Crónica real y verdadera de la mesa del árbol del conocimiento
“… la creencia metafísica sigue siendo la base
sobre la que descansa nuestra creencia en la ciencia.”
(Nietzsche, Friedrich 1882: Die fröhliche Wissenschaft)
“Una noche […] habíame acostado ya, y estaba en esa línea indecisa entre el sueño y la vigilia, que es la duermevela… cuando una voz que surgía de no sé dónde articuló con precisa claridad junto al oído estas dos palabras: ‘negro bembón’ ¿qué era aquello? Naturalmente no pude darme una respuesta satisfactoria, pero no dormí más. La frase, asistida de un ritmo especial, nuevo en mí, estúvome rondando el resto de la noche, cada vez más profunda e imperiosa: negro bembón, negro bembón, negro bembón… Me levanté temprano, y me puse a escribir. Como si recordara algo sabido alguna vez, hice de un tirón un poema …”
He aquí, nos cuenta el poeta, cómo en un estado de semiinconsciencia, de cuasi iluminación, fue llamado a escribir tal vez su obra más importante. Al levantarse escribió, casi de manera surrealista, en una especie de trance, el libro que inició el movimiento negrista cubano: Motivos de Son. Según voces defensoras de nuestra cultura occidental, tan segura de su secularidad, ésta logró superar formas de dilucidar y aprehender mundo, pertenecientes a un pasado arcaico y primitivo. Pues con la Modernidad traspasamos el umbral que separa lo mítico de lo racional. Sin embargo, la pervivencia de un gran número de mitos fundadores de nuestros saberes contemporáneos nos hace dudar de la veracidad de este cuento, que por moderno que sea, no deja de ser un mito.
Según nos cuentan, un sabio anciano de apariencia despistada, en uno de sus innumerables paseos por las calles de Siracusa, última colonia griega en el sur de la actual Italia que más tarde sucumbió a una segunda embestida colonizante – esta vez por parte del imperio romano –, cansado de tanto pensar, se fue a dar un baño. Allí se le encendió la vela a Arquímedes – pues todavía no disponían de la bombilla – y descubrió el principio de la hidrostática. Su famoso grito, ¡Eureka!, resume la incomprensible simplicidad de aquellos mitos que continúan alimentando la ciencia. Este despreocupado ‘genio’, luego de intuir la solución del enigma, saltó de la bañera y corrió desnudo por las calles de su vecindario, poseído por el entusiasmo de su idea.
Nietzsche cuenta que descubrió la idea del eterno retorno de Zaratustra en una de sus caminatas por Sils-María, frente a un enorme bloque piramidal cerca de Surlei:
He aquí me hallaba sentado, esperando, esperando, por nada en particular. Más allá del bien y del mal, disfrutando la luz, la sombra, deviniendo juego, lago, mediodía, pura temporalidad infinita. Ahí, ¡de repente, amigx! unx se convirtió en dos y Zaratustra me pasó por el lado…
El concepto le llegó como una idea que cae de arriba, en forma de visión, en los primeros días de agosto de 1881: “a 6000 pies sobre el nivel del mar y, mucho más alto, por encima de todas las cuestiones humanas «.
El padre del racionalismo moderno no se quedó atrás. Se cuenta que en el invierno de 1619, poco después de visitar al astrónomo Tycho Brahe en Praga y a Johannes Kepler en Regensburgo, René Descartes, entonces aprendiz de filósofo, se convenció de que debía existir «un método universal para explorar la verdad» y que él era la persona llamada a encontrarlo. Según su biógrafo, Adrien Baillet, la noche del domingo 11 al lunes 12 de noviembre del mismo año, estando estacionado como soldado en Neoburgo, Alemania, tuvo tres sueños claves que lo confrontaron con la idea que entonces utilizó como punto de partida de sus deducciones y que, más tarde, se convertiría en la piedra angular no sólo de sus Meditaciones Metafísicas, sino que de la filosofía moderna occidental: la duda metódica. En 1620 Descartes terminó su carrera como soldado. Se cuenta que hizo una peregrinación a Loreto para agradecerle a la Virgen María su ‘visión’.
Los episodios que les quiero contar también dan cuenta, a su manera, de esas semillas mítico-fundadoras que continúan germinando en el terreno fértil de una cultura no tan secularizada como pretende. Se trata de sucesos verídicos vividos por mí hace unos años como parte de mi labor como periodista.
En aquella lluviosa tarde de mayo me sorprendió la llamada, como a quien espera las buenas nuevas y no percibe su llegada; como a aquel que, tras olvidar haber jugado, le anuncian su ganancia. La voz me era desconocida; de tono formal y ductus determinante – como de alguien acostumbrado a dar órdenes –, aunque algo nervioso. Fue breve y preciso. Me pidió que lo escuchara con mucha atención y sin interrumpirlo, pues no pensaba repetir su mensaje y, luego de terminar, no volvería a contactarme. Agregó que confiaba en mi integridad y profesionalidad como periodista, como para compartir conmigo su secreto. Esperaba que investigara a fondo todo detalle relacionado al caso, antes de arriesgar una publicación. Pues, si rompía con la implícita cláusula de discreción que impone la pertenencia a un grupo, lo hacía arriesgándose a perderlo todo. Aun así, asumía ese riesgo, pues se lo exigían sus convicciones éticas. Añadió que no tenía sentido dejar rastrear la llamada, ya que, para asegurarse de su anonimato, se comunicaba desde una cabina telefónica.
De inmediato aseguró: ―Poseo información privilegiada, según la cual un museo de una ciudad alemana recibió una donación anónima proveniente de Salzburgo. Añadió: ―La situación es sumamente delicada, pues sospecho que el donante es un dudoso coleccionista de obras de arte que vive en Múnich, con una segunda residencia en Austria. Se trata de una mesa antigua muy valiosa, probablemente expropiada a una familia judía durante la II Guerra Mundial; no es nada menos que la mesa del “árbol del conocimiento”. Al preguntarle por qué la llamaba así, me ignoró. Finalmente, luego de describir vagamente el lugar donde se encontraba la mesa – una bóveda en un museo en Bremen, cuyo nombre no quiso mencionar –, y de recomendarme leer los periódicos para corroborar quién era la persona, me agradeció haberle prestado atención, se despidió cortésmente y colgó. No delató el nombre del donante.
No tuve tiempo para reaccionar. Sólo murmuré: ―¡ajá!, y repetí: ―… la mesa del árbol del conocimiento. Me vino a la cabeza aquella misteriosa y vieja mesa redonda, de tres patas, hecha de madera de manzano, sacada de una buhardilla e infestada por los espíritus, tan genialmente descrita por Melville en 1856 en The Apple-Tree Table, or Original Spiritual Manifestation. Sin darle mucha importancia a la breve conversación con el misterioso informante continué mi rutinaria tarde. Cené y corregí un bosquejo de un artículo sobre el melicoccus bejigatus, piedras renales y sus terribles tormentos, que redactaba para la revista en la que trabajo. Luego de disfrutar una copa de vino, escuchando música, me duché y me fui a la cama.
Al otro día me levanté temprano para terminar el texto que me ocupaba. Ya que primero quería desayunar, salí a la calle. Al pasar por el quiosco, ubicado entre el apartamento donde vivo y mi cafetería favorita, luego de saludar al vendedor, compré el periódico para acompañar el desayuno, y proseguí mi camino. Llegué, saludé, me senté, pedí lo de siempre y le di una fugaz ojeada a los titulares de la primera plana. Y allí, escrito en letras grandes, pude leer: “El coleccionista alemán Gurlitt tenía 60 cuadros más en Salzburgo: el anciano ha confesado tener lienzos de Monet, Renoir y Picasso, entre otros, en su vivienda de Austria”. De inmediato pensé que podría tratarse de la misma historia que me había anunciado el informante la tarde anterior. La conocía muy bien. Dado lo espectacular del caso, había recibido una amplia cobertura, tanto en la prensa nacional como en la internacional.
Tres meses antes, el 13 de noviembre de 2013, la revista de periodismo investigativo Focus había hecho público el sensacional y escandaloso caso. El 22 de septiembre de 2010 oficiales de aduana sospecharon de un octogenario que llevaba consigo 18 billetes de €500,00 en sus bolsillos. Viajaba en un tren de Zúrich a la capital bávara. En febrero de 2012 funcionarios del Ministerio de Finanzas, junto a policías, ejecutaron una orden de allanamiento en su apartamento en Múnich, emitida un año antes por un tribunal alemán. Fueron sorprendidos por un tesoro: 1500 obras realizadas por algunos de los más importantes artistas de la historia del arte europeo hasta mediados del siglo XX. La colección consta mayormente de pinturas y dibujos pertenecientes a la vanguardia del período entreguerras, que el régimen nazi calificaba como arte degenerado, así como esculturas y otros objetos de arte provenientes de siglos anteriores y diversos lugares de Europa. Incluye lienzos de Pablo Picasso, Emil Nolde, Henri Matisse, Max Beckmann, Max Liebermann, así como una escultura de Auguste Rodin de 1882 y otra de Edgar Degas. Además, contiene un cuadro pintado por Albrecht Dürer (Alberto Durero) en 1513 y otros trabajos de Françoise Boucher realizados en el siglo XVIII o una pintura de Lucas Cranach der Jüngere (Lucas Cranach el Joven) de 1540. Según una estimación que entonces hizo la revista, la colección tiene un valor de unos mil millones de euros. Sin embargo, al momento de la publicación, no se descartaba la posibilidad de que incluyera otros objetos aún no encontrados. Muchos de los trabajos fueron confiscados o robados por los nazis en los años treinta y cuarenta del siglo pasado. El anciano los recibió como parte de su herencia. Su padre, Hildebrand Gurlitt, fue un importante marchante de arte durante el régimen nazi.
Nunca sabremos si Gurlitt alguna vez leyó los cuentos del detective Dupin, creado por Poe en 1841, cuando decidió que la mejor protección para su preciado tesoro era dejarlo en un apartamento normal, común y corriente, de fácil acceso a visitantes intempestivos o ladrones. La carta robada del cuento del inventor de la novela policiaca no pudo ser encontrada por la policía; precisamente porque estaba a la vista de todos; una más entre tantas otras. Igual sucedió con la colección del anciano. Permaneció más de medio siglo perfectamente camuflada. Sin blindaje o sistema de alarma alguno, se mantuvo resguardada por la transparencia, aparentemente inocente, de su obvia presencia y el anonimato de su dueño.
Unos 30 agentes registraron la vivienda y confiscaron las piezas. El proceso duró varios días y el anciano no opuso resistencia. Según Focus, sólo se quejó, diciendo con intuición profética: “los forasteros – así llama a los funcionarios – se podrían haber ahorrado todo el esfuerzo, pues, estoy a punto de morirme”. Gurlitt nunca trabajó. Se mantuvo con el dinero obtenido de la venta en dosis homeopáticas de su tesoro.
Si bien la historia de Cornelius Gurlitt podría haber surgido de la pluma de un escritor fantástico borgeano, la biografía de su padre, de intentar redactarse como ficción, rebasaría los límites de verosimilitud a ser respetados por toda buena literatura. Hildebrand Gurlitt nació en 1895 en Dresde, en una familia a cuyo domicilio continuamente entraban y salían importantes pintores de la época. Participó como voluntario en la I Guerra Mundial. Al regresar, frustrado por tanta sangre vertida, estudió en Frankfurt Historia del Arte. En 1930 se trasladó a Hamburgo. Había sido cesado de su puesto como director del museo de la ciudad alemana oriental Zwickau por ser considerado defensor del arte moderno vanguardista y por su proveniencia. En la ciudad norteña fue nombrado director de la pinacoteca. Allí su suerte no duró mucho. Por motivos antisemitas, debido a sus antepasados judíos, lo volvieron a despedir.
Con el transcurrir del tiempo comenzó a trabajar como marchante y abrió una galería. El arte moderno, que hasta entonces había apoyado, pasó a ser un negocio arriesgado. Por eso inició negocios de compra y venta de piezas antiguas. Compraba arte de personas perseguidas, principalmente judíos. Vendían sus obras por obligación, a precios irrisorios, para abandonar Alemania o sencillamente para alimentar a sus familias, luego de haber perdido sus trabajos. Gurlitt comenzó a comprar arte expoliado por la Gestapo y, con el paso del tiempo, se convirtió en el marchante oficial del Reich de “arte degenerado”; obras rechazadas por los nazis. Por sus conexiones con personajes turbios del mundo artístico, informantes y otros marchantes, pero, sobre todo, por disponer de enormes fondos financieros que le asignó el régimen, se convirtió en un hombre muy solicitado. Durante los primeros años de la II Guerra Mundial expandió su campo de operaciones, incluyendo a otros países del centro y norte de Europa en su negocio. Permaneció en la ciudad hanseática hasta 1942, cuando perdió su galería por el bombardeo de los Aliados a la ciudad.
Terminada la guerra, los estadounidenses sometieron a Gurlitt a arresto domiciliario en el castillo de Aschbach, al norte de Baviera. Allí fue interrogado tres días por los monument men, un grupo de especialistas norteamericanos encargados de preservar el patrimonio artístico europeo durante la II Guerra Mundial. Sus declaraciones apenas ayudan, al intentar describir el gran dilema que marcó su vida. Manifestó: “a partir de 1933, luego de haber sido clasificado como “mestizo”, o bien, “cuarto de judío” por los nazis, a causa de mi abuela, en el “mejor” de los casos, corría el riesgo de ser reclutado para realizar trabajos forzados en la Organización Todt, un grupo civil y militar de ingeniería del Tercer Reich. En el peor, temía que me ejecutaran”. Ante esa encrucijada, en la que según dijo: “tuve que elegir entre la guerra y el trabajo para los museos”, decidió colaborar con el régimen que asesinó a unos seis millones de compatriotas de su abuela.
En 1948 su arresto domiciliario llegó a su término. En enero se trasladó a Dusseldorf. Poco después asumió el cargo de director del museo de arte de la ciudad. En 1950 el archivo de propiedades requisadas en Wiesbaden –el Punto de Recogida Central– le devolvió las 140 obras que le habían confiscado, sin saber que Gurlitt había ocultado otros objetos, que eran parte de la colección, en un viejo molino de agua. A partir de entonces su identidad anterior se convirtió en algo tan lejano que parecía ser parte de la biografía de otra persona. Logró su plena reintegración a una sociedad que lo trató como un miembro más, digno de ser respetado por todos, pues había sido absuelto de los cargos que lo acusaban de haber quebrantado estipulaciones legales. Si su conducta fue regida por parámetros éticos o no, no le interesó a los que lo absolvieron.
Hildebrand Gurlitt falleció en 1956, víctima de un accidente automovilístico. Apenas un año antes de su muerte redactó un texto de seis páginas sobre la historia de su colección. Fue escrito para servir de prólogo al catálogo de una exposición. Sin embargo, “por varias razones” nunca fue publicado. Así se expresó en una carta en noviembre de 1955. El manuscrito permaneció olvidado durante décadas en el depósito del archivo estatal de la ciudad de Dusseldorf. Allí se autodescribe como “un hombre escéptico de la política”; alguien para el que “sólo el arte le era importante”. En el documento del archivo falta una página –la quinta–, en la que por lo visto, Gurlitt describe su tiempo como marchante al servicio de los nazis. A principios de los 1960 su viuda, Helene, se fue a vivir a Múnich con sus dos hijos Benita y Cornelius. La hija falleció un año antes del acontecimiento en la frontera protagonizado por su hermano. En Schwabing, uno de los barrios más exclusivos de la ciudad, adquirió los dos apartamentos en los que los agentes de aduana encontraron el tesoro, cuya protección se convirtió en la única tarea a la que su hijo Cornelius le dedicó toda su vida.
Luego de revisar en los archivos de nuestra revista toda la información disponible sobre Cornelius Gurlitt y sus antecedentes, cuyo resumen acabo de presentar, movido por la curiosidad y el deseo de superar la cobertura hecha por la revista con la que compartimos nuestro mercado de lectores, decidí examinar detenidamente el caso. Pues encontré indicios que apoyaban la tácita tesis de mi informante anónimo, según la cual el donante de la mesa en Bremen era el octogenario. Según las fuentes consultadas, en visitas posteriores a la propiedad de Gurlitt en Salzburgo, los días 24 y 28 de febrero de 2014, fueron encontradas una cantidad no insignificante de obras de arte “en una parte previamente inaccesible de la casa antigua”. Y el 26 de marzo del mismo año, Christoph Edel, el tutor legal que la fiscalía de Augsburgo le asignó a Gurlitt, anunció que la colección de Salzburgo constaba no sólo de 60, sino de 238 piezas.
Finalmente decidí conducir la pesquisa por medio de una doble estrategia. Por un lado, contactaría al Sr. Gurlitt para asegurarme de que él realmente era el donante. Por el otro, para saber a qué se había referido el informante anónimo, al mencionar la tal “mesa del árbol del conocimiento”, y constatar si realmente existía, buscaría el museo que supuestamente recibió la donación. Comencé la investigación intentando localizar la institución que presuntamente la había obtenido. Contacté por correo electrónico a todos los museos en Bremen de los que sospechaba que uno de ellos podía haber sido el que recibió la singular donación. Les comuniqué que tenía información fidedigna sobre la existencia de la mesa y su donación al museo; lo que no era cierto. Esperé dos semanas hasta que finalmente un museo reaccionó: el Museo de Ultramar.
Ubicado en el centro de la ciudad, justo al lado de la estación central de trenes, es uno de los más importantes de la región. Tiene más de 100 años de antigüedad. Desde 1993 el edificio que lo alberga está incluido en la lista de monumentos protegidos como parte del patrimonio nacional. Aloja una exposición integrada en la que se incluye la tematización de la naturaleza, la cultura y el comercio y se tematizan diversas formas de vivir en ultramar. La colección del museo consta de exposiciones permanentes sobre Asia, Oceanía, América, África y otros temas relacionados a la globalización.
Luego de que la dirección del museo se cercioró de que realmente era periodista de Der Spiegel, me invitaron a visitarlos para aclarar la situación. Quedamos en encontrarnos en la entrada del edificio al otro día, temprano en la mañana, antes de abrir. La doctora Wernicke Arnold, directora de la institución, etnóloga y profesora en la facultad de Bellas Artes de la Universidad de Bremen, me recibió junto a miembros de la junta directiva. No obstante, la única persona que se expresó fue ella. Me sorprendió por su forma serena y directa de abordar la situación. Fue al grano. Me indicó: ―Efectivamente hemos recibido una donación de Salzburgo. Me mostró documentos que aseguraba: ―evidencian que el procedimiento de traspaso de derechos cumple con todos los requisitos estipulados por la ley. Uno de los miembros de la junta me dio a ver un recibo que documentaba el pago de los derechos de aduana exigidos por cruzar la frontera entre Austria y Alemania. La señora Arnold añadió: ―Acuerdos convenidos con los abogados del donante nos prohíben mencionar su nombre. Al preguntarle: ―¿Por qué no exhiben la mesa?, me contestó: ―Todavía no se ha concluido la investigación rutinaria que realiza el museo para determinar su exacta procedencia y precisar su importancia histórica, tal y como acostumbramos hacer con todos los objetos adquiridos por el museo. Le mencioné: ―Según mis informaciones, se trata de “la mesa del árbol del conocimiento”. Entonces le pregunté: ―¿Qué significa ese apelativo tan enigmático? Como reacción sólo sonrió y repitió sus explicaciones anteriores sobre la inconclusa pesquisa. Finalmente, luego de ordenarle a dos guardias de seguridad que me revisaran para asegurarse de que no escondía algún aparato fotográfico, me condujeron, escalera abajo, a la bóveda del museo donde se encontraba el objeto que nos había reunido.
Al final de un pasillo que parecía interminable, se ubicaba la habitación que guardaba el preciado objeto. Antes de abrir la puerta, en una antecámara, nos vestimos con una bata, una máscara que nos cubrió la boca y parte de la nariz, un gorro y guantes, todo esterilizado; indumentaria similar a la usada por los cirujanos o los técnicos criminalistas al realizar sus tareas. Se me prohibió tocar el objeto. Entramos y allí estaba en medio del salón: una antigua mesa con doce sillas en diseño nórdico, de construcción artesanal. Hecha de madera maciza de un árbol de manzano con tope de acabado natural sin barnizar. Su tablero, sostenido por cuatro patas rectangulares, es de forma ovalada y extensible. Este tipo de mesa, diseñada en estilo Hall chair, fue muy utilizada en Inglaterra entre los siglos xviii y xix. En la superficie inferior del tablero la mesa lleva una inscripción con la fecha de su construcción (1816) y el nombre del ebanista, Thomas Johnson, un escultor y proyectista de muebles en aquel entonces ubicado en Londres, probablemente el mayor exponente del Rococó inglés. Johnson trabajó para Lord Brownlow, propietario de la casa Belton. Las sillas, de cuatro patas torneadas en forma cilíndrica, no tienen brazos. Su respaldo es de madera maciza, con dos travesaños horizontales. El espacio entre éstos, también de madera, está decorado profusamente con labores de talla con composiciones de motivos florales, similares a las de un manzano, y formas esculturales simétricas, inspiradas por la arquitectura italiana. Son de asiento rectangular tapizado con piel fina.
Permanecimos en la sala una buena hora. Luego de haberme mostrado la mesa, me pidieron: ―Antes de publicar sus informaciones, por favor, espere hasta que nuestros expertos concluyan las labores investigativas pertinentes. Y me propusieron: ―Compartamos nuestras informaciones actuales y futuras, así podremos complementar nuestros trabajos y lograremos que el caso se trate con la debida seriedad. Les aseguré: ―Así lo haré y espero que cumplan con su parte. Me despedí y me fui a mi oficina.
Unos días más tarde inicié la segunda fase de la investigación. Para asegurarme de que el donante realmente era el Sr. Gurlitt, lo contacté y le pedí una entrevista. Temiendo que fuera a negarse, no le mencioné la mesa. Intenté ganar su simpatía indicándole: ―Luego de haber leído lo que me parecen interpretaciones parcializadas del caso, y de haberme enterado de su rechazo a la forma en que ha sido presentada la biografía de su padre, le ofrezco la oportunidad de, por medio de una entrevista, corregir las informaciones erróneas. Así podrá hacerle justicia a su familia, al asumir posición en el asunto, antes de que nuestro semanario publique la información. Luego de varias llamadas telefónicas con su representante legal y de haber ganado su confianza, asintió a ser entrevistado y propuso: ―¿Por qué no se queda en el apartamento de al lado? También me pertenece. Así lograremos trabajar de forma rápida y efectiva. Me tomé un tiempo para reflexionar si era correcto hacerlo. Pues temía arriesgar mi independencia de criterio, o sea, mi capacidad de enfrentar el caso con la debida distancia crítica que le corresponde a todo trabajo de periodismo serio. Finalmente decidí aceptar su invitación y permanecí cuatro días en su vivienda, sin saber hasta cuándo podría entrevistarlo, pues no fijó el final de la misma.
El día acordado llegué a su casa temprano. Luego de activar el timbre de su puerta, me abrió y me invitó a entrar. Me preguntó si quería una taza de café o de té. De inmediato comenzamos a trabajar en el comedor. Cornelius Gurlitt parece vivir atrapado en otro tiempo. Su mundo se mueve lentamente; espacio cubierto por una manta de silencio. Dejó de mirar televisión en 1963, cuando en Alemania surgió un segundo canal. Con meses de anticipación acostumbra reservar por carta la habitación de hotel en el que pernocta cuando va al médico, cada tres meses. El consultorio está a 100 kilómetros de su casa. La carta la escribe en una máquina de escribir, la firma con bolígrafo y pide un taxi para que lo recoja. Le extraña que haya teléfonos que muestran el número de la persona que llama. Le consta que el internet existe, pero nunca lo ha usado. Su vida sólo la ha compartido con sus pinturas y otros objetos de arte. Gran parte de sus experiencias las ha ‘hecho’ a través de la lectura de libros; no tiene contacto personal con nadie. Al comentar el cuento de Kafka “En la colonia penitenciaria”, en el que se cuenta la historia de un explorador en una isla remota, que es tratado de forma similar a como se trata a convictos que no reconocen su crimen y son torturados y asesinados, opinó: ―Mi situación, luego de que los agentes vaciaran mi apartamento, es igual de trágica. El anciano añadió: ―No entiendo qué quieren los periodistas frente a mi casa y la gente en general, las pinturas todavía están en la fiscalía. Si quieren verlas o saber algo de ellas sencillamente tienen que ir a la oficina del fiscal. Dispongo de muchas informaciones sobre su historia, pero no se las contaré a nadie. Es como una relación amorosa que merece ser protegida. Al preguntarle si alguna vez se había enamorado de un ser humano, sonrió entre dientes y balbuceó: ―¡Oh, no!, nunca en mi vida he amado otra cosa que no sean mis pinturas. Según Gurlitt: ―Ya he vivido muchas despedidas más o menos dolorosas: la muerte de mi padre en un accidente automovilístico, la muerte de mi madre o el cáncer de mi hermana. Sin embargo, lo más doloroso fue separarme de mi colección. Añadió: ―Espero que todo se aclare rápidamente y finalmente recupere mis obras. Esa frase la repetirá una y otra vez durante los cuatro días de la entrevista.
Cornelius Gurlitt, luego de abandonar la casa de sus padres, se fue a vivir con su hermana. Más tarde regresó a la casa de su madre. En todos los lugares donde vivió mantuvo una existencia fantasmagórica. A pesar de ser un hombre educado no dejaba entrar a nadie a su apartamento. Consideraba que sólo así podría proteger su colección de la vista codiciosa de extraños. Ahora que había sido liberado de la aislante cárcel de su anonimato, se encontraba en pleno centro de la atención pública. La biografía de este heredero de un tesoro de dudosa proveniencia esta imbricada – de forma muy particular – con la historia alemana. Merece ser revisada críticamente. Aún más al constatar que, aunque Gurlitt debería asumir la responsabilidad que le imponen los hechos, le resulta prácticamente imposible hacerlo, ya que, hasta allí, aparte de proteger la colección heredada, nunca en su vida había asumido obligación alguna.
Luego de haber convivido con él tres días, aunque no me hice de la ilusión de poder ganarme su simpatía, ni mucho menos su confianza, decidí comenzar a hacerle preguntas que nos condujeran a mi meta: saber si era el donante de la mesa del “árbol del conocimiento”, y sobre todo, enterarme de por qué llevaba ese misterioso nombre. Pues temía no disponer de mucho más tiempo. Entonces le pregunté: ―¿Cómo fue posible que los agentes de aduana le encontraron la cantidad de dinero en efectivo indicado en la prensa? Sospechaba que el dinero provenía de la venta de alguno de los objetos guardados en su residencia en Salzburgo, lugar de donde supuestamente provenía la mesa. Su respuesta me sorprendió. Mostró su incapacidad de asumir la responsabilidad que requería la situación: ―Cuando pienso en el incidente en la frontera todavía me causa mucho enfado. Hace unos 20 años vendí un objeto de mi colección en Salzburgo y deposité allí el dinero en una cuenta bancaria. El marchante que se ocupó de la venta también organizó el transporte. Yo no tuve nada que ver con eso. Nunca he traído algo ilegal de otro país sin pagar los impuestos de aduana al pasar la frontera. Agregó: ―La Deutsche Bahn (la empresa de trenes alemana) me debió haber informado que la policía de aduana no sólo inspecciona trenes buscando bienes materiales, sino también pasajeros que llevan dinero en efectivo. Y concluyó: ―De haberlo sabido nunca habría subido a aquel tren.
Con esta declaración no hacía claro si se arrepentía de haber cruzado la frontera con una cantidad de dinero no insignificante sin declararlo, o si sencillamente estaba molesto porque lo habían agarrado infringiendo la ley y aun así acusaba a otros de ser responsables de la situación, es decir, de su comportamiento. Aprovechando que por vez primera parecía haber perdido el control sobre sus emociones, le inquirí: ―La lucrativa venta de la mesa, ¿tuvo lugar en Salzburgo o en Bremen? y el proceso, ¿también fue realizado por intermediarios? Mi intención era provocarlo para que admitiera estar vinculado al caso que me interesaba. Sin notar que hasta ese momento no habíamos hablado sobre mesa alguna, me increpó: ―¡Nunca he querido ni obtenido nada del Estado alemán! Añadió: ―¡No he recibido ni acaso diez céntimos de ayuda financiera y siempre he pagado los impuestos a la propiedad puntualmente! ¡No he tenido nunca nada que ver con las autoridades alemanas! ¡No recibo pensión y nunca en mi vida he tenido seguro de salud! ¡Todo lo pago de mi bolsillo! Finalizó admitiendo, sin pensarlo: ―¡Doné la mesa y no cobré ni un céntimo por ella!
Luego de notar lo que en su enfado había dicho, se tranquilizó y permaneció callado varios minutos. Yo hice lo mismo. Había desahogado su rabia, parecía aliviado, libre del peso bajo el que se siente quien oculta algo y lucha por contenerse. Entonces le informé sobre mis contactos con el museo y nuestra colaboración. Le aclaré: ―Para el museo es imprescindible conocer la procedencia exacta del objeto, pues sólo así pueden exhibirlo. Hasta ahora no lo han podido hacer. Se sorprendió. Parecía estar confundido. Me pidió: ―Lo siento, interrumpamos la entrevista hasta mañana. Finalmente me recomendó: ―Prepare bien sus preguntas, ya que será el último día. Además, me prometió: ―Las contestaré con la mayor precisión y veracidad posible.
Esa tarde salí a dar un paseo por un parque cercano para aclarar mis pensamientos y relajarme. Antes de regresar cené y tomé unas copas en un restaurante. Una vez en el apartamento, luego de ducharme, me fui a la cama con el propósito de levantarme temprano. Ya tenía listo un amplio catálogo de preguntas para el otro día. Sabía que iba a ser decisivo en la investigación. Al despertarme me levanté y realicé las tareas de aseo personal, desayuné y comencé a revisar las preguntas formuladas. Eliminé algunas y añadí otras, cuya necesidad había surgido a partir de la última conversación.
Habíamos quedado a las 9:00 de la mañana. Crucé el pasillo que separaba mi apartamento del suyo y toqué el timbre. El anciano abrió la puerta, nos saludamos y lo seguí. Esta vez fue directo a la sala. No hubo ni té ni café. Sobre la mesa había colocado varios documentos, lo que hasta entonces no había hecho. Tomó unos en sus manos y me explicó: ―Quizás por el hecho de que una y otra vez tuvimos que mudarnos, a causa de los puestos de trabajo cambiantes de mi padre, desde muy joven me dediqué a archivar informaciones relacionadas a la familia. Como parte de esa labor planeo ir a Dresde luego de tanto tiempo. Quiero solicitar el certificado de bautismo de mi padre para mi archivo privado. Considero necesario y digno de esfuerzo mantener viva la memoria de los antepasados para fortalecer los lazos familiares. Precisamente de ese archivo le envié al fiscal fotos del domicilio de mis padres quemado en Dresde. Y también incluí artículos de periódicos antiguos para demostrar el odio contra mi padre que llevó a su caída.
Antes de mostrarme los documentos que sostenía en sus manos me preguntó: ―¿Conoce el prólogo del catálogo de la exhibición de la colección de mi padre en 1955 en Dusseldorf? Le respondí: ―Sí, lo conozco y sé que está incompleto, pues la página cinco desapareció misteriosamente. Entonces sin comentar nada me pasó dos hojas. Me dijo: ―Lo dejaré solo por una hora. Cuando regrese espero encontrar todo en su sitio, inclusive la llave del apartamento de al lado. Se despidió cortésmente y abandonó la sala. No le pude hacer ninguna de las preguntas que con tanto esmero había preparado.
Para mi asombro, al revisar los documentos, de inmediato pude identificar la desaparecida quinta página del catálogo del museo en Dusseldorf. Pues, al igual que las otras que había visto, en su parte inferior derecha llevaba las siglas del museo y el nombre: Dr. H. Gurlitt. La otra hoja era una breve carta, o más bien, nota, dirigida a Helene Gurlitt en noviembre de 1955. En ella indicaba la existencia del otro documento en el archivo en Dusseldorf. Informaba que la página cinco contenía ciertas informaciones comprometedoras sobre su tiempo como marchante al servicio del régimen nazi. Añadía: “lamento haber escrito esta lúgubre página”. Finalmente mencionaba: “dicha hoja contiene una descripción de cómo adquirí una mesa de incalculable valor que ustedes, sin saberlo, poseen”. La llamó: “la mesa del árbol del conocimiento”. Recomendó / urgió: “recuperen el documento o, por lo menos, ocúpense de que la página desaparezca. Sólo así evitarán que las rapiñas del Estado se apoderen de nuestra mesa.”
Sin perder tiempo leí la misteriosa página 5. Como ya había indicado Hildebrand Gurlitt en su nota a la familia, en la página se autoincriminaba como marchante al servicio de los nazis. Sin embargo, intentaba justificar su cooperación presentando sus actividades como un acto heroico: “Me sacrifiqué para salvar obras de arte que de otra forma hubieran sido destruidas por el régimen”. A pesar de cuán escandalosas y reveladoras eran estas informaciones, lo que más me interesaba, para poder completar mi investigación, eran las indicaciones que contenía el documento sobre la mencionada mesa.
El reaparecido papel indicaba que la mesa “había sido expropiada a un emigrante judío, residente en Bornholm. Se había dedicado a la venta de antigüedades coleccionadas a través de los años”. La isla, ubicada en el Mar Báltico, pertenece a Dinamarca. Fue invadida por el ejército alemán el 10 de abril de 1940. La mantuvieron ocupada hasta el 9 de mayo de 1945. Durante la guerra Bornholm fue un punto de tránsito para refugiados que allí llegaban de Copenhague por medio del contrabando. La resistencia y los campesinos los escondían, para luego llevarlos a Suecia, país neutral. Éstos, a cambio, recibían armas contrabandeadas para el movimiento de resistencia en Copenhague.
Según el documento, se aseguraba que la mesa “era uno de los muebles que fueron construidos de la madera del árbol del cual cayó la famosa ‘manzana del conocimiento’ que pretendidamente iluminó a Newton”. De ahí que debía ser considerada como parte del mito fundador de la teoría de la gravedad por éste desarrollada. El joven Isaac Newton, que en ese tiempo estudiaba en la Universidad de Cambridge en Londres, abandonó voluntariamente la ciudad y se autoimpuso un periodo de cuarentena de casi dos años, huyéndole a la amenaza mortal de la epidemia que más tarde fue conocida como la Gran peste de Londres. Sucedió entre los años 1665 y 1666 y acabó con la vida de casi 100.000 personas en Inglaterra y más de una quinta parte de la población de Londres. Newton se recluyó en Woolsthorpe. Esos años, en los que la universidad seguía cerrada, los dedicó a la investigación y enriquecimiento cultural de manera autodidacta. El confinamiento, inducido por la Gran Peste, posibilitó una de las mayores aportaciones científicas de la historia de la humanidad.
Por medio de mis investigaciones posteriores logré acumular las siguientes informaciones. Complementan lo indicado en la notoria página 5 del catálogo del museo de Dusseldorf. Aunque sus versiones divergen, efectivamente varias fuentes confirman la existencia del llamado árbol del conocimiento: “The Newton’s Apple Tree”, de H. J. Haddow, NPL Historical note No 6 (1970),
“The History of Newton’s Apple Tree”, R. G. Keesing, Contemporary Physics 39: 377-391 (1998),
“The Isaac Newton’s Apple”, T. N. Hoblyn, East Malling Research Station (1955). Según algunas de ellas, el manzano sobrevivió en la casa Belton hasta 1814, cuando, se dice, cedió a las fuerzas de una violenta tormenta. Parte de la madera fue entonces utilizada para construir muebles. Lord Brownlow, propietario de la casa, proveyó a la East Mattine Research Station con un retoño del árbol. Actualmente existen docenas de clones del mismo plantados en los jardines de distintas facultades de física de todo el mundo.
El Instituto Balseiro, ubicado en el Centro Atómico Bariloche en Argentina, asegura estar en posesión de un árbol hermano del auténtico manzano de donde cayó la iluminadora fruta. Uno de los profesores – experto en matemáticas de las epidemias – relacionado a tan prestigiosa institución de educación e investigación racional y científica invita: “quienes quieran experimentar inspiraciones similares (a la de Newton)”, deberían visitar “la plaza frente a la biblioteca …, donde un retoño traído de la finca de la familia Newton, se llena de ricas manzanas (casi) todos los años”. Advierte, en tono consolante, a aquellos incapaces de recibir el mensaje de las musas, que: “pueden comerse una manzana, sino inspiradora, al menos histórica”. A esto añade otro amante de la razón pura y de la ironía: “… a lo mejor habría que poner debajo de esas manzanas a los buscadores del bosón de Higgs, a los que tratan de descifrar el misterio de la materia y la energía oscuras, a los que buscan la teoría del todo. ¿Será este arbolito algo así como el pulpo Paul de la ciencia?”.
Según otra de las fuentes consultadas, existen otros retoños del árbol provenientes de dos linajes: el de la Casa Belton, vía la East Malling Research Station, y el de Kew Gardens. Allí fue llevado un retoño directamente del árbol de Woolsthorpe Manor. Todos ellos han sido declarados idénticos (clones, vegetalmente hablando) por los expertos manzanólogos. Hay árboles de Newton en el Laboratorio TANDAR y en la Sede Central de la CNEA en Buenos Aires (hermanitos del de Bariloche), en el National Bureau of Standards en Washington, el National Research Council en Ottawa, el Dominion Physical Laboratory en Nueva Zelanda, el Queen’s y el Trinity College de Cambridge, el National Physical Laboratory en Londres y en el Departamento de Física de la Universidad de York. Y, por supuesto, en muchos otros lugares del mundo.
Una tercera fuente aclara: “Desde tiempos de Newton la gente de Woolsthorpe les mostraba a los visitantes curiosos EL árbol: un manzano en el jardín de Woolsthorpe Manor. … La tradición se mantuvo durante más de un siglo, hasta que el añoso manzano fue arrancado por una fuerte tormenta en 1814. Para preservarlo se cortó un gajo y se lo plantó en casa de Lord Brownlow en Belton.” Como habíamos indicado anteriormente, en este lugar trabajó el ebanista y proyectista de muebles, cuyo nombre aparece inscrito en la mesa heredada por Cornelius Gurlitt. Según esta versión: “Alguien trajo un serrucho y cortó unas ramas, cuya madera otros vecinos conservaron para la posteridad (hicieron incluso un juego de mesa con sillas). Pero el árbol no murió …. desde esa fecha hasta la actualidad el árbol siguió existiendo y hoy en día puede visitarse en el jardín de Woolsthorpe Manor, convertida en museo.” El manzano inclusive puede ser visto desde cualquier parte del mundo, por efecto mágico del desarrollo técnico, gracias a Google Streets. Lleva un cartel con la siguiente, venerable inscripción: “The Tree Council, in celebration of the Golden Jubilee of Her Majesty Queen Elizabeth II, has designated Newton’s Apple Tree one of the Fifty Great British Trees in recognition of its place in the national heritage. June 2002.”
En marzo de 2014 Cornelius Gurlitt expresó su intención de devolver todos los cuadros de su colección que fueron robados por los nazis a sus propietarios judíos. Un mes más tarde el gobierno alemán formó una comisión de expertos para determinar qué obras son de su legítima propiedad y cuáles habría que devolver. El 6 de mayo de 2014 falleció Gurlitt, a la edad de 81 años, en su residencia en Múnich. Legó todas las piezas de arte, que un comité de expertos considere legítimas, al Museo de Arte de Berna. El 14 de enero de 2016 la comisión de expertos concluyó dos años de trabajo dejando muchas interrogantes sin resolver.
Por su parte, la mesa del “árbol del conocimiento” sigue guardada en la bóveda subterránea en el Museo Ultramarino en Bremen. Como tantas otras reliquias o mitos fundadores de los sacrosantos dogmas de nuestra tan secular cultura, no es de libre acceso.
Posfacio de la editora, Baronesa Ana von Zumpe viuda de Bubis, a la segunda edición: acotaciones sobre el autor, la obra y su recepción en Alemania
“Crónica real y verdadera de la mesa del árbol del conocimiento” es la versión española de un texto escrito originalmente en alemán. La traducción fue realizada por F. Amalfitano González, traductor de una de las novelas más importantes del autor. La misma fue premiada en la Feria del Libro en Barcelona, según el jurado, “por su excelente precisión y elegancia”. Se trata de un escrito póstumo del escritor alemán Hans Reiter (1920 – 2016), quien publicó gran parte de su obra bajo el seudónimo Benno von Archimboldi. Si bien hasta ahora se desconocía la razón por la que al firmar este ‘relato’ utilizó otro seudónimo, aquí la develamos. En una carta personal póstuma, que nos llegó por medio del representante legal de su hermana, indica el autor que había cambiado su seudónimo para “volver a poder disfrutar de las ventajas del (tan apreciado) anonimato” (correspondencia personal, inédito), luego de que Archimboldi ya no le sirviera para ese propósito.
De los escasos datos biográficos documentables que existen, sabemos que Hans Reiter nació en 1920, en un pueblo prusiano, en el seno de una familia humilde. Tuvo una hermana 10 años menor que él llamada Lotte Reiter. Luego de haberse visto obligado a participar en la Segunda Guerra Mundial y de haber sido capturado y hecho prisionero de guerra, al ésta finalizar se trasladó a Colonia, donde comenzó su carrera como escritor. Tras mudarse varias veces y luego de haber desaparecido por un periodo de 10 años en el que probablemente estuvo en Italia, reapareció y reanudó el envío de sus manuscritos a nuestra editorial en Hamburgo.
Para lograr una comprensión de la recepción de sus escritos adecuada a los criterios científicos metodológicos e historiográficos actuales que provee la filología, es imprescindible tomar en consideración lo siguiente. La historia de la recepción de la obra archimboldiana comenzó fuera de Alemania. De forma similar a lo que ocurrió con la œuvre de Friedrich Wilhelm Nietzsche, cuya edición crítica fue posibilitada por las investigaciones pioneras de los italianos Giorgio Colli y Mazzino Montinari y, más tarde, su acceso a un público más amplio fue favorecido por todo un aparato de herramientas heurísticas desarrolladas por estudiosos – mayormente franceses e italianos –; en el caso de la obra archimboldiana la labor de reapropiación crítica de la misma se inició con las profundas investigaciones realizadas por tres germanistas foránexs, excelentes críticxs literarixs: la inglesa Liz Norton, el francés Jean-Claude Pelletier y el español Manuel Espinoza. Ellos fueron los que, por medio de su participación y organización de simposios y congresos académicos internacionales, no sólo sacaron del anonimato a este excelso escritor. Aun de más trascendencia es el hecho de que lograron fundamentar su justa valorización y consiguieron posicionar su obra en el mismo centro del panorama literario alemán de la segunda mitad del siglo XX, a tal modo que inclusive, en ciertos círculos, comenzó a ser considerado como posible candidato al premio Nobel.
No obstante, el posterior desarrollo de la recepción de la obra de nuestro autor está marcado por una serie de errores, medias verdades, e inclusive – digámoslo sin ambages – conscientes tergiversaciones y maliciosas mentiras que decididamente obstaculizaron la obtención de ese reconocimiento máximo. Los trabajos aludidos han sido mayormente realizados por investigadorxs cuyos esfuerzos no se caracterizan por la seriedad y el rigor científico de aquellas ejemplares investigaciones pioneras. En una de estas publicaciones (Susanne Waisnix, Ernst Bolaño: die bedrohliche Schönheit des Ornaments, Hamburg, Königshaus & Altmann, 2019, 104 p.) se llegó a propagar la tesis según la cual se puede constatar una cercanía teórica entre la poética y la visión política de nuestro autor – supuestamente acuñadas por lo que dicha analista considera como “frío y distanciado manejo de los temas tratados” (p. 13) –, y la “estética de la frialdad” (p. 14), o bien, la “estética ornamental” (p. 14) protofacista del autor alemán Ernst Jünger. Según estas críticas, la mirada del polémico autor alemán, articulada por medio de su “estética estereoscópica,” (p. 15) se caracteriza por ser una carente de emociones. Ésta es expresada “desde una distancia estelar, a través de una estrategia narrativa tan enigmática como fascinantemente demoniaca” (p. 17). En ésta “todo lo más trivial y lo más cruel se convierte en adorno” (p. 17). Es así como entonces se quieren atribuir cualidades similares a la obra archimboldiana. Sin embargo, sólo es necesario consultar los textos para cerciorarse del carácter limitante de interpretaciones de ese tipo, en las que desesperadamente se busca encontrar una fuente originaria y fundamental, capaz de dar cuenta de una supuesta lógica totalizante de su estética. Claro, es posible trazar vínculos entre aspectos manejados por Archimboldi y otros del autor alemán. Sin embargo, es conocida su pasión por la constante hibridación discursiva y los múltiples diálogos intertextuales no sólo con la literatura mundial, sino con el pensamiento universal en general. Reducir esas influencias a una fuente simplifica su sentipensar.
Otra de estas ‘confusiones’ tiene que ver con la fecha de fallecimiento indicada en investigaciones posteriores a las del trío inicial. Arturo Belano, quien en una de sus más recientes obras llega al extremo de convertir al autor en un personaje ficticio, erróneamente conjetura que murió en 2001. (Arturo Belano, Cómo R. Bolaño siempre quiso ser Benno von Archimboldi, Hamburg, Königshaus & Altmann, 2001, 800 p.) Según su versión, Hans Reiter, o bien, Archimboldi desapareció en esa fecha en el desierto de Sonora en el norte de México. (Cf. p. 358) Las investigaciones de lxs pionerxs han hecho claro – por medio de la presentación de documentos de emigración e inmigración u otros expedientes oficiales similares como su acta de fallecimiento o los permisos de visita a una cárcel mexicana, así como reportajes de la prensa local – que Reiter partió hacia el país latinoamericano para visitar a su sobrino que se encontraba preso, acusado de múltiples feminicidios. No obstante, su hermana Lotte no sólo nos aseguró y mostró evidencias de haber mantenido contacto – por medio de cartas – con su hermano tras la indicada fecha, sino también nos hizo llegar el manuscrito del texto aquí publicado. Disponemos de las cartas escritas a mano por Reiter. Éstas serán publicadas, a su debido tiempo, en una edición crítica de su obra, dirigida por lxs investigadorxs pionerxs arriba nombradxs.
Otra de las imperdonables incoherencias, recientemente publicadas, atañe a la propia identidad personal del autor. Hans Reiter no es el científico alemán del mismo nombre, ni está emparentado con él. Hans Conrad Julius Reiter (1881 – 1969) fue un higienista que trabajó como médico y bacteriólogo bajo el régimen nazi. Fue responsable de la muerte de cientos de prisioneros con los que experimentó y realizó estudios. Entre otros, ordenó y participó de la inoculación del virus del tifus a los internos del campo de concentración de Buchenwald que posteriormente fueron asesinados. Además, organizó el exterminio de discapacitados (aparece en las actas bajo el título Aktion T4) y fue responsable de la creación de métodos ‘económicos’ de esterilización y eutanasia. Luego de terminar la guerra fue atrapado y acusado en los Juicios de Núremberg (1945 – 1947). Apenas estuvo tres años encarcelado, alegadamente por las autoridades sólo haber encontrado datos circunstanciales, es decir, ningún testimonio sólido que lo vinculara directa e inconfundiblemente a los exterminios. Tras su liberación pudo continuar su carrera. Falleció a los 88 años de edad.
Por último, Archimboldi tampoco debe ser confundido con Giuseppe Arcimboldi (1526 ó 1527 –1593); aunque probablemente fue inspirado por el pintor italiano al crear su pseudónimo. Deliberadamente hemos dicho “probablemente”, pues nos consta que Hans Reiter nunca asumió posición en el asunto. En este punto también coincidimos con las investigaciones de Norton, Espinoza y Pelletier. No obstante, la fascinación de nuestro autor por el arte pictórico que muestra en el presente relato y los vastos conocimientos sobre la historia de la pintura y la escultura occidental que a través de su obra una y otra vez demuestra poseer, podrían servir de indicios que refuercen nuestra hipótesis. Aun así, tal vez sería prudente no ignorar la clara distinción que Platón tuvo a bien reconocer entre el mundo real o verdadero y el de las ideas o ficciones.
Pasemos a la presentación y breve análisis del texto. El título alude de forma intertextual y ficcionalizante a “Historia real y verdadera de la conquista de la Nueva España”, escrita por uno de sus primeros cronistas: Bernal Díaz del Castillo. Esto lo comprueba la existencia del aludido libro en su archivo, al que hemos tenido acceso, y sus abundantes y extensas anotaciones sobre la posibilidad de desterritorializar el formato ‘crónica’ fuera de la historiografía para usarlo como artilugio literario. Con el epígrafe, una cita de Die fröhliche Wissenschaft (La gaya ciencia) se ofrece una pista que conduce a uno de los temas principales del relato. Se intenta atraer al lector interesado en el análisis filosófico-literario de vínculos existentes entre las ciencias modernas y formas de pensamiento ‘premodernas’, alegadamente superadas. Nuestras más sinceras disculpas a los lectores e investigadores archimboldianos. Pues el epígrafe vino a ser añadido en una segunda edición revisada, luego de – por razones desconocidas – haber sido ignorado en la edición anterior por los miembros del comité editorial y el equipo de lectores de nuestra empresa. Pues, aunque poco legible, se encontraba escrito a mano en el manuscrito original.
Citado de forma completa reza de la siguiente manera: “… la creencia metafísica sigue siendo la base sobre la que descansa nuestra creencia en la ciencia. Pues inclusive nosotros los conocedores de hoy día, nosotros los ateos y antimetafísicos también tomamos nuestro fuego de la llama encendida por una antigua y milenaria creencia; aquella creencia cristiana que también fue la de Platón y según la cual Dios es la verdad y la verdad es divina…” (F. Nietzsche, La gaya ciencia, 1882, Hanser)
Hemos encontrado, entre sus notas, el siguiente comentario relacionado a esa cita: “Nietzsche en su filosofía, con su muy famosa y mal entendida sentencia “Dios ha muerto”, criticó toda forma de pensar filosófico que, para garantizar su pretensión de discurso verdadero, considera imprescindible fundamentarse metafísicamente. O sea, criticó las filosofías occidentales dominantes que asumen como necesario recurrir a principios abstractos absolutos tales como el Ser, el sujeto trascendental, la razón, el logos, etc., para evidenciar su carácter filosófico. Sin embargo, con su anuncio de la muerte de Dios, además se propuso desenmascarar la creencia o culto positivista de la Verdad – entendida como instancia absoluta –, que sigue impregnando muchos discursos provenientes de las ciencias modernas.” (Notas de Hans Reiter, inédito)
El argumento de la crónica está estructurado de la siguiente manera. A la narración de un periodista, protagonista del relato, le anteceden cuatro breves presentaciones testimoniales de ejemplos arquetípicos provenientes del saber literario, científico o filosófico occidental. En éstos se puede observar cómo las fronteras entre ciertos acercamientos ‘científicos’ a la experiencia humana y las intuiciones – precientíficas – que los posibilitaron, no resultan tan claras como a veces se sugiere. Al final del relato vemos cómo se mitifican los elementos circunstanciales del descubrimiento de Newton al darles un valor fetichista tanto a la mesa como al árbol. Así que, si consideramos que esa teoría fue, de cierto modo, superada por las elucubraciones einstenianas, entonces se hace claro que de lo que se trata es de un árbol ‘caído’, lo que sugiere un amplio espectro de significación e interpretación.
La primera parte del relato es ambigua, oscila entre párrafos narrativos, expositivos y analíticos, produciendo la incertidumbre de estar entre el cuento y el ensayo. El tono elegido es uno claramente burlesco. Emula erudición; conocimientos amplios adquiridos mediante el estudio profundo de diversas fuentes. La técnica borgiana de las referencias bibliográficas – ficticias o no – se utiliza para tal efecto, además de servir para revestir de elegancia a la narración. Alguno que otro teórico conjetura que, así como disponemos de ‘novelas históricas’, existen ‘relatos históricos’. Éste sería uno de ellos. La utilización del término ‘crónica’ en el título del relato no es fortuita. Esta categoría, acuñada en la historiografía, aquí se presta para articular el texto literario como parte integrante – fictiva – de ese campo discursivo considerado científico.
¿Quién no recuerda la noticia de las obras de arte ocultas en aquel apartamento en el exclusivo barrio de Schwabing en Múnich, encontradas en febrero de 2012 por funcionarios del Ministerio de Finanzas acompañados por policías? La perspectiva narrativa utilizada en la crónica se vale de la primera persona. Un reportero de una revista investigativa seria sirve de cronista. Relata sus experiencias directas relacionadas al ‘caso Cornelius Gurlitt’. En la narración este caso, a su vez, es vinculado a otra misteriosa historia: la del árbol del conocimiento que supuestamente iluminó a Isaac Newton para intuir la ley de la gravedad; uno de los pilares de la ciencia empírica moderna.
Con este relato Benno von Archimboldi nos muestra una faceta de su quehacer artístico, si bien poco trabajada en la literatura secundaria, siempre sutilmente presente en su obra. Pues, además de criticar la supuesta clara y tajante división entre el pensamiento moderno secular y el que le antecede, deconstruyendo así uno de los pilares que sostiene el perfil identitario de la Modernidad, implícitamente ejerce una fuerte crítica a la política de adquisición de los museos nacionales alemanes y – con ello – a la mentalidad colonialista que la caracteriza; dicho de otro modo, a la matriz colonial que la sustenta. A comienzos del período que dio inicio a la formación de Alemania como nación, como parte de ese proceso de articulación de una identidad nacional, se fundaron instituciones que debían contribuir a lograrlo. Los museos de ‘arte nacional’, así como los museos etnológicos o arqueológicos, asumieron un papel central en ese proceso. Por medio del encasillamiento de la otredad en patrones taxonómicos diferenciantes, de índole exotizante y jerarquizante, se perseguía definir, por contraste, lo propio, lo nacional.
Muchas de las colecciones de estos museos arqueológicos o etnológicos constan de numerosas obras de arte o artefactos exhibidos de dudosa proveniencia. Las escandalosas políticas de adquisición de estas instituciones se caracterizaban por un marcado desinterés de realmente determinar cómo y quiénes eran los responsables de suplir a los museos con las piezas exhibidas. De ahí que entre estos se encontraran aventureros, pseudocientíficos con mucho poder adquisitivo y excelentes conexiones con los gobiernos locales o el alemán. Precisamente esa ‘relajada’ política de adquisición ha provocado continuos reclamos de devolución por parte de países o grupos étnicos afectados.
En el Museo de Arte Islámico, radicado en el Museo de Pérgamo en Berlín, se pueden constatar muchos ejemplos de esta situación. Uno de ellos: la llamada ‘cúpula de la Alhambra’. Se trata de una cúpula del año 719, hecha de piezas de madera de cedro y álamo unidas, pintadas en rojo, azul y verde. Fue parte de la torre de las Damas del palacio del Partal en la Alhambra, en Granada, España. Durante un tiempo el palacio del Partal fue la residencia de Arthur von Gwinner. En 1885 el banquero alemán adquirió una parcela en la zona de la Alhambra que incluía edificios, calles y jardines de ese complejo arquitectónico. En 1891 se dice que donó el palacio del Partal a la ciudad de Granada. Alegadamente se le permitió desmontar la cúpula y llevársela a Berlín. Allí la instaló en su residencia privada. En 1978 los descendientes de Arthur von Gwinner la vendieron al museo. Hoy en día es exhibida con una brevísima indicación según la cual el gobierno español, en generoso acto, le había cedido la cúpula al banquero alemán.
Aunque aparente ser absurdo, con su crítica al provincialismo epistémico y estético occidental Hans Reiter indudablemente se convirtió en predecesor y pionero de aquellas posiciones teóricas actuales que aspiran a contribuir a la descolonización e interculturalización de las artes y los sentisaberes contemporáneos, inicialmente desarrolladas por intelectuales latinoamericanos ejerciendo el profesorado en universidades norteamericanas. No obstante, su posición difiere de las posturas asumidas por algunos de los representantes de la corriente aludida en un punto cardinal. En muchas ocasiones hizo claro que, a pesar de mantener una posición crítica frente al eurocentrismo, no sólo por ser europeo defendía el potencial crítico de algunas de las contracorrientes artísticas y reflexivas provenientes de la región; a diferencia de los que rechazan en bloque todo lo proveniente de Europa, dizque por evitar reproducir esa expresión del etnocentrismo que se convirtió en hegemónica y en artilugio de sumisión de la exterioridad europea.
Archimboldi no se cansaba en enfatizar que las contracorrientes aludidas representan memorias de resistencia. Si bien éstas habían sido reprimidas y condenadas a una existencia subalterna por los poderes de turno, constituyen esbozos de pluriversos alternativos por forjar. Se trata de voces necesarias que tendrían que ser partícipes de todo diálogo intercultural en pos de forjar un sentipensar intempestivo, de orquestación polífona, realmente transcultural. De otra forma, aquellos intentos de desarrollar una perspectiva decolonial, incapaces de aunar fuerzas con el sur global – también existente en Europa –, sólo se limitarían a globalizar un discurso tan etnocéntrico y segregante como el criticado. Uno que, cautivado por su afán de novedad y rechazo por o ignorancia de las diversas tradiciones de resistencia precedentes, existentes a nivel mundial, a la postre, devendría en fetichizante del tiempo actual, incapaz de transcender sensibilidades en moda conformes a la época. Esperamos que disfruten el texto y que estas acotaciones faciliten una lectura contextualizada y profunda del mismo.