuga literatura, arte, y de esta búsqueda que supone escribir. La tarea de Xavier en esta crónica fue un asunto matemático de sumar vivencias y un asunto reflectivo que resulta en un laberinto de espejos en el cual nos perdemos gustosos. Es también un homenaje a la convivencia y al acto de escribir, al acto de pensar qué se va a escribir y por qué se escribe, que es lo mismo que preguntar por qué se ama.