De confusiones e incertidumbres

aïda amer
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¿Estaremos tan confundidos? ¿Confundidos de verdad? El contenido de la interrogante impide una respuesta taxativa. Podría ser que detrás de toda la confusión que experimentamos algunos más que otros, pero de la que parece no salvarse nada ni nadie, quizás haya un orden, según más o menos escribiera en su día Shakespeare en tono a uno de sus personajes, y por lo tanto no estemos tan confundidos.Así que toda la desarticulación que nos agobia podría tener algún sentido. Pero no necesariamente, porque podría ser que fuera la misma confusión la que nos llevara a pensar de tal forma y en realidad no nos agobia nada y podría tratarse más bien de preocupaciones pasajeras que se van tan livianas como llegan.
¿O realmente nos va mal de veras y la confusión que nos lleva a la pregunta, según decía, nos impide evaluarnos a nosotros mismos con transparencia y concluir de otra forma? ¿Pues acaso no es la confusión la que no nos permite ver por ningún lugar una lucecita de esperanza? Sí, ella misma es la que no nos permite tomar conciencia de que nuestro agobio mental no es exclusiva creación de la imaginación de algunos individuos descontentos, sino un mal que comparten amplias masas. O al contrario. Podría ser que ella fuera la responsable de que nuestra desesperanza pudiera ser un asunto de algunos individuos descontentos cuya imaginación les lleva a una confusión que podría ser inmune a todo tipo de claridad.
Sea lo que fuera, es evidente que en lo que respecta a la reflexión en torno a si estamos o no confundidos nos orienta necesariamente la confusión, lo que huelga decir que por lo menos proyecta, o debería proyectar frente a los demás, cierta coherencia. Cuán contradictorio no sería reclamar que estamos completamente seguros con respecto a nuestra inseguridad. ¿Cómo es que podríamos no estar confundidos sobre nuestra confusión?
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No se puede decir sin más que todas las sociedades de nuestra época pasan por lo mismo. Nosotros mismos hemos tenido momentos en los que nos ha ido mejor y momentos en los que definitivamente inspiramos pena de quienes están familiarizados con nuestra situación. En ocasiones nos mostramos más coherentes y en otras mucho menos. Estaremos confundidos, pero esto no nos impide reconocer que hay sociedades que tienen menos problemas que nosotros y que han sabido lidiar exitosamente con las dinámicas también extraordinariamente retadores que en su día confrontaron. Se puede decir por lo tanto que tenemos posibilidades de superarnos. Y sin embargo, ¿cuántos países no hay que han logrado salir de sus crisis para luego más tarde recaer en dinámicas que ya creían haber superado? Países con riquezas extraordinarias, como Argentina y Brasil, no logran escapar de ciclos represivos que dan al traste con proyectos valiosos que en su día alianzas progresistas impulsaran. Nos podemos imaginar cuánta confusión debe de haber allí.
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Pero los niveles de confusión que se experimentan en distintas sociedades difieren. A riesgo de simplificar el asunto, podemos suponer que en los Países Bajos se vive mucho menos confusamente que en Turquía y que vivir en Uruguay igualmente no genera la misma confusión que vivir en la Arabia Saudita; como vivir bajo el liderato de Ángela Merkel no genera la misma confusión que haber vivido en la Alemania hitleriana. Digámoslo de esta forma, sin que se entienda que la gente de un país es mejor que la de otros. Ciertamente hay explicaciones para ello. Hay hasta criterios adoptados formalmente por organizaciones internacionales, que nos permiten reconocer la presencia o ausencia de calidad de vida, y más específicamente, por ejemplo, de abusos perpetrados a minorías, de represión en contra de las mujeres, de corrupción rampante. En algunos países se identifican, se discuten y se atienden estas lacras a la luz del conocimiento que se ha desarrollado en torno a ellas, pero en otros no. Es como si en estos últimos no tuviéramos alternativas. Pero hay alternativas, aun cuando algunos continuemos sintiéndonos confundidos.
Sin entrar en las razones históricas que lo explican, hay lugares en los que hay menos contaminación que en otros. Hay sociedades en las que la criminalidad no llama la atención porque es mínima. Hay comunidades en las que las instituciones educativas no sufren de incertidumbre y las supersticiones son cosa del pasado. Hay sitios en los que el trato a los ancianos, o a los niños, o a las mujeres, es mucho más justo que en otros. Hay tierras en donde los ingresos familiares proveen para un consumo satisfactorio. Hay gobiernos que se preparan para el ya inevitable crecimiento de los niveles de los océanos. Hay culturas en las que se fomenta que sus habitantes salgan a caminar a menudo y corran más bicicleta y en ellas se depende menos de estupefacientes no naturales para pasar un buen rato.
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No es que en el resto del mundo se favorezcan unánimemente las políticas públicas que acabo de traer a colación. Quizás ni mayoritariamente. No siempre es el ambientalismo, la igualdad de géneros y los servicios sociales gratuitos los que se identifican como soluciones y se aspiran, coherentemente, a fomentar.
Luego llama la atención en esta época que frecuentemente los que con mayor pasión defienden en sociedades como la nuestra dejar atrás la confusión y se expresan como si supieran perfectamente hacia dónde aspiran a llevarnos, miran hacia el pasado y a antiguos modos de resolver las diferencias. Hay que ver cómo una y otra vez se cae en un mesianismo anacrónico que desprecia procesos abiertos y transparentes que sectores más sensibles y responsables intentan defender.
Ante tal panorama no nos debe sorprender que los segundos, los que en nuestro país y en países similares al nuestro se dedican a la reflexión crítica no puedan alardear de certidumbre alguna, vivan atribulados por la sobreabundancia de diferencias que les impiden llegar a acuerdos y se la pasen discutiendo (o escribiendo) sobre la confusión que reina. Dedicados como están a refinar los argumentos que no nos permiten ponernos de acuerdo, a revisar lo que una y tantas veces han atendido, aunque nunca con la suficiente profundidad, pero que continúan inspirándoles inacabables reflexiones, ¿cómo podrían por fin establecer las alianzas que harían falta?
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Pero no hay otra forma de acercarse críticamente a los retos que confrontamos. Sin la incómoda confusión que surge natural de todo planteamiento contemporáneo sobre el tipo de sociedad que queremos, se dejaría de ser crítico. Y se dejaría de ser crítico si se simplificaran las alternativas, si se comenzaran a doblar las esquinas, según decíamos antes, acepillándolas, violentando su natural relieve, no respetando sus exigencias. Porque no se deben acepillar las esquinas, simplificando la realidad, es por lo que es preferible argumentar desde la confusión que revela que se está haciendo todo lo posible por no eludir el reto de unos acontecimientos cada vez menos manejables.
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Es preciso señalar que, aunque no todos tendrán el mismo significado, siempre habrá eventos como el del verano del 19, la lucha de Vieques, la medalla de oro de Mónica Puig, alguna victoria del equipo de baloncesto nacional sobre el de Estados Unidos en los que todos coincidamos y se pueda adelantar la solidaridad respetuosa de las diferencias que deseamos. Hay en eventos de esta naturaleza una manera de resistir valiosa que celebraríamos siempre entusiasmados de no ser porque después de ser empalagosamente descritos millones de veces como una expresión de resistencia se vuelve un lugar común que pierde todo valor heurístico y sobre todo, pierde la fuerza que necesitaría para la transformación que se busca. La frivolidad acecha aquellas expresiones que no se cuidan de cuestionarse a sí misma constantemente.
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Pero para los cuestionamientos que necesariamente tenemos que plantear no hay respuestas taxativas. No las puede haber. La realidad nos lo tiene prohibido. La herencia histórica compleja que nos ha correspondido también nos lo impide. Hay demasiadas perspectivas, múltiples ángulos, irreducibles a una medida universal, lo que debe ser celebrado y no fustigado.
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Se debe continuar viendo en la tolerancia una gran virtud. Ella identifica derechos donde antes solo había condescendencia. Puede convivir tanto con aquellos que celebran con algarabía la existencia como con aquellos que todavía no han podido comenzar a hacerlo. La tolerancia no puede hacer concesiones. Más bien, viene obligada a reconocer derechos. Así que no se trata de compasión, sino de llegar a conocer lo que antes se desconocía.
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Las respuestas taxativas están en otros lugares, entre aquellas y aquellos que nos hacen llamados de tonos apocalípticos a mirar hacia atrás y someternos a la tradición. En tales respuestas hay demasiada certidumbre; lo que hace que se ausente la imaginación. Se pierde una vez más de perspectiva que las interpretaciones literales, unívocas, exclusivas, son tan solo un ángulo, otra diferencia que se debe reconocer, pero que no puede reclamar más que otras. La certidumbre, según ha ocurrido a través de la historia, se paga cara. Demasiadas sociedades han sufrido las consecuencias del empobrecimiento que implica imponer una visión exclusiva sin tomar en consideración el inevitable pluralismo hermenéutico que avanza, pese a reaccionarios retrocesos periódicos que frecuentemente, si no siempre, consumen más tiempo y parecen mucho más extensos.
Esto último, que podría definirse como un estancamiento, es lo que podríamos haber estado experimentado globalmente en las últimas décadas. Ahora mismo es lo que vemos en algunos países del mundo en los que el llamado populismo de estos comienzos del siglo veintiuno está avanzando con mucha fuerza. Es lo que posiblemente experimentemos en esa previsible confrontación por la hegemonía mundial entre la China de recién cuño capitalista, la Rusia autocrática de Vladimir Putin y unos Estados Unidos que hará todo lo posible por no perder la influencia internacional que ha tenido en los últimos setenta y cinco años. Pero estas son solo especulaciones que se dan en un contexto de confusión en el que se hace muy difícil predecir eventos, o profetizar, ejercicios que en ocasiones nos parecen equivalentes. En estos días del coronavirus, vuelve a hacérsenos patente cómo eventos fortuitos de muy difícil previsión, como también lo son huracanes y terremotos, dan al traste con nuestras pretensiones humanas de adelantarnos a los hechos con análisis y proyectos de desarrollo. ¿No estaremos los seres humanos exclusivamente hechos para habitar la incertidumbre de la confusión que nos agobia? ¿Y si a partir de ahora, en los próximos miles de años, nuestro modus vivendi consistiera de hacerle frente a terremotos, huracanes y pandemias?
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No nos podemos deshacer, tan solo deseándolo, de la confusión que las dinámicas históricas y la naturaleza le han impuesto a nuestra sociedad. Se podría pensar, entre tantas otras cosas, que es así como mejor nos va. Si optáramos por contribuir a detener este retroceso que llevamos viviendo cierto tiempo, dejándonos conducir como ganado por los que nos quieren atentos al púlpito y uniformados, que son los más que se oyen por ahí, podríamos acabar peor. La confusión, asumida con franqueza, en su día nos permitirá colarnos por entre los incisivos de modelos de convivencia depredadores y las muelas de un populismo burdo, afianzando la libertad que tenemos que ganarnos todos los días.