Crónica de un breve viaje veneciano y torontino, a propósito de «Driven»
5 de septiembre
Salgo de San Juan el día 5 de septiembre, llego el día 6 a las 6:05 p.m. a Venecia. Para algunos, esto significa un viaje que debe estar asistido por un coctel de pastillas, alcohol en cantidades industriales y una de esas calvas insípidas como la que deslucía Hunter S. Thompson. Pero yo estoy en una suerte de cleansing, así que me fui con dos órdenes enormes de papas fritas, mucha mostaza y tan solo una cerveza. O dos. O tres, no sé.
Mi amigo Luillo Ruíz, productor del filme Driven, me había mandado a llevar dos docenas de banderas puertorriqueñas a Venecia (la película clausuraba el renombrado festival de esa ciudad) y estas sencillamente no cabían en la maleta. En la fila de Iberia veo una enorme delegación de boricuas uniformados con unos aterradores uniformes que anunciaban su afiliación a una organización mundial de peluqueros. Su alegría me contagiaba con orgullo y belleza. De la mitad de sus maletas, como de la mía, salían mal ubicadas las puntas de banderas similares. ¡Qué honor ser otro boricua charro más, bandera en mano y en actitud displicente!
Voy en la fila disfrazado de mi cuñado, cuyo ojo prodigioso le permite encontrar combinaciones de buen gusto en sitios imperdonables como Zara, pero que con su óptica educada funcionan a las mil maravillas. En la mano cargaba un tuxedo, prestado por mi amigo Jamiel. La cosa es que gracias a cuñado y amigo me veo realmente increíble, a pesar de la maleta con los tucos de dos docenas de banderas saliendo como palillos de diente monstruosos.
Soy blanco, puedo poner cara de animal y tenía un suit, así que paso rápido por TSA. Voy al Duty Free, al área de los perfumes. Disculpándome por una breve ausencia, les había comentado a mis estudiantes el día anterior que si me cruzaba con Chris Hemsworth en Venecia, me iba a sacar una foto con él. Lo de Hemsworth no iba a pasar, obviamente, así que me compré el perfume Hugo Boss que promociona Thor. Verme bien, check. Oler como el dios del Trueno, check.
Me siento y reflexiono: no niego que me da un poco de rabia que todo el mundo lleve dos días en Venecia y ahora es que yo esté a punto de abordar el avión. Pero soy asalariado y tengo que hacer ajustes severos y someterme a ellos. El tema es que el maldito vuelo se tarda dos horas en salir por no sé qué cosa de una computadora y mi rabia se transforma en una ira feroz que logra amainar una Medalla que acabo de comprarme en $12.
Ahí sucedió la segunda orden de papitas fritas, porque me sentí impotente ante la propuesta bipartidista de regalar el LMM a unos multimillonarios mexicanos de diminuto corazón. Por fin despegamos y ronqué hasta Madrid.
6 de septiembre
Se vuela a Venecia, se llega a Venecia. Habiendo aterrizado, peleando con mis zapatos y mi maleta, tardé un poco en salir de la penúltima fila de sillas, en donde estaba ubicado, gracias a la generosidad de Pimienta Film Company. Un azafato barbudo, de esos con cara de admirador de Rajoy, me dice, viéndome caminar por el pasillo, maleta y tuxedo en mano: “Todo el mundo salió ya del avión: debe desabordar”. Aproveché que sus compañeros me miraban, hice una de esas pausas mínimas que aprendí cuando era estudiante de drama, y le pregunté “¿Y qué mierda parece que estoy haciendo?”. Sus compañeros se rieron; él, no. ¡Salieron dos horas tarde por un reboot, falangista de mierda! ¡Deme un segundo en lo que salgo! ¡Ja! ¡Y que con Thor!
En el aeropuerto veo a un italiano vestido con el traje más ajustado y azul marino del mundo y le pregunto si me lleva al hotel: su cartel, que ponía los apellidos de otros participantes boricuas del festival que obviamente valían más que yo, también anunciaba el nombre de mi hotel, por lo que no perdía nada en preguntar. El flaco, sacado de una sátira de Fellini, muy amablemente aguardó mis maletas en lo que intenté retirar dinero de alguna ATM italiana.
Por fin me encuentro con los otros dos puertorriqueños que llegaron en mi vuelo, un buen amigo de Luillo llamado Natán Mininerv (I kid you not) y su bella y divertidísima esposa de nombre Deyla Sacañaqui. Montados en un barco-taxi que nos llevaba al hotel Excelsior, en Lido, creo reconocer a Natán. Su pelo perfecto, su postura inequívoca y su sonrisa de “todo está bien” delatan la tesitura de un sujeto avezado en el trato con masas. Ella era tan encantadora que realmente no me llamó la atención al principio, pero Natán resultó ser un misterio que descifré de inmediato. Le hice el tipo de chiste de mal gusto que ser amigo de Luillo me da permiso a hacer y él respondió con una sonrisa y con un contraataque generoso y divertido. Me odié un poco por lo inmediato que ambos me cayeron bien.
Y aquí llega el momento más lindo de todos los que tuve: Luillo, Belly y la enana Abigaíl nos esperaban en el muelle, sonrientes. Sí, son de esos detalles innecesarios que alegran el corazón. ¡Me estaban esperando! (¿O era a Natán? No importa. ¡Abigaíl estaba ahí!) Fuimos al front desk, dejamos las maletas y pasamos a bebernos algo en la playa del hotel. El mesero que nos atendió ese día y que siempre estuvo detrás de nosotros, una dulzura, un hombre escrupuloso y detallista, era tan y tan italiano que se llamaba Donato. Lindo con ganas.
Alguien dijo para ir a comer y yo subí cinco minutos a buscar unos pins de la bandera puertorriqueña que Luillo –siempre ducho en materias de producción, siempre un gran amigo, pero jamás alguien con gusto impecable– me había hecho traer de PR, como el maletero que resulté ser. La cosa es que todos se fueron sin mí, por eso de no esperar el próximo bote (que salía en ocho minutos) y media hora más tarde, en lo que me organizaba, llegué al Ristoranti Di Forni, que a ninguno de estos comemierdas les impresionó, pero que para mí estaba bien. Ahí bebí espumoso y comí un pescado digno de una velada inolvidable en Romano’s Macaroni Grill y unos vegetales sinceramente ricos. Estoy relajando: el sitio era muy placentero, a pesar del corrillo de calabreses (con esa combinación pintoresca de bizquera y calvicie) que miraron mal a Luillo por fumar Marlboro rojo, lo que en esos lares equivale a «cigarrillo de maricón”.
Comí pescado y les robé comida a todos los demás. Se habló una cantidad de mierda increíble. Frankie Cueto estaba sudando mucho; Natán hizo un esfuerzo cósmico por ser cool; Riefkohl estaba siendo cool sin ni siquiera intentarlo. To each his own. Después de comer estuvimos hablando, por alguna razón que varios gibsons y uno que otro vino tinto no me permiten descifrar, sobre Fernando Allende, quien descubrimos que parece un cruce entre el hombre más hermoso del sistema solar y la señora italiana que repartía flyers del evento del festival en el hotel: por mi madre que se parecían. Y los calabreses cada vez más molestos. Sí, era hora de irse de Ristoranti Di Forni.
Y ya. Nos fuimos. En el bote Luillo reconoce a un director mexicano que resultó ser Carlos Reygadas, humilde hasta decir basta. Fanático y nerd, fui donde él y le dije todos los clichés que uno suele decir en este tipo de ocasión, cuando está bajo los efectos del alcohol: “Siga haciendo lo que hace”, “En América Latina hace falta más gente como usted”, “Qué gran honor” y boberías honestas así. Parece que la esposa no me tomó por un cretino, porque fue muy cordial conmigo. Reygadas, para quien no lo sepa, es de los mejores directores activos del hemisferio.
El mexicano me enloqueció. La experiencia, digo. Porque resulta que una hora más tarde estaba dormido una mesa más allá de Christoph Waltz diciéndole “republicana” a la Deyla, la esposa de Natán, evidentemente dormido y extrañamente intoxicado (me refiero a mí). Esta pareja de antípodas políticos fue tan afable conmigo que todavía no me lo explico.
Pero todo tiene su límite y el mío había llegado ya, por culpa de Iberia o de lo que fuese. Riefkohl se apiadó de mí y me llevó al cuarto, agarrándome por el pescuezo. Después se puso a decir que intenté besarlo, ebrio hasta las teretas. ¡Vil mentira! La moraleja es que hacer un cleansing y una dieta seria para luego irse a beber como en antaño presupone un error, a menos que uno ande con el arsenal de Thomspon, cosa que nunca ha sido mi caso (¿¡Quién fuma Dunhill!?).
7 de septiembre
Me abrieron la puerta dos veces. O tres. Yo estaba desnudo en mi cama en un país extraño. Pocas veces en mi vida me había sentido tan vulnerable. No entendía por qué ni cómo habían tenido acceso a mi cuarto. ¿Habrá sido el desquite de Reygadas? Veo el reloj y son las 10:30 a.m. O las 12:30 p.m., algo así. ¡Ah¡ ¡Era room service! Ok. Estaba tarde.
Y son las 4:00 p.m. del segundo día y todo está bien; corro hacia el barquito, disfrazado de italiano de mentira, con mi chaqueta de Zara, mis zapatos Ferragamo, mi cara de “no soy pobre: solo estoy pasando una mala racha”, la vulgaridad saliéndoseme por los poros y solo deseando tener un Campari con hielo en la mano para terminar de verme coherente. Luillo me llama y me da dos minutos para llegar al barquito de mierda. Llegué en cuatro. En el barco, los otros pasajeros eran chinos, so who was giving a fuck anyway?
Desembarcamos veinte minutos luego. Caminamos cerca de la Piazza San Marco por 30 minutos. 45; una hora. Todo el tiempo, buscando un sitio para comer, con la consigna de que no fuera un tourist trap, uno pudiera sentarse y que la comida no supiera a cuneta veneciana: ardua combinación en esos territorios. Belly usaba un app y yo otro; Luillo estaba haciéndose el importante peleando con alguien por teléfono. Abi estaba siendo la niña más dulce del mundo.
Nos sentamos (sí, finalmente) en un tourist trap que eligió Belly y pedimos dos cafés. “Nos vamos de aquí”, dijo Luillo, quien deja lo que en el Viejo Mundo llaman “buena propina” y que en el Nuevo compra un Big Mac. Al minuto y medio descubro que perdí mi teléfono. La propina de Luillo me devolvió mi teléfono, en manos de meseros sonrientes y anecdóticos. Y de camino a encontrarme de nuevo con los Ruiz, unos muchachos me piden que les saque una foto: eran Natán y Deyla. ¡Qué diminuta resultó ser Venecia en ese momento! ¡El derechista más afectuoso y cordial del mundo quería tomarse una foto junto con su esposa y me lo pedía a mí, de pura casualidad! ¡Esto era mejor que quedarse dormido a dos metros de Waltz!
Así que encontramos un lugar para comer. ¡Y otro golpe de la casualidad! En el ristorante conocimos a una típica muchacha-señora de Villa Nevárez, casada con un típico austriaco de Who-gives-a-Fuck, obsequioso, sonriente y fumador de Cohibas cubanos importados (de los de verdad, que no tienen el horrible punto rojo). Así de curiosos son los encuentros entre boricuas.
Después de un baño en el hotel, resultó que había que ir a comer de nuevo. O sea… Salir de noche, pero para comer de nuevo. En este, uno de los tres festivales de cine más importantes del mundo, uno sube de peso.
Fuimos a una trattoria pequeña. Una dama italiana, sentada en otra mesa, nos pidió que bajáramos la voz y al ser tan bella (interiormente) la vieja esa, decidimos prestar oído y bajar decibeles. Corte a “estamos bailando reguetón”. Corte a “¿cómo llegué al hotel?” y “¿dónde carajo está Reygadas?”. Corte a “¿room service de nuevo?”.
8 de septiembre
D-Day. Yo sabía que hoy sería importante y bajé a embriagarme con los chicos, que estaban recibiendo el servicio de Donato, el italiano que vende barato, con ese bigote imposiblemente perfecto para el cual hay que nacer. La playa frente al hotel estaba concurrida. En una instancia Willem Dafoe, que mide básicamente 4 pies, me pasó por el lado con una sonrisa llena de vida y compasión. Lo cuento como anécdota, pero también como un alardeo.
Luego de beber no sé qué cosa (había espumoso, estaban los gibsons de Riefkohl, pero también porquerías amargas de esas que beben en Italia), subimos a cambiarnos.
Era el día del tuxedo. Frankie me dijo que si prendía la ducha y ponía la ropa cerca, se desestrujaría. Riefkohl me dijo que tuviese cuidado de que la camisa no se mojara. ¡Ay, estos hombres!
Todos lindos y hermosos nos encaminamos, pues, a una cena en un restaurante decorado con ese color que llaman “blanco” y que alguna gente asocia con la elegancia; estaba ubicado justo frente al teatro de la alfombra roja donde veríamos la peli. Toda la comida estuvo espléndida; o mejor dicho, toda la comida estuvo regular. Whatever, el tema era llegar a la premiere.
Y ahí estuvimos. Con un DeLorean DMC-12 real estacionado en el mismísimo medio para que el que quisiera se sacara una foto con él.
Antes de entrar me acerqué al escritor principal del libreto y ensayé la humildad, cosa que nunca me luce: “Sir, I read your script and did some changes or suggestions because they paid me to do so [aquí estaba siendo pleasant], but I think you did an excellent job”. No sé; hay algo en mi goleta English que no suena bien en oídos irlandeses. O quizás ese no era el autor, mi interlocutor estaba confundido y yo ya estaba listo para irme a dormir. O no sé. La cosa es que se montó en un carro y se fue. Solo.
No me saqué fotos con el DMC-12, pero ¡cómo me gusta ese carro! ¿Cuánto? Igual que al resto de la humanidad. Acepto delante del universo que me divertí y sentí orgullosísimo de todo este relajo. Sobre la película no me incumbe hablar. Ver mi nombre como tercer crédito me llenó de una jactancia peligrosa. Sobre sus méritos y deméritos hablaré en privado; conviene aceptar (lo confieso con ánimos de defender muchos puntos que ya he digerido) que el film quedó muy, muy bien y que el público italiano, lidiando con el problema de un humor proferido en una lengua que no es la madre, recibió con beneplácito la película. Sí, me llené de orgullo al considerar mi minúscula aportación en el filme sobre ese carro bello de acero inoxidable (¡un filme que clausuraba uno de los tres grandes festivales de cine del mundo!) pero también las enormes aportaciones de mi gran amigo Luillo, las enormes aportaciones de mis más o menos buenos amigos Riefkohl y Frankie Cueto, la modesta aunque perfecta aportación de mi actriz favorita de todos los tiempos Isabel Arraiza y de un equipo de trabajo entusiasta que sencillamente no pudo montarse en el vuelo de Iberia, because one can only do so much. Me encantaría abundar sobre este orgullo más allá de los márgenes de lo patriótico: dejo ese menester para otra ocasión.
De vuelta al hotel había una fiesta que estaba a punto de finiquitar. Estaban tocando “Despacito” y lo único que se podía beber era Campari con sangre de cerdo, acetona y limón. Nos quedamos alejados de la mesa de niños y niñas hermosos, veladores de güira internacionales y puede que hasta profesionales, y reapareció Donato, aspirante al mejor ser humano del mundo, ofreciendo lo que podía: un whiskey overpriced.
En un momento, Luillo, Riefkohl y yo ya nos íbamos a dormir, cuando de repente dos especialistas del comportamiento humano nos invitan a otra fiesta. “Otra fiesta” meaning darnos un trago con ellas y su acompañante. Eran sicólogas y el señor que las acompañaba, Luca, decía que trabajaba en bienes raíces. Y nos invitaban a “otra fiesta”. A las 3:00 a.m. todo es prometedor, pero también todo es sospechoso. Ya a las 5:00 a.m., la cosa había muerto. Resultó que realmente se trataba de una conversación con gente inteligente y agradable. E non volevamo niente di quello.
Pero la rubia, la que no estaba casada con Luca (según me informó) en un momento transó con el hecho de que mi italiano era peor que el sentido de humor de Luillo y empieza a preguntarme que qué vamos a hacer hoy, lo que equivale a mañana, o al revés. Le dije que partía temprano, de camino al lobby y me preguntó que cuan temprano. Siempre he sido un idiota, por lo que me llegó a la mente, sí, a las 5:00 a.m. la posibilidad de que, siquiera a un nivel muy elemental, sencillamente a esta semidiosa italiana yo le había caído bien… Y de repente, sucedió algo inesperado y terrible.
Una chamaquita joven, bella, con pelo y maquillaje impecables, piernas de gimnasio y ebria como una figlia di mille puttane, decidió correr cuatrocientos metros como si de una carrera de Culson se tratara, ignorando que a los tres o cuatro metros había una pared de cristal en el mezzo mezzo. Acabó en el piso la poverina, con la vida hecha trizas, y en ese momento vi a Luillo transformarse en un padre, en un productor: en un adulto. La cubre, para que la nena no vea la sangre, la limpia, y grita: “Who speaks English?” “¿Quién habla español?”. Había una persona realmente herida y Luillo no estaba para bromas con Tadzios ubriacos. Yo hice mi personaje del profesor sweet y le decía a la chica de la cara destruida en mi italiano de mentira: “Non é niente, bellissima; domani vai ridere di questo”, que se traduce más o menos a “No pasa nada, linda; mañana te vas a reír de todo esto”, con una ternura de la que nunca me creí capaz, sobándole los cabellos, imitando el tono paternal de Luillo, hasta que veía que su tabique estaba fundamentalmente al mismo nivel de su oreja, y ahí es que se me desgarraban las telas del corazón. No, mañana la figlia di mille puttane no iba a reírse de esto sino a lamentar el hecho de estar viva. No: mañana iba a cagarse en su madre y en su padre. Estuvimos 20 minutos en esas. Fue entonces cuando recordé a mi sicóloga, que ya estaba a punto de llegar a su casa, según me informó, y entonces medité por varios minutos sobre lo injusta que es la vida con la gente de buen corazón.
A todas estas, Riefkohl, muerto de la risa. El tipo más elegante de la delegación boricua no demostró tener una onza de compasión.
Esa noche no dormí por pánico a no despertar cuando sonara el reloj. Tampoco ayudó la imagen del tabique que llevaba la hermosa jovencita a manera de arete cuando la recogió el asustado (pero también sonriente) paramédico.
9 de septiembre
Salimos a las 8:30 a.m. de Venecia; como yo no había dormido nada, todos los colores lucían hermosos e imaginé por un segundo que estábamos en Call Me By Your Name, versión de Il Veneto, con aún menos escenas sexuales. El mismo tipo que nos recibió al llegar, el que pudo ser extra felliniano, nos despedía en esta ocasión. Pero esta vez, el vuelo fue el opuesto de una aventura entusiasta. Terminamos llegando a un sombrío y lluvioso Toronto a eso de las 8:00 p.m. con unas enérgicas ganas de morir. Un desastre.
El día de viaje a Toronto, todo el mundo llegó hecho trizas. Todos se fueron a dormir rápido, menos yo, activado por un energy drink of sorts que me tomé en el aeropuerto. Intenté que alguien se compadeciera de mí: soy un asalariado de la universidad, este tipo de viaje es una anomalía y quería sacarle el jugo a la vaina. Además de que se supone que escribiese una crónica: esta. Frankie Cueto bajó a hacerme el favor.
A las chicas las maquillaban temprano y Luillo tenía un “día importante” (la frase es suya, whatever) el lunes, así que Frankie, repito, me hizo el favor de fisgonear conmigo la ciudad nocturna, en donde nunca había estado. La barra a la que íbamos estaba cerrada, así que de camino al hotel no tuvimos más remedio que irrumpir en una fiesta privada, afiliada de alguna manera al TIFF o a alguna compañía relacionada con el festival, sin invitación, a comer y beber gratis. Las cosas que le pasan a uno cuando sale a dar vueltas con Frankie Cueto. Al día de hoy no recuerdo quién era esa gente, pero en la promo de la compañía de producción que evidentemente costeaba la actividad salía un maleante con una bandera de PR. So fuck them and their free drinks, racist bastards!
Pero ya. O sea, nos fuimos a dormir. Así viajando cada dos días no se puede uno amanecer indiscriminadamente. Así que a dormir. Al menos, Frankie.
10 de septiembre
Luillo debió madrugar y realizar entrevistas junto a los actores de la película en un espacio compartido por celebrities de incluso mayor renombre como Nicole Kidman y Christian Slater (imagínense que estamos en 1998 para entender a qué me refiero con eso de “incluso mayor renombre”). El Festival de Cine de Toronto compite por ser el más respetado del continente y Driven había creado expectativas.
El lunes 10 llovía y cuando llueve en Toronto, llueve sin discrimen. Luego de un desayuno desmedido, Riefkohl y yo nos fuimos a almorzar al CN Tower, sí, caminando bajo la lluvia. Ostras y vodka con soda para mí; ostras y gibsons para él. Yes! To be young and fashionable en el CN Tower una tarde con 60% de probabilidad de chubascones! Gracias a Dios, el 50% de los comensales de la mesa en la que estábamos era gente de conversación agradable y espíritu alegre: me refiero a Riefkohl, quien es casi tan cool como Frankie Cueto. Este último, de hecho, nos llama e informa que está en un sitio llamado La Leña, considerablemente lejos si uno camina desde el CN Tower bajo la lluvia, y en donde servía martinis una mesera asiática con un enorme moretón en el muslo.
Luego había que bañarse y bajar bien vestido para la actividad de la película. So fuck it, a bajarse los martinis con Cueto a la prisa.
Llegamos no sé cómo exactamente a un sitio en el que había otro DeLorean estacionado en frente y un puñado de personas a las que les pagaron por hacerse dizque estaban haciendo la fila para entrar (no pude descubrir otra explicación de la presencia de ese grupo). Luillo estaba casi tan emperifollado y hermoso como Belly, mi enorme enamorada, solo que con un tuxedo Hugo Boss que parecía diseñado por Gaultier (and that is definitely not a compliment). También llegaron el Cueto con la Vane, Diana Príncipe con su Toro, Riefkohl soleao, un tipo disfrazado de Walter Mercado con quien (¡lo recordé en ese momento!) yo había bailado en Venecia, Guille y su acompañante y este animal, su servidor. También llegaron el director, Sudeikis, Pace, el otro y la otra… ¿pero e Isabel Arraiza? ¿En dónde la habían dejado? ¿En dónde estaba, le pregunté a la gente? ¿Cómo podía ser? O sea… ¿esto iba a empezar sin ella?
Luego llegó Isabel y pues ya estaba todo el mundo. Luego todo el mundo se aburrió y alguien propuso, para divertirnos, ver Driven de nuevo. Así funciona la vida de los ricos y famosos.
La segunda vez que vi la película me regaló el que el público, en gran medida, tuviera el inglés como primer idioma. Driven arrancó varias carcajadas y uno que otro “ooooh” en la clausura veneciana, en donde recibió, sí, una ovación de pie, pero en este nuevo contexto el recibimiento fue aún más entusiasta. Resulta poco dudoso que “get out of my fucking way” da mucha gracia si uno no tiene que leerlo traducido.
Cero reseñas aquí, además de que tengo conflicto de intereses al ser –ejém– el tercer crédito que sale luego del blackout final. Pero uno de los niveles en los que funciona la película implica la actuación, así que voy: Sudeikis realmente está all over the place, pero es que llegar ahí ha sido reconocer la manera en que funciona su personaje dentro del libreto y la historia; de manera inversa, Pace complementa con su acercamiento contenido al drama espectacular y caricaturesco de Sudeikis, quien carga con la historia a cuestas (y lo hace bien). Greer, Moriarty, Arraiza y Stoll funcionan como artefactos efectivos que no distraen (pese a algún antic que otro) de un drama que a la larga no les incumbe. La película trata de cómo un idiota traidor intenta zafarse de la ley traicionando a un diseñador (mitad genio, mitad mediocre) que decidió brindarle su amistad. Y eso se traduce al italiano de Venecia, al inglés de Toronto y a la lengua que sea gracias al orden colaborativo de todos los miembros de este hermoso equipo.
Nota aclaratoria no solicitada: Karl Walter Lindenlaub, el director de fotografía, es el nombre más vigoroso de los créditos. La industria del cine, como tantas, les paga con ingratitud a los grandes maestros. Yo siempre apuesto a los míos, claro, sobre todo al apellido Ruiz, pero el del Lindenlaub resulta ser un resumé impresionante.
Cuando se acabó la película y antes de que terminaran de correr todos los créditos (¡ya había salido mi nombre! ¡wuju!), una señora llamó a los actores y al director a que subieran al escenario para una brevísima sesión de preguntas y respuestas con el público. La primera y menos divertida pregunta, dirigida al director Hamm, proponía la imposible similitud entre John DeLorean y Elon Musk. Hamm contestó como pudo; hasta honrosamente, diría yo, que difiero de su contestación (se trata, a la larga, de dos tipos de impostores, propongo). El resto de las preguntas versaban, cosa predecible, sobre la medida en que la película se ajustaba a la vida real, preocupación constante de cierto tipo de moviegoer y a mi ver legítima hasta decir “basta”. Lee Pace explicó que tuvo la dicha de ver muchísimo pietaje de un sujeto famoso, John DeLorean, mientras que Jason Sudeikis tuvo que limitarse a la imaginación y sus antics de comediante e improvisador por el hecho de que el sujeto que caracteriza está protegido bajo el programa de Witness Protection del FBI y, por supuesto, no da caretazos televisivos.
El director Hamm aseguró que la tarea de esta ocasión fue reconstruir un drama, no crear fidelidad documental, respuesta poco arriesgada aunque bastante honesta, con la que se resolvía la cuestión de las licencias poéticas. Y así, la mayoría de las interacciones con el público versó sobre el elemento biográfico que había o no en la película, hasta que una voz desorientada y entusiasta del público comenzó a formular una pregunta un tanto incoherente sobre el DeLorean que poseía un exnovio suyo, o algo así (la acústica me traicionó). Ante el estupor y la impaciencia del público le tocó a Sudeikis, el chistocito del grupo, recurrir, como improvisador avisado, a burlarse de la pregunta, con tal de ganar la risa momentánea de la concurrencia, por lo que se sentó en el piso y dejó claro, una vez más, que el 80% de ser un improvisador exitoso consiste en recurrir a cheap shots. Meh.
Un momento mucho más luminoso de la sección de preguntas y respuestas fue cuando Judy Greer trajo a colación el hecho de que la película se filmó en Mamá Borinken en el contexto del paso del huracán María, en 2017. Un señor muy bien vestido (el de Boss-meets-Gaultier), aunque no tan alto, fue corriendo al escenario y les entregó una monoestrellada a los actores. Le tocó a la única actriz puertorriqueña parada en el escenario articular unas lindas y honestas palabras sobre lo que implicó la insistencia de la producción a la hora de intentar terminar la película; desde resolver lógicos titubeos con inversionistas a quienes este act of God “les cambió los muñequitos” hasta considerar la básica destrucción de una isla en donde se debía llevar a cabo la filmación.
Ahí el director Hamm comentó algo más o menos obvio: que este y otros eventos climáticos calamitosos tienen que ver de alguna manera con la huella que dejamos en el mundo los seres humanos; sí, con eso que llaman “cambio climático”. Concedió algo así como que María era del grande de Alemania y todo el público aplaudió, menos Natán y su esposa Deyla, los republicanos cariñosos, quienes comentaron algo así como que eso del cambio climático es un invento de Al Gore o no sé qué mierda. Si no se hubieran visto tan lindos los dos, juro que les tiraba el poco pop corn que me quedaba.
Entre las jeremiadas de los histriones y “las alocadas ocurrencias” de Sudeikis, me di cuenta de que estábamos completamente sobrios y cansados, por lo que la idea de hacer un company move a un lugar de fiesta fue tanto dada como bien recibida. Las damas se fueron en un taxi y los caballeros, cada uno usando un app distinto, pudieron acordar en dónde se ubicaba la dirección provista: una barrita más o menos humilde con bastante seguridad (los guardaespaldas canadienses pueden llegar a ser enormes, pero nunca irrespetuosos). Ahí se comió, se bebió, se habló, pero no se bailó. Las pobres mujeres teniendo que bregar con sus hermosos tacos andaban con destrucción de pie.
También había que madrugar, hubo mengua de reportaje periodístico, ya la gente que quería conocerse se había conocido, etc., por lo que nos fuimos a dormir relativamente temprano. O ellos, porque yo no duermo si en el cuarto de mi hotel hay cafetera y tengo que anotar todo lo que hice en el día.
11 de septiembre
Fecha memorable por Pinochet, por Osama, por la resaca de Tito’s Vodka. Mi avión salía a la 1:00 p.m., y Riefkohl, quien supuestamente me había prometido compartir taxi, huyó. El rencor cosa mala es. Desayuné en el hotel solo en principio, pero tuve la dicha de cruzarme con mi amigo Luillo, su radiante esposa Belly (quien en algún momento será mi esposa) y con la serenísima Abi en el desayunador. Ellos me recibieron en un muelle de Venecia y ahora me despedían en un desayunador de Toronto. Luillo no había despertado, por lo que fue bastante reservado. Belly aún se veía hermosa, por lo que no se arriesgó a que se le desmoronara su pelo (aún cuasiperfecto) con grandes muestras de afecto. Quien sí tenía energías era Abi, que me confesó que de todos los sitios del mundo prefería Venecia, en parte por lo rápido que viajaban los barcos. Me dijo que le gustó más que Epcot Center, incluso. Quedarse dormido en una mesa cercana a Chris Waltz y recibir un semi codazo de Willem Dafoe divierten; escuchar las verdades inocentes de los miembros de mi familia, sea la de sangre real o sea de esta otra sangre, la de mis hermanos de calle, llena mis días de sentido.
Deyla enviaba unos memes inaceptables, Riefkohl se disculpaba por no esperarme, Cueto dormía (I guess), los famosos seguían intentando aprovechar sus quince minutos de fama, Luillo le rogaba al dios de Marlboro que le quitara la resaca… Abi sonreía y recordaba lo rápido que viajaban los botes en Venecia. Alejandro Carpio estaba tan feliz que hoy le fallan las palabras.
A Puerto Rico llegué a las 9:35 p.m. con un dolor de cabeza brutal y una inconfesable alegría.