Cuentos navideños de borrachos
¿Ha escuchado alguna vez cuentos navideños de borrachos? El alcohol es amigo de historias fantásticas. Vale la pena prestarles un rato la nariz y el oído. Olí y escuché a uno afirmar que sin lugar a dudas, la obsesión boricua por el lechón en la navidad era una mezcla del catolicismo español y la cultura taína.
Según este señor de cuyo nombre mejor no me acuerdo, cuando los españoles llegaron en 1493 a la isla de Boriquén, la Niña, la Pinta y la Santa María no solo llegaron repletas de convictos aventureros escapando del cepo, sino de un gran número de cerdos y bebidas alcohólicas nunca antes saboreadas por los taínos. Cuando Colón, uno de los pocos cerditos rechonchos y rosados con sombrero de una sola pluma, les canjeó el oro por cuentecitas de vidrio, preguntó a los taínos de fermosos cuerpos color de canarios dónde podría encontrar más de esos círculos dorados que andaban cargando sus jefes en los cuellos y que todo europeo civilizado sabía que eran dignos de coronar cabezas de reyes y pender de las orejas de reinas para que los escuchen embobadas.
Harto cansados de que los caribes raptaran a sus mujeres y se comieran a los bebés taíno-caribitos, los taínos, que no sabían de brújulas ni mapas, señalaron con el dedo: “por allá es camino”. La esperanza de que los españoles se largaran y acabaran con sus enemigos no resultó, pero los caribes comenzaron a preferir robar cerdos, abandonando la práctica de raptar hermosas taínas para engendrar platos caníbales de niños recién nacidos.
En la mitología del borracho, el lechón vino a Boriquén para salvar a los niños de la muerte y a las mujeres de la violación en manos de caníbales. Al evangelizar a los indígenas de Boriquén, Herodes pasó a sustituir a un feroz caribe y el lechón empezó a sacrificarse cada año en memoria del primero que murió de repente, con un palo en la frente y otro en el corazón.
El borracho no me pudo explicar si habrían sobrevivido bebés taíno-caribes que se ayuntaran con los cerditos rosados de sombreros de una sola pluma, ni tampoco si el rito del lechón les habría librado del intercambio imbécil de cuentecitas de vidrio por oro como única defensa de mujeres violadas, o de sustituir lechones por niños. Cuando el alcohol se les va a la cabeza, las brasas les vuelven los ojos hacia adentro y el palo que carga el cuero de lechón, hiende la cicatriz de la memoria.