De arquitectos necrófilos
I. Muerte del arte/resurrección del artista
El ángulo más amarillista de la historia del arte consiste en explotar la desventura del artista, su brillante debut y posterior despedida, en un arco de dramática autodestrucción más que apropiado para la ocasional adaptación cinematográfica. La narrativa puede asumir rasgos de fábula moralista, confrontando a la audiencia con las implicaciones de salirse de los márgenes (y el decoro) asumidos por una época, así como el inevitable riesgo que sobreviene a todo acto de experimentación. Estos cuentos de cautela, por razones complejas, embelesan al público a la vez que sancionan su aburrida existencia, destacando las virtudes de lo predecible versus el peligro de la aventura. Así, el ordinario regresa feliz a su normalidad, exorcizado de cualquier pulsión desestabilizante.Menos explotables como vehículo de sublimación colectiva son las innumerables proclamas de muerte de un medio artístico frente a la hegemonía de otro que lo desplaza, como también reseña la historia del arte. Y si bien abundan las historias de artistas en caída libre, no conozco una película que narre la muerte de la pintura, por más dramáticas que hayan sido sus muchas versiones. Sin embargo, debo reconocer que el cine sí gusta de antologizar sus distintas etapas de maduración, (pequeñas muertes, podríamos llamarles), como sería el tránsito del cine mudo a la imagen parlante en “Singing in the Rain” o “Sunset Boulevard”, comedia y tragedia, respectivamente, de un mismo tema; o el canto elegiástico al fin de una era en “Boogie Nights”, que narra el paso del formato de cine al video en la industria de la pornografía.
Lo cierto es que por más que el arte se centre en la discusión del medio, sea éste entendido como el mensaje o no, el artista le roba el show a la obra cada vez que puede, y me permito decir que en la medida en que la obra es mercancía antes que producto cultural, veremos un culto al artista con igual o aún más vigor que el que pudiera inspirar un cuerpo de trabajo.
El artista “celebrity” vende bien a través de su ser-marca, que ya Duchamp intuía al reconfigurar su carrera dentro de una maleta de marchante en preparación a su viaje definitivo a Nueva York, con la cual concebiría una nueva función para el artista: la de promotor de su propio oficio. De su boca también provinieron los famosos pronunciamientos de muerte de la pintura y el “arte retinal”, que fueron antesala de una nueva generación de exploración con nuevos medios y que algunos caracterizan como la invención del arte contemporáneo, aseveración que por más hiperbólica que parezca (y típica del artista estrella) no deja de tener algo de cierto por todas la genealogías que se le pueden atribuir al genio dandi duchampiano.
Así como el espíritu de las vanguardias en el arte alimentó la figura del artista celebridad tanto como las sucesivas muertes del arte, que era un paso afín al imperativo moderno de olvidar y volver a nacer incesantemente, el caso de la arquitectura y su precario vínculo a lo artístico ofrece un ángulo distinto, pues aunque abunden las celebridades, son menos las muertes admitidas, salvo el notorio “deceso” del Movimiento Moderno que el crítico Charles Jencks adjudicara en 1978 a la demolición del complejo de vivienda de interés social Pruitt–Igoe en St. Louis y que marcaría el comienzo simbólico de la neo-vanguardia. Podríamos decir que en el capítulo particular de la historia del arte que aborda la arquitectura, la muerte es un asunto manejado con pinzas, si no es que se invisibiliza sigilosamente, cuestión de no despertar demonios dormidos.
El arquitecto logra así sobrevivir administrando la muerte, ganando control sobre su representación, como gran operador y gerente del cementerio de la historia.
II. La indiscreción de Tafuri
Excepcionalmente revelador resulta ser el cuerpo intelectual de Manfredo Tafuri, marxista lúcido, si bien críptico, quien argumentó la muerte de la arquitectura en su obra crítica y que según él ocurrió justo cuando el trabajo de los arquitectos se sumó a las otras disciplinas artísticas en la gran puesta en escena del Renacimiento. Para Tafuri, el paso del misticismo mágico-religioso medieval a las aguas racionales del humanismo renacentista dieron un golpe mortal a la arquitectura, que andaría desde entonces a cargo de celebrar su autonomía disciplinaria cuando es, en todo caso, la encarnación del cuerpo podrido del zombie, quien se cree vivo y vital a pesar del hedor que le acompaña a todas partes.
Son las duras sentencias de Tafuri, cuya fe marxista experimentó el anti-clímax del 1968 y la frustración intelectual con el modelo soviético, y que se traducen en un tono eternamente pesimista y propenso a destacar instancias de fatalidad sobre esporádicos triunfos y advenimientos, las que me inspiran esta reflexión sobre la doble muerte del creador arquitecto y su avatarizado objeto del deseo, la arquitectura.
La deprimente voz tafuriana contrastaba con el brillo esperanzador de la década de los ochenta, momento en que su obra ganó amplia divulgación en medio del caldo de cultivo de burbujas económicas y desregulaciones financieras que dieron el carácter festivo y extravagante adscrito a la cultura visual de esos años. La posmodernidad en la arquitectura vino a significar entonces un estilo antes que un síntoma cultural que se administra a conciencia, y sería la aceptación de la artificiosidad del signo su más extendido rasgo o marca de fábrica. La simulación, tema prohibido en la arquitectura modernista de determinismos materiales y “sinceridad constructiva” (“la forma sigue a la función”), sería ahora avalada como legítimo vehículo de articulación formal, asunto que dio espacio al uso y abuso del decorativismo y la forma-empaque al servicio de un renovado mercado de bienes y los gobiernos populistas con quienes se aliaron. La furia de un viejo marxista frente a tamaño espectáculo subsiste en Tafuri.
Tafuri advierte en este vuelco al empaque sobre el contenido una aguda inclinación para la negación y el olvido auto-inducido por parte del arquitecto, cuya caída en desgracia consiste en haber sido prescindido por el gran capital, que decidió asirse a su propio plan sin las restricciones de forma y contenido que la obra de arte exigía. El arquitecto, en esta economía cultural, no hacía falta, más bien sobraba. Así es como proliferan las biografías trágicas de arquitectos modernistas que jugaron con el poder para verse luego expulsados del reino, relegados al final de sus carreras a la articulación formal y el expresionismo idiosincrático como sustituto del control perdido sobre el espacio-territorio, camino a su definitiva irrelevancia.
De la misma manera como el arquitecto es señalado por Tafuri como el primer desertor del espíritu radical de las vanguardias históricas de los veinte y treinta, optando por la “arquitectura” versus la “revolución” con tal de pasarle la mano a la audiencia en un gesto afín a los intereses de un capital cada vez más organizado, el traidor arquitecto fue posteriormente traicionado por el propio capital, que es usualmente el desenlace moralista de cualquier saga de gánsteres y rufianes. De esa traición el arquitecto no ha podido recuperarse del todo, y Tafuri ve en el colorido estridente de la posmodernidad (entendida como estilo adscrito al rasgo superficial) una burda estrategia de evasión y auto-complacencia
Quien se aventure al espacio crítico tafuriano corre el riesgo de perder la fe por la arquitectura, y sin duda verá muertos donde la mayoría observa cuerpos vivos y jubilosos, como el atribulado Haley Joel Osment de “El sexto sentido”.
III. Prácticas necrofílicas
Podría aventurarme a decir que lo que distingue a los arquitectos entre sí en estos tiempos de agitación y precariedad material son las distintas formas en que disponen del cuerpo de la arquitectura, fallecido antes de nacer por la insistencia racionalista que desde el Renacimiento quiso poner ciencia donde antes fluía la violencia salvaje del inconsciente, que es el señalamiento de Tafuri.
Cualquier oportunidad de resaltar lo científico en la arquitectura es empleada hoy para consolar a aquellos que se niegan a enterrar de una vez por todas a su cadáver errante. De esta forma, vemos un ala de la disciplina entretenida con la ecología, algunos como respuesta sensible a los excesos de la modernidad sobre el ambiente, otros sencillamente para renovar sus prácticas discursivas con un lenguaje off the rack de afiliación científica. Salvar al planeta les ha dado a los arquitectos el pretexto para re-estilizarse como tecnócratas frente al público, aferrándose a parámetros medibles con los cuales la virtud del edificio queda a merced de la ciencia, y obviando criterios de la tradición o el sentido común cuya realidad no encaja con el glamoroso mundo del fetichismo tecnológico. El tema ambiental ya ha entrado al renglón de culto; cuestionar, o incluso pedir matizar sus convicciones, es pecado mortal. Jamás la crítica ha sido tan estigmatizada como en los escenarios del ecologismo reconstituido en marca.
Del Doctor Who de la televisión británica parecen extraerse las voces de arquitectos que se rinden hoy al avance científico. Su verbo ya ronda en el vecindario de la jerga. La esperanza de resurrección se centra en los procesos digitales y el misticismo de los algoritmos (que se revelan como verdad irrefutable), y así, toda una camada de arquitectos contemporáneos se entrega al ejercicio del diseño paramétrico y la representación virtual, cuya virtud se estima en poder curar todo mal anticipándolo, desde la vivienda de interés social hasta el problema de la centralización del conocimiento. Hacía tiempo que el discurso de la arquitectura no se había abrazado a la panacea, sin que al menos asomara una mueca de ironía escéptica. Todo lo contrario, esta gente habla en serio y su afán de “re-cientificar” a la arquitectura, para revivirla, puede más que cualquier cautela intelectual.
Otros colegas se han montado en el vagón veloz de la responsabilidad social, sin que realmente se observen las circunstancias que estimulan la desigualdad, mucho menos hacer algo por radicalizar la práctica a tono con la magnitud del problema. Se posicionan aquí los arquitectos con un paternalismo no muy distinto al de los maestros de la modernidad, cuyo brazo filantrópico se articulaba en lenguaje tecnocrático. Estos nuevos mesías de la forma manejan el discurso redentor con menos autoridad y grandilocuencia que sus predecesores del Movimiento Moderno, pero al pretender revivir la vieja apuesta de que “la forma cambia comportamientos” se abocan a una segunda era de fracasos sociales. Sospecho que algunos lo saben, y no descarto la presencia del cinismo más corrosivo en medio de las piruetas discursivas de Madre Teresa intachable. Su interés por la vida, proyectado al cuerpo social, recuerda al del fantasma que se aferra a los vivos, felizmente enajenado de su propia muerte.
De los más testarudos defensores de la vitalidad de la arquitectura y negacionistas de su ya consumada muerte, son el grupo de arquitectos que llamaré “profesionalistas”, un término que parecería amigable e invulnerable a la crítica, (pues quién estaría en contra de obtener buen servicio por parte de un profesional), pero que encierra quizás a los más acérrimos enemigos de todo lo artístico en el ejercicio del diseño, y por ende de todo lo libre, amorfo y alineado con la volatilidad del inconsciente. Los profesionalistas niegan el pensamiento teórico, el campo donde la racionalidad se quiebra frente a la validación de la duda. Persiguen sistemáticamente al pensamiento crítico, que reducen a “bullet” de Power Point, porque es desde ahí que el hedor a muerte emana con mayor fuerza. La teoría crítica les obligaría a tomarse una pausa, a dejar de hacer, cuestión que les resulta intolerable porque devela la magnitud del vacío en el cual operan. Hacer es el credo, y se antagoniza con el pensar, no sin antes feminizar lo primero a favor de su atesorada masculinidad. Pensar en los laberintos de la práctica, por decirlo de alguna manera, es el antídoto a todo perfume de distracción formal. Pensar la práctica expone inmisericordemente la extensión del fraude bajo las cuales el “servicio” se presta con escasas garantías.
Casi todos los arquitectos que conozco son taxidermistas de una manera u otra en la medida en que intentan rescatar a través de nuevos contenidos a los cadáveres del cementerio de la arquitectura. Estudian la vida del muerto para poder impostar sus gestos, que irremediablemente tiesos jamás responderán a la vida. Mientras más insisten en la vitalidad, qué se yo, del modernismo heroico o de algún enamoramiento con pasados coloniales vestidos de fábula como formas legítimas de conjurar vida en el muerto, más se revela la máscara artificiosa que lo cubre.
No puedo ya ver al hormigón sin pensar que es, de todos los materiales, el que más representa la idea del cadáver embalsamado. Su mera presencia es recuerdo de una condición pasada, el estado final de algo que fue y dejó de ser al momento de fraguar. Su deterioro es la más natural muestra de su frágil solidez. No en balde los modernos de la Europa entreguerras corrían a retratar los primeros años del edificio de hormigón, sabiendo ellos que en la fugacidad de la foto vivía la única posibilidad de extraerle eternidad a un mundo predicado en la transitoriedad violenta. Su acto de negación, al no reconocer al fenecido cuerpo de la arquitectura, creció en sofisticación según los medios de representación perfeccionaban su complicidad con la mentira, que no con el ideal platónico al que creían servir.
Me llama la atención la queja de los arquitectos conservacionistas contra el uso del cemento en la reparación de muros de arquitecturas coloniales. Puedo ver aquí una metáfora reveladora. Sostienen legítimamente, los colegas conservacionistas, que esos muros originales eran algo así como criaturas vivientes con necesidad de respirar y administrar la humedad dejando que ésta fuera y viniera, en otras palabras, aceptando su envejecimiento y eventual encuentro con la muerte. Estos muros necesitaban mantenimiento constante para seguir vivos, con la cal que irónicamente deshacía a los muertos. El cemento moderno, por el contrario, sella esta sensible oscilación entre la vida y la muerte, escondiendo el deterioro dentro del muro hasta que estalla, en su última exhalación, de manera inesperada y potencialmente trágica. Así es como veo entonces en el hormigón, nuestro vernáculo material de construcción, algo muy distinto a ese vehículo de ciencia y racionalidad que los pioneros arquitectos de la modernidad creyeron ver. Veo en el hormigón, en todo caso, la máscara del muerto, el beso de Judas, la espada de Damocles del cuerpo moribundo de la arquitectura, finalmente liberada de su traicionera soga.
Por eso prefiero el cemento expuesto, tal y como lo prefirieron los moribundos pioneros modernistas cuando al final de sus carreras (y vidas) parecieron arrepentirse de sus pecados, y se volcaron al simbolismo material, un giro expresionista que no fue aceptado del todo en su momento, y que hoy puedo entender como un acto de penitencia, con hormigones sudorosos dejando ver en su imperfección, libre de empañetados disciplinantes, la mano humana, su último vínculo a la vida.
El cuerpo muerto de la arquitectura ya no puede hablar y sólo es la voz de un ventrílocuo necrófilo la que se escucha revivirlo de cuando en cuando. Confiaré en que el propio desprestigio de la ciencia y su autoridad irrefutable dispersen, de una vez por todas, los intentos de revivir al cadáver de la arquitectura con los contenidos que le son ajenos. Sólo en un espacio de libertad auténtica, ni romántica ni positivista, podría la arquitectura nacer una vez más, pero ya no sería arquitectura, ni reclamaría relación etimológica al término, ni lealtad a su historia.
Será otra cosa, otra práctica, otros practicantes, y otras escuelas las que explorarán ese nuevo campo que aún no tiene nombre y que aspirará, si esta vez las cosas salen bien, a despreciar los límites que antes le dieron forma y luego muerte.
Mientras tanto, uno debe asumir la serenidad del muerto, que ya no protesta, y del sobreviviente, que cada día olvida más y recuerda menos. Quizás, de ese ejercicio de inconciencia rehabilitadora, podrá el muerto encontrar su anhelada paz y los dolientes un nuevo espacio de relevancia, un lugar donde existir desde la duda, sin la neurosis que fija certezas en la inconmensurable magnitud de una mentira histórica.