Cuando el patriarcado cabe en una lata (de pastas)
Soy una servidora de comida, pongo pantalones y hago la cama,
alguien que puede ser llamada cuando quieren algo. Pero ¿quién soy?
Betty Friedan, La mística de la feminidad
Es de noche y Madre regresa a una casa iluminada, desde cuyo interior se perciben gritos. Cuando entra, vemos una sala donde Hija#1 e Hijo#2 pelean en el suelo con almohadas y las plumas del relleno vuelan por todas partes. Madre se para en seco y les lanza una mirada terrible. Hija#1 e Hijo#2 se detienen por una milésima de segundo y clavan la mirada en Madre, que viste saco y pantalón formal, zapatos altos y tiene un maletín en la mano. Las plumas siguen flotando en el aire. Silencio. El ruido de los coquíes llega de afuera. Pero hay otra figura en escena que podría pasar desapercibida a primera vista, un sujeto fragmentado que nunca aparece en el plano completo: Se trata de un hombre que está tumbado en el sofá, sin zapatos, a escasos pies de les niñes. Completamente pasivo, el mundo se mueve a sus espaldas mientras él revisa su teléfono celular; no ha advertido absolutamente nada de lo que hemos descrito hasta aquí: ni los gritos, ni el desorden, ni a sus hijes, ni a su pareja. Es Padre. Acto seguido, Madre poncha al mejor estilo Revolución Industrial, exactamente a las 7:30 p. m., como podemos ver en el reloj de la pared. Se da media vuelta y se aleja, mientras Hija#1 e Hijo#2 vuelven a los almohadonazos. Sigue una Voz en off, que sentencia: “Para una madre nunca hay descanso”, al tiempo que aparecen esas mismas palabras escritas en la pantalla completa para reforzar el mensaje. En la siguiente escena, Madre pone en el microondas un plato de pastas, que Hija#1 e Hijo#2 comen sonrientes al son de la Voz en off, que continúa: “Por eso, Chef Boyardee te ayuda con una comida completa, que sirves al instante”. Y el tradicional jingle: “¡Qué bueno que hay Chef Boyardee!”. Ese parece ser el final. ¿Feliz?
“Para una madre nunca hay descanso” es el lema vetusto y con tufillo patriarcal con el que insiste Chef Boyardee, la afamada empresa de comida enlatada, en una campaña publicitaria para Puerto Rico de unos años a esta parte, donde se reúnen varios comerciales en el mismo tono, en situaciones que presumen de ser cotidianas en la vida familiar. Veamos un pequeño catálogo: Está la mujer en la ducha que pronuncia una serie de palabras con perfecta dicción, se envuelve en la toalla y abre la cortina del baño, al tiempo que su hija –sentada fuera de la bañera– le alcanza los espejuelos y una libreta para que le corrija la ortografía; es decir, se ocupa de la supervisión de las tareas escolares de la niña en un espacio de intimidad (el baño) mientras lleva a cabo una acción privada (la ducha). Está la mujer que se desvive con los preparativos de la fiesta de cumpleaños de su hija (hornea y decora el pastel, infla los globos, se sube a una escalera para colgar la piñata de un árbol, prepara la mesa, viste a les niñes, supervisa todo con mirada atenta y luego, solo al final, se ocupa de sí misma); entonces cuando se está maquillando, entra el esposo que anuncia: “Mi amor, el payaso canceló”; acto seguido, la mujer extiende el lipstick por fuera del contorno de sus labios y empieza a dibujarse una boca de payaso. Está la mujer que prepara el disfraz del niño-momia, su hijo, a quien envuelve pacientemente con una cinta blanca, acción que interrumpe cuando el niño dice tener ganas de orinar y la madre deshace todo el trabajo, con resignación. Está la mujer que prepara un gran batido en la licuadora y luego sale al encuentro de su hijo, quien se ha atorado entre las rejas del frente de la casa.
¿Qué elementos en común poseen todas estas publicidades, todas estas mujeres, todas estas madres-que-nunca-tienen-descanso, tal como nos advierte el eslogan de Chef Boyardee? ¿Cómo es la “vida de madre” que, según los títulos de estos comerciales y los hashtags consecuentes, nos quieren vender? Sorprende (y no tanto) leer los comentarios en las redes sociales, que dicen “identificarse” con estas situaciones y ver la cantidad de etiquetas/tags para la amiga, la vecina, la prima, la compañera de trabajo, la madre que se va a reír tanto como yo cuando vea esto porque, m’hija, esto es el pan de cada día con los muchachitos en la casa.
¿Pero de qué nos estamos riendo? ¿Qué sujetos nos hacen reír en Puerto Rico? ¿Nos reímos con ellos o de ellos? ¿Qué situaciones son tela para cortar en los espacios radiales y televisivos, en la calle, en el cine, en la publicidad, en los stand-ups? ¿Qué discursos se ponen en juego, por lo tanto, en los comerciales reunidos bajo el eslogan “Para una madre no hay descanso”?
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La etiqueta de Chef Boyardee contiene el dibujo de un hombre-chef, cuyo sombrero característico indica desde el siglo xviii su rango y privilegio en el espacio culinario; un sombrero alto, bien alto, casi como la corona de un rey. Los chefs no son cocineras. El Chef Boyardee de la etiqueta es hombre, blanco y viejo (tríada a la que solo deberíamos agregarle “heterosexual” para conformar los ejes de poder que mueven el mundo). De acuerdo con el folklore culinario, fue en vida real Ettore Boiardi (Piacenza, Italia, 1897 – Ohio, Estados Unidos, 1985), mejor conocido por su nombre italoamericano, Hector Boyardee, quien tiene incluso su propia escultura en Milton, Pennsylvania. Ahora bien, en estos comerciales, el lugar del chef es reemplazado por el de una madre multitasking, término con el que el patriarcado y el capitalismo (¿hubo alguna vez un matrimonio tan perfecto?) nos han hecho creer a las mujeres que podemos hacer muchas cosas al mismo tiempo. Porque, antes que nada, está la producción. ¿Has sido suficientemente productiva hoy? ¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho “además” de cuidar y criar? La lista de tareas (im)posible se mueve en torno a dos universos: el mundo laboral exterior (la oficina, la universidad, el negocio, la escuela, el hospital, el consultorio, etc.) y el mundo laboral interior (la casa, les niñes, el esposo). Mientras que el primero nos exige trabajar como si no criáramos, nos precariza, nos niega derechos laborales –los mal llamados “beneficios”–; el segundo nos exige criar como si no trabajáramos, invisibiliza las labores domésticas y las tareas de cuidado, y por supuesto, no las remunera porque deben ser entendidas como gestos de amor materno. Pero cuidado, amiga, porque “eso que llaman amor es trabajo no pago”, en palabras de Silvia Federici.
Los avisos publicitarios de Chef Boyardee representan una violencia simbólica cotidiana, que constituye la base de la pirámide de la violencia de género. ¿Suena exagerado? Solo para quienes no comprendan la trascendencia que poseen los símbolos en las sociedades humanas y qué tan hondo pueden calar en el imaginario. Porque los femicidios se construyen lentamente y desde el subsuelo, con un sistema que legitima la violencia contra las mujeres bloque sobre bloque y levanta una torre que hace sombra a los derechos conquistados por nuestras antecesoras; así, se perpetúan los estereotipos misóginos a través de las narrativas hegemónicas que proliferan en los comerciales, en los billboards, en las películas, en las series, en las telenovelas, en los videojuegos, en las canciones y en todo nuestro universo mediático. Ese es el pan nuestro de cada día, m’hija, y no los muchachitos haciendo bulla en la casa. Se trata del disciplinamiento de nuestros cuerpos, que pauta cómo debemos ser y estar en el mundo en calidad de mujeres y madres. ¿Cómo son las mamás? ¿Cómo deben ser las buenas mamás? ¿Qué esperamos de las mamás? ¿Hay una forma única de ser mamá? ¿Qué nos dice la sociedad sobre la maternidad?
Chef Boyardee nos dicta, al ritmo de la salsa patriarcal, cuál es la forma de maternar; la manera correcta, normativa, hegemónica y sobre todo, solitaria. Las madres de sus comerciales no parecen tener red de apoyo alguna, no existe la idea de tribu; muy por el contrario, están solas haciendo lo mejor que pueden. Las madres para las que nunca hay descanso, sobre las que construyen su discurso les publicistas de Chef Boyardee, se anclan en el estereotipo de la buena madre, la madre sacrificada; que es también la esposa, la cocinera y la organizadora de todas las actividades de sus hijes: la escuela, les amigues, las mamás de les amigues, la maestra, las tareas que manda la maestra, le pediatra, las medicinas, el calendario de vacunación y un rosario inabarcable de responsabilidades relacionadas con el cuidado. Madre que cría, cuida, alimenta, viste, lleva, trae y fin de la cuestión. Madre antes que nada y por encima de todas las cosas, porque las buenas madres nunca descansan, ni se cansan, ni se hartan de sus hijes, ni mucho menos se toman vacaciones. Tampoco se arrepienten de la maternidad. Nunca. Ese terreno está reservado para las malas madres. Malamadre es también el nombre que recibe la planta Chlorophytum comosum, también conocida como cinta o lazo de amor. Malamadre porque se reproduce por medio de sus hijuelos, quienes deben cortarse de los tallos blancos y ser plantados en el suelo o en un tiesto para crecer. Malamadre porque bota a sus hijos.
Como contrapartida, los padres están completamente ausentes en todos los comerciales de Chef Boyardee en lo que respecta a las tareas del hogar, así como también son fantasmas en la crianza de sus hijes. Sin embargo, para la sociedad no existe la figura del Malpadre; en todo caso, podremos tener padres-héroes en aquellos hombres que cambien pañales, empujen un cochecito de bebé, acudan a una reunión de la escuela o lleven a sus hijes al pediatra. Es la celebración de las tareas que las madres han venido haciendo silenciosamente desde la noche de los tiempos, sin que nadie las aclame ni mucho menos, las reconozca. Qué curioso, ¿verdad? Se llama patriarcado. Pero volvamos ahora sobre la narrativa que se planteaba en los casos anteriores: Está el padre que se asoma en la puerta del dormitorio para decir que el payaso ha cancelado. Es decir que, en lugar de traer una solución, trae un problema para la madre, quien con tanto esmero ha preparado la fiesta infantil. Ahora, claro está, es también la mujer quien resuelve la ausencia del payaso convirtiéndose ella misma en uno, mientras se pintarrajea los labios por fuera, dándonos a entender que tomará su lugar para entretener a les invitades. Con esta grotesca transformación de madre en mamá-payasa, la gente de Chef Boyardee convierte a la mujer en objeto de burla y nos invita a reírnos de ella. En otra estampa, está el padre impasible tumbado en el sillón mientras sus hijes libran una lucha con almohadas y las plumas vuelan por toda la casa, ante la mirada vacía de la madre, que llega de su empleo oficinesco. Y poncha. Poncha para iniciar lo que el feminismo ha denominado “la doble jornada laboral” de las mujeres, quienes además de desempeñar un trabajo fuera de casa, al llegar al hogar se ocupan de la mayoría de las tareas de limpieza y cuidado. Full-time porque –repita usted conmigo este mantra hasta que se lo crea– para una madre nunca hay descanso. El padre, en cambio, aparece fragmentado en el sofá, un elemento emblemático, porque si hacemos un recorrido por la historia de la publicidad, comprobaremos que la imagen del hombre proveedor que llega a casa, se quita los zapatos y se recuesta en el sillón a esperar que lo atiendan sienta las bases del lugar que le toca a quien espera en la casa: la esposa, que tendrá todo listo para recibirlo; estará maquillada, vestida y peinada, tendrá la cena lista, habrá acostado a les niñes. Una postal de los años cincuenta, vamos, al mejor estilo Betty Draper. Por eso, el fragmentarismo del padre Boyardee no es accidental. El padre no está en la pantalla porque no está presente en la vida familiar, ni en las tareas de limpieza y cuidado. No asume la corresponsabilidad de trabajar en su casa ni de cuidar a sus niñes.
Tampoco cabe pensar en otros modelos de familias no hegemónicas en la línea publicitaria de Chef Boyardee. La única familia que aparece es lo que podríamos denominar una familia tipo, compuesta por: a) la madre superwoman, que asume exclusivamente todas las tareas y lleva el peso de lo que Emma Clit ha denominado “la carga mental” de las mujeres; b) el padre, que no participa de la corresponsabilidad hogar-hijes y espera que su pareja lo cuide como si fuera su mamá; y c) dos niñes, hijo e hija, porque señalar el binarismo parece ser lo más importante en esta campaña. Así que todo cierra perfectamente en la familia Chef Boyardee; cada uno de sus miembros tiene un rol designado fijo, fijo con clavos, fijo con clavos y tornillos para que no se escape ni un ápice del deber ser heteropatriarcal. No hay lugar para contrahegemonías ni disidencias en estos comerciales; para dos mamás, para dos papás, para familias ensambladas, monomarentales, para las abuelas y los abuelos que crían a sus nietas y nietos, para nada-que-se-salga-de-la-norma. Por si fuera poco, la familia representada es blanca y de clase media. ¡Qué bueno que hay Chef Boyardee!
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La revolución de las madres es silenciosa, pero es revolución al fin. Ahora sabemos que no estamos solas y que lo personal es político también en la maternidad. Por eso, es tan importante que quienes maternamos hagamos red y reivindiquemos un lugar dentro de la agenda feminista. Vivir una maternidad consciente es abrir un sinnúmero de preguntas, cuestionar lo establecido, hacer valer nuestros derechos y sobre todo entender que podemos maternar con una mirada feminista, plural e interseccional, que incorpore experiencias tan diversas como lo somos las madres y nuestras realidades.
Voy surfeando la cuarta ola feminista de nuestro tiempo, consciente del momento histórico que esta supone, desde mi reciente lugar como mamá. Deseo una maternidad libre y gozosa; en contra del modelo patriarcal que nos ha querido cristalizar como madres sacrificadas, que todo lo pueden, que todo lo dan y todo lo aguantan en aras de sus hijes. Yo no. Yo quiero maternar libre y feminista, y enseñarle a mi hija ese camino de amor entre amigas, hermanas y mujeres que no lo pueden todo, pero que se tienen entre sí y ya no están solas.
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