De la catástrofe moral a la moral de la catástrofe
(Primera parte)
“Como un matrimonio triste, nos vamos a la cama sin tener ni creer en el amor. Juzgamos y nos juzgamos sin llegar a la disidencia, modulando nuestra desafección. No nos damos el lujo de estar en contra si esto nos obliga a estar a favor de que cambie, al menos, lo que criticamos. Renegociamos la colaboración y la obediencia sin acercarnos a la rebeldía.” / Anayra Santory
“Por lo pronto, le repito a mis respetables colegas mi modesta proposición. Invirtamos la lógica de la perenne queja ante las reducciones. Busquemos en el bolsillo y hagamos nosotros mismos la reducción, aunque sea pequeña, pero con la elegancia de un samurai. Vamos a provocarla nosotros y a ofrecerla con las manos abiertas.” / Rubén Ríos Ávila
“La racionalidad moderna de lo social, aún bajo el signo de las buenas intensiones liberales y del respeto por el individuo invade y regula cada resquicio de la mundanidad cotidiana hasta asfixiar toda espontaneidad en la conducta colectiva. Un imaginario cultural antihegemónico debe situarse más allá de esa racionalidad y explorar otros deseos de comunidad diferente.” / Juan Duchesne Winter
La propuesta
Hay una propuesta concreta sobre la mesa para enfrentar la actual crisis universitaria: “La moral de la catástrofe” de Rubén Ríos Ávila. Ríos Ávila propone un descuento salarial voluntario de entre 1 y 3 por ciento del sueldo anual de los profesores para pagar la cuota impuesta a los estudiantes con el fin de evitar otra huelga que amenazaría con darle la excusa final a la administración Universitaria y a la de Fortuño para cerrar permanentemente la Universidad. Propone pues una moral de la catástrofe (de sacrificio) que vaya a tono con los tiempos catastróficos en que vivimos.
Esa es la propuesta. Vista así de sopetón no se puede evitar reaccionar como lo han hecho muchos en la discusión que sigue al artículo (en el momento en que escribo esto el “stream” de comentarios va por 97 mas una columna en respuesta—la de Rafael Bernabe). Diríamos: “¿pero a cuenta de qué vamos a ceder más, si de lo que se trata este impase es de que ya hemos dado (y nos han quitado) suficiente, demasiado incluso? Si el problema de la crisis fiscal de la universidad es consecuencia de la crisis del capitalismo global, que lo resuelvan los capitalistas, que lo paguen ellos y no la clase media trabajadora; pero sobre todo, no los profesores que en última instancia somos las verdaderas víctimas de esta crisis universitaria ya que de cerrar sus puertas seríamos, por mucho, el grupo más afectado.”
Esta reacción sería la reacción más razonable y sensata a una propuesta que no sólo no alivia la crisis sino que la empeora: empobreciendo a los profesores, cediendo ante los reclamos injustos de la administración y, peor aún, prescribiendo indebidamente sobre el futuro curso de acción política del movimiento estudiantil. Lo que hay que hacer en vez es reagrupar nuestras fuerzas, organizarnos políticamente y exigir que se respeten nuestros derechos, derechos que fueron adquiridos con la sangre y el sudor de muchas generaciones que nos precedieron. Generaciones estas a las que haríamos un deshonor si cediésemos estos derechos sin al menos dar la pelea.
Sin embargo, esta no es mi reacción y los invito a que me den la oportunidad, y su paciencia, para exponer por qué creo que no debería ser la reacción de la comunidad universitaria. La razón, como suelen ser las razones, es compleja y no sólo compleja sino irracional. Al fundamento de su irracionalidad—si es que lo irracional puede tener fundamento—llegaremos en su momento (en la segunda parte de artículo). Por ahora concentrémonos en su complejidad.
La catástrofe moral
La razón por la cual la reacción de la que hablé al comienzo suena tan razonable es porque no toma en cuenta el contexto en el cual se inserta la propuesta. Contexto, dicho sea de paso, que es, en el planteamiento de Ríos Ávila, su motivación misma. Tenemos que pensarla no sólo en su textualidad, su contextualidad y su intertextualidad, sino en y desde el afuera del texto, como nos ha invitado a leer recientemente Francisco José Ramos:
“[T]odo está en el afuera del texto, en el tejido infinito por el que cada texto se hilvana a la luz de la textura del universo entero.”
Ese afuera del texto en el que la propuesta por una moral de la catástrofe se inserta es la catástrofe moral que nos arropa en estos días (y desde hace ya unas décadas). Esta catástrofe moral de la que hablo permea todos los rincones de nuestra cotidianidad y asfixia, como dice Juan Duchesne en su libro “Fugas Incomunistas”, nuestra capacidad espontánea de actuar colectivamente.
Basta echar un vistazo a las contribuciones de esta revista/periódico/laboratorio-político para ver claramente que hay un malestar en la cultura, en la cultura política, como nos recuerda Mara Negrón, y que a lo que nos enfrentamos en esta coyuntura histórica es a una crisis del imaginario político.
“De lo que se trata esta crisis es de la bancarrota del pensar político, de la usurpación de la retórica economicista del discurso político.” [Mara Negrón] De manera que no sólo está el pensamiento político en crisis, sino que la crisis consiste en que la discusión de las posibilidades del discurso político, y de lo político mismo, ha sido usurpada por el discurso económico. Es decir, la crisis parecería ser sólo una crisis económica si nos dejamos llevar por la discusión pública mediática. Es por esto que las soluciones y las quejas que se presentan ante ella también suelen ser de índole económica. La solución a la crisis fiscal de la universidad es abrir los libros y reasignar los fondos, las quejas son el alza de la matrícula, el desempleo, la falta de seguridad (tanto económica como de salud) y así por el estilo.
Pero esta usurpación es sólo el síntoma de la crisis; la verdadera catástrofe moral, la verdadera crisis del discurso político la captura Anayra Santory en “La voz profética de los Aldeanos”:
“Juzgamos y nos juzgamos sin llegar a la disidencia, modulando nuestra desafección. No nos damos el lujo de estar en contra si esto nos obliga a estar a favor de que cambie, al menos, lo que criticamos. Renegociamos la colaboración y la obediencia sin acercarnos a la rebeldía.”
Nunca se ha descrito tan cruel y patéticamente el catastrófico estado de la moral de nuestra izquierda política: “Renegociamos la colaboración y la obediencia sin acercarnos a la rebeldía.” Negociación y obediencia son las cifras del letargo intelectual y político que nos acosa. Son estas dos las que se interponen entre nosotros y la rebeldía. Cabría preguntarnos ¿porqué somos tan obedientes, por qué estamos tan dispuestos a negociar y modular nuestra desafección? La contestación la encontramos en la propuesta de Ríos Ávila cuando éste nos llama a los profesores por nuestro nombre: pequeño burgueses.
Los derechos adquiridos de la pequeña burguesía
“En esta coyuntura, el privilegio de clase ha terminado por trascender cualquier discrepancia ideológica y el mensaje es claro: las comodidades adquiridas de la pequeña burguesía no son negociables.” / Rubén Ríos Ávila
Para ser justos con quienes reaccionaron negativamente a la propuesta en cuestión —sobre todo a su juicio de que la izquierda universitaria no es más que una pequeña burguesía cómodamente instalada en los privilegios de sus derechos adquiridos—hay que decir que este juicio no se explica o justifica en la propuesta sino que se da por sentado. Aparte de la crítica al “denial” que supone no querer negociar los derechos adquiridos en un momento de crisis global donde Estados enteros están colapsando—crítica de la cual no se deriva nuestra condición pequeño burguesa—esta acusación no se justifica. Por esta razón me tomaré la molestia de justificarla.
Negociamos nuestra obediencia porque estamos cómodos. Hemos adquirido con el pasar de los años, con gran esfuerzo y gracias a movimientos obreros sindicalistas, activismo social, procesos huelgarios, presión electoral, desobediencia civil y demás mecanismos de negociación colectiva, una respetable cantidad de derechos y comodidades. En su origen la mayoría de estos derechos fueron exigidos como parte de una gestión política más amplia. Por ejemplo, las leyes anti-discrimen son el producto de un cuestionamiento sobre las inequidades sociales, y por tanto, implicaron la formación de individuos capaces de encarnar el proyecto subjetivo de una sociedad igualitaria. Es decir, que la obtención de estos derechos requirió la fidelidad de una población a unas ideas políticas: la igualdad y la justicia.
Con el pasar del tiempo, sin embargo, estos derechos, aún cuando siguen cumpliendo su función principal–la de mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos—, han tenido al menos dos consecuencias con devastadoras repercusiones políticas.
La primera es que una vez adquiridos, con sudor y sacrificio, estos derechos se transfieren a las próximas generaciones como herencia. Estos derechos pasan a formar parte del suelo natural, de la norma que encarna el ciudadano contemporáneo. Éste goza de estos derechos sin haber pasado por el proceso de subjetivación política que fue requerido para obtenerlos en primera instancia. Por tal razón, en el caso de la derecha, no se les defiende porque no se valora su importancia ya que no se vivió nunca un mundo sin ellos (como ha sido el caso de la aceptación casi universal en Estados Unidos del “Patriot Act”, donde, por ejemplo, se cedió el tan luchado derecho a la privacidad).Y en el caso de la izquierda, se les defiende con uñas y dientes, por sentirse heredera de la tradición que les dio origen; pero se pierde de perspectiva que muchos de esos derechos y privilegios fueron concedidos por el Estado con la finalidad de mantener ocultas o intactas las causas de los reclamos. Es decir, en el caso de las leyes anti-discrimen, estas se conceden para apaciguar a las minorías y dar una apariencia de protección bajo la ley sin realmente alterar las causas de la discriminación. Así por ejemplo, en Puerto Rico no se puede discriminar por razones de raza a la hora de dar un empleo y sin embargo, la distribución racial en el espectro laboral socio económico no se ha visto alterada por ello.
Esto sucede porque en los estados de derecho democráticos los derechos se conciben de manera negativa: como prohibiciones. Estos están dirigidos a tratar los efectos y no las causas. Lo que nos lleva a la segunda consecuencia política no intencionada de la sociedad de derecho en la que vivimos. Esta no auspicia la constitución de agentes políticos, todo lo contrario, auspicia la pasividad política y la complacencia. Los sindicatos, por ejemplo, negocian aumentos de sueldo anualmente y con esto logran que los trabajadores empaten la pelea contra la inflación (el efecto), pero se olvidan por completo de que la causa de la inflación y de la inequidad salarial es el sistema de plusvalía capitalista. Mientras más alejados históricamente estamos del momento original de la negociación, tanto más nos olvidamos de las causas de los malestares sociales y nos conformamos con manejar los efectos. La consecuencia directa de esto es que nos hemos dejado de educar políticamente (es decir, anti-capitalistamente) lo que nos hace identificar el efecto con la causa limitando así nuestra agencia política al mero mantenimiento de nuestros derechos.
Nuestra condición pequeño burguesa se deduce, no de que tengamos los derechos que tenemos, sino de que tener estos derechos en las sociedades democráticas es producto de una negociación socialista que accedió a dejar de preguntar por las causas siempre y cuando el estado le proveyera un mínimo de protección ante los efectos. Sería el equivalente a haber accedido, en la lucha contra la marina en Vieques a dejar de protestar por las prácticas con uranio reducido, siempre y cuando el ejército garantizase construir y subvencionar un hospital oncológico para el cuidado de los pacientes de cáncer producto de la contaminación radioactiva en la isla. En el momento en que dejamos de cuestionar las causas nos convertimos en parte del problema, en lo que las genera y reproduce, dejamos de lado la rebeldía para negociar las condiciones de nuestra obediencia. De ahí se justifica que nos llame pequeño burgueses; de ahí se deduce que tenga razón.
Lo que nos devuelve a la propuesta de Ríos Ávila. Éste dirige su propuesta a la izquierda del país, y en particular a la izquierda universitaria y le pide que voluntariamente se reduzca el sueldo para pagar una cuota que –toda la comunidad universitaria insiste- no se debió cobrar en primera instancia. Es decir, le pide a la izquierda socialista, heredera de la tarea de la buena administración de los derechos adquiridos, que no sólo conceda o entregue uno de ellos, su salario, sino que lo conceda sin pedir nada a cambio: “con las manos abiertas”. En otras palabras, que ceda terreno sin negociación.
No hay que ser un socialista de alcurnia para darse cuenta de por qué resulta tan antipática la propuesta. Sencillamente no tiene sentido económico e incluso parece irracional: dar sin recibir nada a cambio es una transacción que no computa en nuestro sistema.
Precisamente porque es irrazonable la propuesta de Rubén Ríos Ávila es que me he dado a la tarea de escribir este artículo. La afirmación política que implica su actualización requiere que nos salgamos de esa “racionalidad moderna de lo social” de la que nos habla Juan Duchesne en el epígrafe. Tenemos que ubicarnos más allá de la razón, más allá de lo que se dibuja como posible en el contexto cultural e ideológico en el que estamos asfixiando la espontaneidad de nuestra conducta colectiva.
La afirmación del evento imposible: o la catástrofe como destino
“Hasta qué punto la recesión del sentido, es decir, del capital simbólico, que no es otra cosa que la capacidad de imaginar lo imposible, marca el verdadero perímetro de la pérdida en estos tiempos catastróficos. En esta coyuntura, la incapacidad de las izquierdas para proponer y ejercer agendas imaginativas es, a mi entender, el foco más inquietante de la crisis global.” / Rubén Ríos Ávila
“[W]ith respect to a situation or a world, an event paves the way for the possibility of what—from the limited perspective of the make-up of this situation or the legality of this world—is strictly impossible.” / Alain Badiou
Es sólo tomando en cuenta el hecho de que hemos forjado nuestras identidades políticas de manera reactiva (siempre en respuesta a una amenaza por parte del Estado) y que hemos canalizado nuestros reclamos en la forma de derechos y no de responsabilidades, que nos damos cuenta de que hace falta un cambio radical en la constitución de nuestros proyectos colectivos, de nuestras subjetividades políticas, de nuestra ética rebelde. Esto es lo que me parece que lleva a Rubén Ríos Ávila a decir que “la huelga no puede ser el destino exclusivo e irremediable del movimiento estudiantil, sobre todo la misma huelga de siempre, enfrentada a la próxima alza en la matrícula.” No podemos seguir haciendo las mismas cosas (con las salvedades necesarias para distinguir la pasada huelga de todas las anteriores) y pretender tener resultados distintos.
La Universidad y el País están atravesando un momento muy particular en nuestra vida política: la bancarrota de la forma dialógica de hacer política. El diálogo, nuestros reclamos y nuestra pretensión de que sean tomados en cuenta, no es ya una opción. La negociación ya no es una opción toda vez que la administración luego de negociar cambia los términos del debate. Cuando se pidió y negoció que no hubiese un alza en la matrícula, estos reaccionaron imponiendo una “cuota”. Cuando se denunció la falta de procesos democráticos y la imposición de directrices desde cuerpos externos a la universidad, reaccionaron añadiendo miembros externos a la Junta de Síndicos. No sólo esto sino que esta administración parece tener como agenda erosionar todas las instituciones del Estado (la separación de poderes, El tribunal supremo, etc.), destruyendo así el “el fundamento mítico de la autoridad” y las bases de nuestro Estado de Derecho.
Este estado de cosas se puede interpretar como una crisis apocalíptica en cuyo caso se propone la moral de catástrofe como “una radicalidad nueva para un mundo sin futuro, sin opciones, un mundo en el que todo amenaza con ponerse peor” [Ríos Ávila]. También puede interpretarse como una oportunidad que saca provecho de la observación que hace Valéry (en el epígrafe al artículo “la bancarrota del discurso político” de Mara Negrón): “que las civilizaciones mueren; todas sin excepción, conocen su ocaso”, para proponer una civilización nueva en el ocaso de la anterior.
Independientemente de cómo se interprete (y luego veremos cómo ambas interpretaciones son complementarias), ante el hecho de que el diálogo y la negociación en este momento no son posibles, podemos reaccionar de varias maneras. Se me ocurren al menos dos: o confrontando al Estado y a la administración frontal y antagónicamente: decidir irnos a huelga. O con un gesto de radicalidad positiva [Kahlil] que funcione de manera paralela al Estado y a la administración; que los saque de la ecuación, siquiera momentáneamente, para abrir espacios deliberativos en los cuales decidamos el futuro de la universidad autónomamente.
La afirmación de Rubén Ríos Ávila consiste en optar por esta segunda vía. Al sacrificar nuestro salario para pagar la cuota a los estudiantes dejamos atrás la lógica dialógica y afirmamos la posibilidad de un espacio de autonomía genuino y la posibilidad de erguirnos en agentes, en sujetos políticos, sin dejar que otros determinen el futuro de nuestra Universidad.
¿De dónde se sigue, podría preguntárseme, que del gesto propuesto se deriven todas estas cosas? La pregunta es importante y necesaria. Además, exige evidencia de que una vez depositado el dinero en alguna cuenta independiente de la Universidad y luego de pagada la cuota, la comunidad universitaria tomará el gesto como un llamado a la acción y comenzará el proceso del polemos que conforma la segunda (y para mí las más importante) parte de la propuesta de Rubén Ríos Ávila. Incluso, una objeción más profunda nos debería detener de lanzarnos al vacío, de dar el salto de fe que requiere la propuesta. La propuesta presume y tiene como premisas, primero: que la crisis material y espiritual (“la recesión de sentido”), es decir, la condición catastrófica del mundo actual, es un hecho incontrovertible al que nos tenemos que adaptar; y segundo: la certeza de que de irnos a la huelga la administración cerrará la Universidad de una vez y por todas.
Ciertamente, si uno no acepta cualquiera de estas dos premisas no tenemos por qué aceptar sus conclusiones. Pero se equivoca el lector si piensa que estas premisas son el fundamento empírico de la propuesta de Rubén Ríos Ávila. Estas premisas son el fundamento ético prescriptivo del evento político que propone. La prescripción consiste, no en anunciar la catástrofe como hecho, sino en asumir la catástrofe como destino.
Con una pertinencia casi profética Slavoj Žižek, en su libro “First as Tragedy, Then as Farce”, habla de esta estructura prescriptiva en la propuesta de Ríos Ávila:
“This, then, is how [Ríos Ávila] proposes to confront the disaster: we should first perceive it as our fate, as unavoidable, and then, projecting ourselves into it, adopting its standpoint, we should retroactively insert into its past (the past of the future) counterfactual possibilities (“If we had done this and that, that calamity that we are now experiencing would not have occurred!”) upon which we then act today. We have to accept that, at the level of possibilities, our future is doomed, that the catastrophe will take place, that it is our destiny—and then, against the background of this acceptance, mobilize ourselves to perform the act which will change destiny and thereby insert a new possibility into the past. Paradoxically, the only way to prevent the disaster is to accept it as inevitable. For Badiou too, the time of the fidelity to an event is the futur antérieur: overtaking oneself vis-á-vis the future, one acts now as if the future one wants to bring about were already here.” [mis itálicas, mis negrillas y, sobre todo, mis corchetes]
Debemos “actuar ahora como si el futuro que uno quiere hacer llegar ya estuviese aquí.” Esta es la lógica temporal del evento que propone Ríos Ávila. Presumamos la interpretación apocalíptica de la crisis (“un mundo sin futuro, sin opciones, un mundo en el que todo amenaza con ponerse peor” [Ríos Ávila]), con el fin de podernos ubicar en su futuro anterior: el lugar desde donde podemos serle fiel al evento político que supone imaginar otro mundo posible.
Es desde la aceptación de la crisis como destino que haríamos el sacrificio (el 1% o 3% del salario) que nos exige la moral de catástrofe para, desde el pasado de este futuro catastrófico, plantear una alternativa posible (imposible desde nuestro presente y futuro actual) que evite la catástrofe.
La radicalidad y afirmación de la propuesta de Rubén Ríos Ávila no consiste en sacrificar parte de nuestro salario para poner una curita en la frágil y fracturada represa con la pretensión ilusa de que aguante el golpe de rio de la catástrofe universitaria. Su radicalidad consiste en proponer un gesto irracional desde la lógica del sistema capitalista en que vivimos con la esperanza de que la comunidad universitaria logre, en el breve tiempo que nos provea el gesto, coagular fuerzas suficientes para generar la universidad que podría tener lugar en el mañana.
Esta es la segunda y más importante parte de la propuesta de Ríos Ávila: generar espacios de polemos (polémica y diálogo profundos) donde encontrar nuevas formas de representarnos desde la izquierda que no dependan de la complicidad que requiere la lógica de los derechos en un Estado socialista-benefactor como el nuestro. Me atreveré incluso a decir, lo que parece seguirse de todas las contribuciones que he leído en estos días, que de lo que hemos todos estado hablando al exigir participación directa en foros deliberativos compuestos por la gente a quienes afectan la medidas tomadas en estos mismos cuerpos, de evitar o excluir la inmiscución del Estado en los asuntos universitarios, y demás peticiones que van por esta línea, es de una Universidad Comunista.
Pero independientemente del nombre que le demos, ya que en este espacio que abre el evento cualquier cosa puede pasar, lo importante es saber que si aceptamos la primera parte de la propuesta de Ríos Ávila (la donación de dinero), tenemos que estar dispuestos al verdadero sacrificio que implica la segunda parte: salirnos de nuestra zona de confort intelectual (cosa que siempre es mucho más difícil que salirnos de la zona de confort material-económico). Después de todo, eso es lo único que está pidiendo el profesor Ríos Ávila: que abracemos una moral de sacrificio intelectual que complemente el sacrificio material que está proponiendo.
Trascendamos el dictamen de la catástrofe moral que dice que “no nos damos el lujo de estar en contra si esto nos obliga a estar a favor de que cambie, al menos, lo que criticamos” [Santory] y abracemos esta propuesta aun a sabiendas que es un salto al vacío, un voto de fe.
“[I]f we postpone our action until we have full knowledge of the catastrophe, we will have acquired our knowledge only when it is too late. That is to say, the certainty on which an act relies is not a matter of knowledge, but a matter of belief[.]” Slavoj Žižek
Sé que somos capaces de llevar a cabo este acto porque coincido con Rubén Ríos Ávila en que: “A mí me gusta pensar que la Universidad es todavía uno de esos espacios donde se puede defender la lógica sagrada del sacrificio”.